Por Juan Aguzzi
Comparado por la crítica estadounidense con el maestro Jim Thompson, el casi desconocido por estos lares Elliott Chaze se pone decididamente a su altura agitando las aguas turbulentas de la novela negra hasta volverlas viscosas de sangre e infortunio y dobla la apuesta para, por lo menos, no hacer que ese lugar de paralelismo resulte inútil, ya que seguramente tanto Thompson como Chaze no fueron amigos de esas tablas generadas muchas veces en sospechosos ámbitos canónicos o editoriales.
Ese agite de Chaze viene de la mano de Mi ángel tiene alas negras, una novela rescatada –escribió nueve pero esta parece ser la más intensa y demoledora– por la editorial La Bestia Equilátera con eficaz traducción de Carlos Gardini, y que consigue lo que no suele ser tan frecuente: que se lea de un tirón. Mi ángel tiene alas negras cuenta con un par de máximas que echan a rodar algo que podría denominarse desencantamiento pasional; un estado, puede decirse, al que se llega con un comportamiento que parece astuto para lidiar con las formas recalcitrantes de la (Norte) América profunda, la América paranoica que expulsa y persigue y contra la que se estrellarán aquellos que busquen interponerse a su férreos diagramas morales.
El eje de Mi ángel tiene alas negras se centra en la relación entre un ex convicto y una prostituta, ambos con un sentido muy propio del andar en la vida que de a poco van aunando esfuerzos para sostener un plan que los lleve al puerto deseado, es decir, a la utopía de un plan criminal a cuyo término se encontrarían con un montón de billetes. Chaze prescinde de los rasgos psicológicos para sus personajes y destaca sus rasgos duros, fuertes o heroicos sin que haga falta preguntarse qué los originó. Se trata, claro, de dos perdedores, un poco alcohólicos e inadaptados, pero –y esto el autor lo pone bien de manifiesto– no tan psicópatas como muchos de los que encontrarán en su camino.
Esa conciencia de Chaze sobre sus criaturas es el disparador para filtrarse en los intersticios de esa democracia burguesa que busca la perfección, intentado derribar sus supuestos con personajes envueltos en la soberbia de vivir al margen y dando rienda suelta a los apetitos carnales en una fiel observancia de códigos propios.
Tim y Virginia son dos almas fugitivas, no de la justicia ya que eso vendrá después, sino de las expectativas de la humanidad –en este caso de la de su país–, de su lado hipócrita y egoísta; pero Chaze no olvida que ambos surgen también de allí, y están salpicados por todo eso, y luego de llevar a cabo el plan que les llena un poco sus bolsillos vacíos, una bruma espesa se confabula y los deposita entre personajes crueles, ricos de lenguaje soez y ética inexistente. Mi ángel tiene alas negras es una novela de periplos por los que los personajes van desplazándose siempre acompañados por un malestar socialmente originado, y en cierta manera están forzados a actuar así por la fuerza exterior del sistema perverso que sabotea sus intenciones de parecerse a aquellos que de algún modo detestan. Chaze construye esos momentos con solvencia; la pareja nunca estará tan unida como en los momentos en que las situaciones la desestabilizan pese a que en todo momento cada uno desconfía del otro. Las trampas o el abandono que se gastan pronto se diluyen en la maraña erótica y la acción sexual que los pone a funcionar como un imán. El ángel de Virginia destila tanto candor como cinismo.
En el género noir hay reglas férreas de las que un buen cultor no debe prescindir; los antihéroes suelen ser frágiles en el sentido de que gozan de una inocencia que no les hace perder la sorpresa y cuentan con una conciencia natural acerca de por qué cometen sus crímenes, y en esta fase, a buena parte de los lectores de Mi ángel tiene alas negras no les parecerá reprobable el modo en que Tim lleva a cabo su plan y lo que ocurrirá más tarde cuando estén huyendo de la ley; por el contrario, Chaze consigue elevar la sintonía de identificación con ambos personajes en dosificados y precisos apuntes de sus movimientos, en el malestar y la inestabilidad latentes, en las manos y cuerpos amantes que buscan aferrarse luego de un crimen, en la suspensión sobre el abismo que les depara sus vidas y que envuelve algunas apreciaciones de la pareja en un humor algo cruel y oscuro con el que acompañan su viaje hacia el fin de la noche. Y esto, es decir ese artificio o procedimiento para despertar la pasión por este tipo de personajes sólo ocurre con algunos nombres, que si se circunscribe a la narrativa estadounidense del género puede encontrarse en escritores –y en algunos de sus libros, no en todos– como el mencionado Thompson, James M. Cain, Horace McCoy, Ross McDonald, en algunas novelas de Ed McBain, y por qué no, en la investidura grácil que Patricia Highsmith presta a sus frecuentemente diabólicas criaturas; más acá en el tiempo James Ellroy y Elmore Leonard consiguen también esos efectos sobre rostros y carnaduras en algunos títulos de sus obras.
Si no se conocieran otras, esta novela de Chaze bastaría para que se lo considere entre lo más alto del género; la construcción que organiza el relato sobre la pérdida de la inocencia original –la carrera delictiva de ambos personajes no pierde nunca su vital componente moral– y su consecuente caída en una textura atmosférica asfixiante que articula el tiempo en función de las acciones exasperadas o mudas de los personajes, es verdaderamente notable. Chaze hace correr encarnizada y sin tregua la historia de Tim y Virginia, y junto al modo de dispensar el azar de los acontecimientos –hay paroxismo y sosiego sin solución de continuidad– constituye todo un estilo que campea entre un montaje de sentidos funcionalmente filosóficos, como ocurre en toda novela noir que se precie. “Por mucho que vivas, no hay muchos momentos realmente deliciosos en el camino, ya que pasamos la mayor parte de la vida comiendo, durmiendo y esperando que ocurra algo que nunca ocurre”, dice Tim cuando su destino ha sido sellado, y, claro, son muy pocos los que no estarán de acuerdo con esta disquisición tan simple como rotunda.
Un novelista tiempo libre
Lewis Elliott Chaze (1915-1990) nació en Mamou, Louisiana, Estados Unidos; fue considerado un maestro del policial sin alcanzar nunca la estatura de algunos contemporáneos como Raymond Chandler o Dashiell Hammett pero ganó merecida fama de escritor de culto, para algunos un cetro más honroso que el del reconocimiento masivo. Chaze vivió fundamentalmente del periodismo y sus notas aparecieron frecuentemente en The New Yorker, Cosmopolitan, Collier’s y la popular Reader’s Digest. Cuando disponía del tiempo que le dejaba el periodismo, escribía novelas; algunas de ellas son Dos techos y una serpiente en la puerta (1963), Wettermark (1969), Sr. Ayer (1984), El pequeño David (1985) y Los crímenes de Catalina (1986). Mi ángel tiene alas negras fue considerada una auténtica joya del género y resultó premiada con la medalla de Oro Premio Paperback Fawcett, el primer galardón que obtuvo el autor por su obra de ficción. En la actualidad, el guionista y escritor Barry Gifford, colaborador de David Lynch en Corazón salvaje, decidió filmar una versión de Mi ángel tiene alas negras.