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Cuando la dignidad se rebeló en Varsovia

Por Rubén Alejandro Fraga.- Se cumplieron 70 años del alzamiento de miles de judíos contra los invasores nazis en el barrio en el que habían sido confinados.

varsovia

“No podemos contar con nadie. Ni con la Unión Soviética ni con los aliados. Que nuestro acto desesperado sea una bofetada de protesta en la cara del mundo”. El espíritu que guió a los judíos del gueto de Varsovia a una revuelta desesperada, el lunes 19 de abril de 1943, está captado en ese pasaje del diario de uno de los protagonistas, Hersh Berlinski.

“No pensábamos ganar, sólo queríamos demostrar que no éramos seres inferiores, una clase de insectos”, dijo hace unos años Mark Edelman, quien falleció en 2009, y fue uno de los luchadores sobrevivientes de esa milicia judía que decidió librar tan desigual batalla, con armas improvisadas y artesanales, contra las fuerzas del Tercer Reich alemán.

Ayer se cumplieron 70 años del día en el que los insurgentes decidieron dar la cara a sus captores ante los planes nazis de exterminar a las decenas de miles de judíos que quedaban en el gueto, en el que los nazis habían encerrado a más de 400.000 personas en noviembre de 1940.

El brutal plan alemán para el exterminio de la población judía consistía en establecer primero guetos para vigilar a las personas y luego enviarlas a los campos de concentración. Era la primera fase de la “solución final” que, 20 años antes, había anunciado Adolf Hitler en su libro Mi lucha.

Así, durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los guetos más importantes fue el de Varsovia, en Polonia, que se constituyó en noviembre de 1940.

La desproporción entre la población del gueto y su superficie, ocasionó una serie de epidemias, hambre y miseria. Los judíos debían llevar un brazalete con la estrella de David. Un solo hombre de cada 138 tenía trabajo y había una estructura de clases, basada en el número de calorías consumidas. El estrato social más deprimente fue el de los mendigos, que pedían comida en las calles. Muchos de ellos eran niños.

Con todo, se formaron centros de protección social para ayudar a los más necesitados. Incluso, en medio de ese cuadro de muerte, de enfermedad y de terror, las escuelas clandestinas prosperaban, las zonas bombardeadas eran cultivadas, cuatro teatros permanecían abiertos, los músicos daban conciertos y los poetas infundían en sus versos tanta desesperación como imágenes de esperanza; pintores y escultores creaban y exponían sus obras; se publicaban periódicos clandestinos, entre ellos el Négued hazérem que en iddish significa Contra la corriente. Esa prensa contrarrestó las campañas alemanas para crear confusiones entre los judíos del gueto y levantó el ánimo de sus lectores y los estimuló para resistir y enfrentar al enemigo. Así, poco a poco, los movimientos que habían surgido para realizar actividades educativas, decidieron preparar una lucha armada.

El fermento de una rebelión

La vida en el gueto durante los meses anteriores al alzamiento estuvo signada por la lucha por la supervivencia. Las mínimas raciones de comida –180 gramos diarios de pan, 220 mensuales de azúcar y casi nada más– no llegaban a cubrir la décima parte de los requerimientos básicos de nutrición de una persona. Por ello, el contrabando se convirtió en una práctica indispensable.

Sin embargo, cuando el hambre, las enfermedades y las ejecuciones comenzaron a acabar con la vida de centenares de personas al día y se filtraron las historias de las cámaras de gas de Treblinka, el destino final de los deportados, cada vez más judíos empezaron a sentir que ya no tenían nada que perder. “Acuciados por el hambre, salíamos durante la noche. Como ratas, revolvíamos entre la basura en busca de un trozo de pan. Me debilité gradualmente y mi cuerpo se cubrió de llagas”, relató por aquellos años un rebelde del gueto de Varsovia que logró escapar por las alcantarillas.

Una entre miles de historias espeluznantes, de seres humanos desesperados, reducidos a su mínima expresión y que, en algunos casos antes de morir de hambre, llegaron incluso a comer trozos de zapatos, vestidos o el empapelado de las paredes de las viviendas donde se hallaban confinados.

En ese marco, el 18 de enero del 43, nueve días después de que el siniestro Heinrich Himmler visitara el gueto y ordenara la reanudación de las deportaciones, se produjo la primera y sorpresiva resistencia armada cuando 50 alemanes fueron asesinados mientras arrestaban a víctimas para un envío a los campos de la muerte. En la acción murieron mil judíos. A la cabeza del movimiento estaba Mordejai Anielewicz, un joven sionista de izquierda de 23 años.

Luego, en la madrugada del lunes 19 de abril, víspera de la Pascua judía, el gueto fue cercado con la llegada de 2.000 soldados alemanes para empezar a deportar a los 60.000 judíos que quedaban allí. Unos 1.500 hombres, mujeres y chicos judíos hambrientos y harapientos les hicieron frente pobremente equipados con pistolas, granadas, cócteles molotov y dos o tres ametralladoras ligeras contrabandeadas por la guerrilla polaca. Esas armas en manos de los habitantes del gueto, convertidos de un día para el otro en soldados de un ejército irregular, anónimo y heroico, eran nada en comparación con el formidable armamento de los nazis, su artillería, tanques y lanzallamas.

Sin embargo, los residentes, superados en número y en armamento, mantuvieron a raya a las fuerzas de Hitler durante tres semanas, transformados en rabiosos guerreros empeñados en matar o morir en combate, antes que terminar en un campo de exterminio. Tan sólo en el primer día de combate unos mil judíos murieron en las calles del gueto. Con el correr de los días, se combatió casa por casa dentro del gueto y los alemanes, comandados por el general de las SS Jürgen Stroop, sufrieron más de un centenar de bajas.

Ante tan encarnizada resistencia, los nazis comenzaron a desplegar sus tanques y hasta la Luftwaffe –fuerza aérea alemana– mandó sus bombardeos para terminar de una vez por todas con los judíos revoltosos.

Decididos a poner fin a aquella inédita insurrección civil, los alemanes también comenzaron a incendiar edificio por edificio del gueto. La gente se arrojaba por los balcones y continuaba peleando.

Los líderes de la revuelta, con un arsenal muy limitado, se refugiaron en búnkers subterráneos que fueron gaseados por los nazis. El 8 de mayo, los nazis bloquearon las entradas al búnker donde estaban los líderes de la revuelta: 80 de ellos murieron bajo fuego alemán, algunos se suicidaron, entre ellos Anielewicz.

Dos semanas antes de su heroico fin, Mordejai había escrito a su lugarteniente, Antek Tzukerman, quien se hallaba en el lado “ario” de Varsovia: “El sueño de mi vida se ha cumplido, la autodefensa judía en el gueto es un hecho, la resistencia judía armada es una realidad. Soy testigo del heroísmo de los sublevados judíos. ¡Esa fue –esa es– la victoria!”.

Algunos líderes, los menos, lograron escapar por las alcantarillas. Muchos fueron asesinados o traicionados por delatores.

Sin embargo, la lucha se prolongó durante ocho días más. En total, 56.000 judíos murieron durante la rebelión. Cerca de 7.000 fueron deportados a Treblinka y otro tanto murió en combate. Unos 5.000 murieron a causa de las explosiones y los incendios.

Cuando la insurgencia terminó, los últimos judíos de Varsovia habían muerto, habían sido deportados o estaban escondidos.

Todo acabó el 16 de mayo, a las 20.15, con la demolición de la gran sinagoga del gueto. “El gueto ya no existe”, escribió lacónicamente Stroop en su informe.

En verdad, el gueto de Varsovia había sido reducido a escombros. Pero las ansias de libertad de aquellos heroicos judíos no pudieron ser derrotadas. Setenta años después de aquella gesta aún resurgen, cotidianamente, en la lucha de cada ser humano en aras de su dignidad.

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