Por: Miguel Passarini
“Bruscamente la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. Las primeras líneas del inspirado poema de Jorge Luis Borges acerca de la lluvia se hilvanan mágicamente con la historia de un niño que en su infancia jugaba feliz bajo el agua mientras la primera tormenta del verano hacía globitos en el piso caliente.
Se trata del talentoso y polifacético Daniele Finzi Pasca (Lugano 1964), uno de los actuales directores del Cirque Eloize (junto con Julie Hamelin y Jeannot Painchaud, los fundadores y codirectores), quien sostiene acerca de su singular propuesta: “Crecí en un mundo donde la memoria estaba conformada por momentos robados al tiempo y congelados para siempre. En mis espectáculos, simplemente, muevo esas imágenes”.
Así, apoyado en la potencialidad del cuerpo y a la vez en su simpleza, y en las “imágenes móviles” que éste puede desplegar en escena cuando la técnica es un camino recorrido y allanado, sumando mucho humor e ingeniosos dispositivos escénicos aplicados con un fin narrativo, la elogiada compañía canadiense Cirque Eloize debutó el jueves en el teatro El Círculo (Laprida y Mendoza) con Rain (Lluvia, estrenado en 2004), espectáculo que ha recorrido varias capitales en todo el mundo cosechando elogiosas críticas, que se podrá ver esta noche a las 22, y mañana a las 19, completando así cuatro funciones en la ciudad en el marco de una gira.
“Hay historias que no son historias sino recuerdos”. La frase, a media lengua, en un idioma “sin nacionalidad” aparente, se escucha al comienzo del espectáculo como presagio de un viaje divertido y melancólico por el mundo del circo, montado a partir de fragmentos que abrevan en diferentes estéticas circenses de todos los tiempos en el contexto de una especie de vodevil que mucho recuerda a los viejos circos de Europa del Este, aunque con un criterio particularmente innovador y original.
Lejos de la parafernalia y superposición de planos que impone en sus performances el Cirque du Soleil (por el que Finzi Pasca pasó como director), sus parientes lejanos, los integrantes de esta compañía canadiense, sustentan su propuesta en lo teatral: de hecho, los artistas pueden sostener personajes (cada uno juega con su clown), cantar y bailar con la misma limpieza que llevan adelante rutinas de malabares diversos, trapecio, telas, destrezas en piso, contorsionismo y equilibrio, entre algunas otras.
Con doce artistas en escena, montado en dos tramos de 45 minutos cada uno con un entreacto de algo más de 15, Rain es una magnifica opción para acercarse a la estética del llamado circo contemporáneo o circo-teatro, porque el espectáculo resignifica la excelencia técnica al ponerla al servicio de pequeños relatos sustentados en una minuciosa puesta de luces, uno de los condimentos más relevantes de toda la propuesta junto con la música, que en muchos pasajes es interpretada en vivo con un piano, entre otros instrumentos.
Por momentos algo surrealista, y en todas las jugadas onírica y hasta un poco fugaz, la propuesta del Eloize no pretende contar una historia unívoca. Por el contrario, los personajes van apareciendo en un devenir que remite al imaginario de la niñez, con cierto aire naif, para llenar el escenario con la destreza que los artistas trashumantes (como los que integran esta compañía) adquieren en la calle, poniendo en jaque todo el tiempo particularidades de las performances circenses como por ejemplo la puesta a punto del cuerpo y la fuerza, y que ese esfuerzo no se note en escena.
El equilibrio como signo, con saltos en altura sobre barras y destrezas con objetos varios (desde las clásicas clavas, hasta pelucas o valijas) de un primer acto que empieza tibiamente y va in crescendo hacia el final, dan paso a un segundo segmento del espectáculo en el que la acción adquiere otra textura y dinámica: los velados telones que como pátinas dejan traslucir las acciones que vendrán, priorizan la poética del cuerpo y connotan la emoción y sensibilidad de un creador que se vio fuertemente influenciado por un padre y abuelo fotógrafos.
Casi sin barreras idiomáticas (en algunos pasajes narrados, los artistas hacen un esfuerzo importante por hablar en castellano), en el espectáculo prevalece una constante invitación al juego: “Deja que te moje la primera lluvia del verano”, dirán, presagiando la llegada mágica del agua (de la lluvia) y jugando con el verdadero significado de aquello que se pone en escena, que admitirá tantas lecturas posibles como espectadores estén en la platea.
Así, un bello cuadro de trapecio llevado adelante por un dueto femenino acompañado por el piano, otro dúo masculino de equilibrio que literalmente corta la respiración (y se lleva los aplausos más profusos), o un cuadro de telas en el que la luz juega un papel preponderante, del mismo modo que otro en el que una bella trapecista vuela sujeta a un aro mientras desarrolla una serie de destrezas, preparan la escena para el mágico y estremecedor desenlace.
Para el final, tras la presencia de un ángel que llega para hablar de viajes, encuentros y partidas (que como el del film Las alas del deseo, de Win Wenders, parece escuchar e interpretar los pensamientos de los vivos), el agua y la luz juegan un rol unificador: lejos de la destreza que atraviesa el espectáculo hasta ese momento, el desenlace es pura emoción; lo lúdico no es para nada casual: aquel sueño del director de la compañía, esas fotografías de una infancia feliz retozando bajo el agua que cae en un día de lluvia, se corporizan en un pasaje en la que los cuerpos vivos, como saltimbanquis, conviven en el espacio escénico con los “fantasmas” que la complicidad entre la luz, el agua y el movimiento generan en escena. Es uno de esos momentos mágicos que pocas veces se ven en el teatro, es la más bella síntesis de todo lo anterior, es un momento en el que la barrera que separa el escenario de la platea se rompe y las sensaciones de esos cuerpos felices son gratamente compartidas por todos.