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Violenta crisis de fe

En “Elefante blanco” Pablo Trapero consigue un relato dinámico sobre curas villeros que intentan sostener su misión ante los flagelos de la droga y la corrupción.

Hay un distingo en la mirada de Pablo Trapero sobre los fenómenos que aborda en sus ficciones que inevitablemente lo sitúan en un lugar de medianía, como si la opción de hierro de sus guiones (construidos alrededor de lo que se conoce como “turning point” o conflicto central) no le dejara lugar a la reflexión, al menos en algún sentido, porque es claro que esa opción no se conjuga demasiado con su estilo cinematográfico. Buena parte de las películas de Trapero, pero fundamentalmente sus tres últimas, exponen espacios de marginalidad y sometimiento, de violencia y corrupción, seres humanos apretados por la pinza que supone el abandono de las mínimas obligaciones por parte del poder político que, salvo excepciones, contribuye a sostener un estado de cosas donde estén asegurados los privilegios de clase. Así fue en Leonera (…), donde se evidenciaban la crueldad y el hacinamiento reinantes en las cárceles; en Carancho, en la que se desnudaba un entramado siniestro para victimizar gente del modo que fuese y cobrar fuertes sumas por seguros, y lo es ahora en Elefante blanco, el nuevo opus de Trapero, en el que teje una historia donde se fusionan las misiones de los sacerdotes y la militancia social en las villas (en este caso porteñas) con cierta crisis de fe en una suerte de revival del trabajo de los curas villeros en los 60 y 70, aggiornada por los flagelos más contemporáneos con la inserción de las drogas y los narcotraficantes en esos espacios.

Luego de Mundo grúa y con un oficio adquirido y en expansión, Trapero comenzó a pensar sus films del lado del cine-espectáculo (mucho más marcado en las tres últimas mencionadas, para las que se nutrió de tres guionistas además de él mismo) y en hacer de la voluntad de sus personajes, el motor de sus relatos, por lo que no faltarán enfrentamientos entre partes opuestas con sus consecuencias violentas, una historia de amor, y finales que, aun cobrándose víctimas inocentes, suelen tener un sesgo de remedo, como si las injusticias puestas en evidencia fueran algo con lo que se debiera convivir porque son parte del estado de cosas de este mundo.

Según lo ha dicho, Trapero considera que el (su) cine debe actuar como un disparador de conciencia porque muchas veces releva las problemáticas humanas y sociales de una manera efectiva para el espectador; huelga decir que para que eso sea cierto, la propuesta fílmica debe contar con algo más que una sucesión de secuencias donde el motor está puesto en la intriga, en la acción o en el costado sentimental –fijados como disparadores para hacer avanzar la historia hacia delante–, ya que de ese modo se anula prácticamente cualquier espacio de reflexión sobre esas mismas escenas. Por esto mismo, el cine de Trapero –a años luz de aquél inaugural Mundo grúa– es un cine de puesta espectacular, dirigido a poner el énfasis en la exposición de hechos y en la disputa de poder, cualquiera sea el que esté en discusión.

Elefante blanco se llama a un antiguo edificio cuya estructura original data de los años 30, construido a instancias de un proyecto del socialista Alfredo Palacios para que allí funcionara el hospital más grande de Latinoamérica; se encuentra cerca de la llamada Ciudad Oculta y tras sucesivos intentos de diferentes gobiernos de terminar el edificio, yace hoy allí como un paquidermo dormido, ocupados varios de sus pisos y puestos a hacer las veces de viviendas precarias, y con una enorme terraza donde los jóvenes queman sus cerebros con el paco. Ése es el elefante del título, pero el ámbito de la historia enlaza otras dos villas –la 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno– conformando una gran “favela” horizontal atravesada por riesgosos pasillos.

En ese escenario el padre Julián (efectivo Ricardo Darín aunque sin correrse de su registro habitual para componer personajes siempre al borde una delgada línea ética) intenta llevar adelante su profesión de fe para que la opción cristiana se corresponda efectivamente con la ayuda a los más necesitados, en una puja permanente con la jerarquía eclesiástica, para la que lo más importante de las misiones en los barrios carenciados sigue siendo sumar fieles a la grey. Confrontación que, como se podrá intuir, incluye también a los poderes políticos de turno (difuminados, sin precisa identificación) que conforman una alianza estratégica con el obispado para no cumplir con lo prometido.

Una asistente social (Martina Gusmán, mujer de Trapero y fetiche a partir de Leonera) y un cura francés que viene de sufrir una experiencia extrema siendo el único sobreviviente de una matanza en una aldea aborigen del Amazonas, por lo que dice sentir una culpa que lo  “ahoga”, son quienes acompañan al padre Julián (hay también otros curas ocupando un lugar no tan relevante en la trama) intentando sostener el delicado equilibrio que existe en esa gran barriada permeada por necesidades básicas insatisfechas y por la violencia incontenible de bandas de narcos enfrentadas.

Elefante blanco está dedicada al padre Carlos Mugica, el cura villero acribillado por los parapoliciales de las Tres A durante el gobierno de Isabel Perón, y no faltan alusiones visuales en el film acerca del valor transformado en símbolo de la tarea de aquél cura y del que el padre Julián repite una frase que engloba el verdadero carácter de la misión de un sacerdote ante los necesitados: “Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos”, frase que encarnará en los sacerdotes y los enfrentará en sus diferentes disposiciones para actuar ante el entramado de complicidades para que todo siga igual. Los conflictos internos y externos –los narcos, la Policía represora, los pibes destruidos por la droga– los llevará a una fatal encrucijada y a sus –en este caso forzadas– fatales consecuencias. Concebido con ritmo, con una puesta dinámica, creativamente fotografiado, con el exquisito Michael Nyman –todo un lujo contar con quien hizo la música para los films de Peter Greenaway– en la banda sonora y eficaz en su tratamiento como gran producción, Elefante blanco cumple con el cometido de las habituales aspiraciones de su realizador: un relato con tema comprometido que necesariamente se enviste de drama de acción e intriga.

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