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El Rati Horror Show: reconstrucción de la injusticia

“El Rati Horror Show” es un documental de denuncia en el que Enrique Piñeyro hacer un buen uso de los recursos audiovisuales para demostrar que se condenó a un hombre a 30 años sin ninguna prueba.
Enrique Piñeyro en el momento que entrevista a Carrera en prisión.

Juan Aguzzi (El Ciudadano).- Con El Rati Horror Show, el ex piloto y médico devenido actor y director, Enrique Piñeyro se granjeó un lugar importante en el universo de lo que podría denominarse documental de denuncia, género abusado y fácilmente bastardeado, sobre todo por el espurio uso televisivo que se le ha dado en los últimos años y que contribuyó a desvirtuar algunos de sus principios. Es decir, un documental de denuncia implicó siempre una ardua investigación detrás que permitía ejercitar algunas hipótesis respecto al tema tratado y dejaba flotando algunos interrogantes cruciales para avanzar sobre argumentos que echaran un poco de luz sobre el asunto.

Sin duda Piñeyro lo entiende así, y lo ensayó con resultados más que atendibles en Whisky, Romeo, Zulu (2003) y Fuerza Aérea Sociedad Anónima (2006) sus híbridos entre ficción y documental sobre el siniestro del Boeing de la empresa Lapa que se incendió luego de chocar en 1999 y provocó la muerte de decenas de personas (Whisky…) y su saga (Fuerza Aérea…), donde ponía en evidencia la problemática del transporte aéreo argentino y cuestionaba que a varios años del accidente de Lapa, no hubiera responsables ni condenas. Piñeyro puso a desfilar una serie de anomalías como las mafias, las negligencias, la impunidad, revelaciones que a través de cámaras ocultas ofrecen el lado oscuro de la aviación civil y sus socios militares.

El Rati Horror Show devela otra terrible injusticia, la de un hombre condenado a treinta años de prisión por una causa que, a la luz de las evidencias que Piñeyro pone en consideración del espectador, fue absolutamente fraguada por las fuerzas policiales con la complicidad del poder judicial, para ocultar la mala praxis de miembros de una comisaría de la Federal en Buenos Aires. El sonado caso, por el que fue condenado un hombre sin antecedentes llamado Fernando Carrera, y que fue conocido televisivamente como la “masacre de Pompeya”, tuvo tres víctimas fatales atropelladas por el auto que conducía Carrera y luego él mismo fue baleado con dieciocho disparos de los cuales ocho impactaron en su cuerpo.

En el juicio, la defensa de Carrera dijo que éste llevó por delante a las personas porque había recibido un disparo y perdió el control del vehículo. Los policías de civil que lo perseguían en un viejo auto también de civil y que le dispararon una vez que el auto chocó contra otro por una calle en contramano aseguran que la herida la recibió después y que perseguían a Carrera porque había cometido un robo. El acusado sostuvo que corría porque creyó que querían robarle luego que le dispararan y lo hirieran en la mandíbula. La hipótesis de los defensores de este hombre es lo que el film de Piñeyro se propone demostrar, que la causa fue armada por la Policía.

Para sus films-denuncias Piñeyro se vale de una serie de recursos lúdicos, desde las posibilidades que brinda la información digitalizada hasta la representación con muñecos y maquetas móviles; desde la prueba –un tanto desmesurada pero eficaz– del impacto de balas de gran calibre sobre una media res en el campo, hasta la concreta constatación de testimonios que los jueces no tuvieron en cuenta a la hora de la sentencia. De un modo dinámico y obligando al espectador a entrar en ese juego de (re) construcción de pruebas, Piñeyro cumple la notable tarea de considerar las argumentaciones y confrontarlas, hasta conseguir nuevas pruebas que refutarían lo actuado por los jueces y hasta los condenarían por su mal desempeño. Piñeyro mismo se pregunta y pregunta al espectro de la pantalla por el tenor de las falsedades que rodearon el juicio y pone en entredicho todo un sistema de cosas que hacen a una forma de ser de la Policía y la Justicia, una de las pandemias todavía no saneadas en el país. Un estudio y una isla de edición le sirven al director-actor para deschavar el entramado y apuntar el dedo hacia los verdaderos culpables y someterlos a la mirada espectadora.

La movilidad del relato hace que la trama se desarrolle por momentos en tiempo de thriller y con diestra muñeca Piñeyro evita cualquier golpe bajo que tenga que ver con el condenado o su familia; por el contrario, en las escasas escenas en que aparece Carrera en la cárcel, sobresale su entereza por sobre la crueldad de la injusticia que padece.

Tal vez la presencia permanente de Piñeyro en pantalla se torne un tanto innecesaria, pero la contundencia de su investigación o, mejor dicho, de cómo él da cuenta de esa información que otro recabó para su película, y el resultado que de eso obtiene anula cualquier interferencia: nada menos que demostrar con pruebas tamaña injusticia y poner una vez más en evidencia la amenaza que representan las comisarías como cuevas de delincuentes uniformados (o sin uniforme) y sus territorios liberados donde ejercen su propia ley a sangre y fuego –la comisaría 34, a la que pertenecían quienes balearon a Carrera en un auto sin permiso para circular tiene una larga lista de delitos en su haber, uno de los más recientes fue la muerte por ahogo de un chico cartonero de 15 años a quien obligaron a arrojarse al Riachuelo– y al mismo tiempo la constatación de la falta de intervención estatal para estos gravísimos hechos, ubica a El Rati Horror Show en un lugar ganado por derecho propio –por forma y contenido– en la escena del cine nacional actual.

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