Por Miguel Passarini
Partir, distanciarse para reconocerse. Quizás con esa premisa, a comienzos del siglo XX, el escritor y periodista español Rafael Barrett se descubrió en su esencia cuando pisó por primera vez suelo paraguayo (me volví “bueno”, supo decir). Allí, su universo literario, frondoso como la selva que lo rodeaba, errático como su propio destino, contradictorio como su origen con algo de sangre monárquica que lo llevó a revelarse finalmente como un anarquista aguerrido, se agotó en unos pocos años (murió en 1910, en París, a los 34 años, víctima de la tuberculosis), los necesarios como para producir una de las obras más revolucionarias, provocadoras y verdaderas de las primeras décadas del siglo XX, que ahora está siendo redescubierta y puesta en valor quizás porque en su tiempo fue, como otros tantos, un gran incomprendido.
Con la premisa de revisitar a un autor español para un concurso convocado desde el Parque de España (el espectáculo es una coproducción), aunque conocedora de la obra de Barrett desde hace tiempo, la bailarina, coreógrafa e investigadora rosarina Paula Manaker estrenó el sábado en la sala Príncipe de Asturias del referido centro cultural (se presenta nuevamente el sábado y domingo próximos) un singular trabajo escénico que sabiamente dispersa los sentidos entre la danza, la actuación y la música en vivo, para “embarrar” el discurso y producir una especie de magma simbólico en el que las palabras escritas por Barrett atraviesan los cuerpos de los bailarines-actores-performers, o lo que ahora (sobre todo en Europa y Estados Unidos) denominan “movers”, es decir artistas o intérpretes que utilizan el cuerpo y el movimiento en forma comprometida y conciente como un recurso expresivo, pero que no necesariamente son bailarines (al menos en el concepto clásico y académico de cuerpo y movimiento).
Un dios que se va no sólo es el nombre del espectáculo. Es también uno de los textos que se incluyen en el incandescente Moralidades actuales, que además aparece, entre otros, en el libro publicado por el equipo de trabajo junto con la editorial local Más Acá que se entrega gratis con la entrada, lo que se revela como todo un signo político en relación con el deseo de traer al presente a Barrett: sus palabras escritas (el libro) y su imaginario (el espectáculo).
A partir de una infrecuente puesta en escena en la que el escenario de la siempre impoluta sala Príncipe de Asturias muestra los muros que lo contienen (se quitaron patas y telones), y donde el piso está revestido de un manto de tierra que sirve de soporte y gran metáfora sobre el ámbito que habitan los personajes de la obra (los vivos, los muertos), Manaker propone la interpretación libre del imaginario propuesto: aquí no aparecen los textos como nave insigne lo que implica una gran riesgo. Por el contrario, los textos (los que están y los que no) dispararon acciones en los personajes que traen al presente la referencia más palmaria de la obra de Barrett: su confianza ciega en el hombre y en la vida como único tránsito, y su desconfianza en un dios del que descree, al tiempo que replantea cuál es el verdadero paraíso, o “la ilusión de un paraíso” posible, que bien podría ser el escenario de tierra colorada lleno de arte y complejidades que contiene al espectáculo.
Así aparecen en escena “El río invisible”, de Moralidades actuales, o el resplandeciente “El amante”, de Cuentos breves, entre otros, de mano de los personajes: un alter ego del mismísimo Barrett “maniatado” a los lugares a los que remite su propio destino y existencia (el periodista implacable, el escritor aguerrido y provocador) junto con otros que bien podrían haber salido de sus textos y que transitan la delgada línea entre la vida y la muerte. Como gran soporte estético-escenográfico, un dibujante (el extraordinario artista plástico francés Ange Potier, quien también ilustra el libro), a modo de “escriba”, retrata a esos otros personajes descriptos por Barrett, quizás aquellos que invadieron su imaginario con la pobreza reinante a su paso por Latinoamérica, que aquí, como fantasmas, miran azorados a la platea, circunstancia que en sí misma hace las veces de gran instalación en los minutos finales y más perturbadores de Un dios que se va.
De este modo, en una constante dispersión de recuerdos y palabras anárquicas, como en un homenaje al pensamiento y a la acción del autor de El dolor paraguayo, el equipo construye un tránsito poético en movimiento, por momentos un poco borroso (críptico) y en otros pasajes algo más iluminado, pero en todo su discurrir de una enorme tensión en el espectador, apoyado por la intensidad que provoca la música interpretada en vivo con un chelo (Florencia Martinucci) y un piano (Federico Abelli), y la infrecuente entrega de quienes participan en escena.
Sucede que la experiencia de ver Un dios que se va es intransferible, incontable, porque allí están la niñez, los juegos, la ideología, la lucha, la vida y la muerte, en lo que se revela como uno de los trabajos más riesgosos de los presentados últimamente en la ciudad, y en el que Manaker consigue, desde la dirección, su producción menos atada a las convenciones y más cercana al deseo de provocar al espectador, lo que no es poco tratándose de un fenómeno vivo como es la danza-teatro, que encuentra en la provocación a uno de sus pocos e incondicionales aliados.