Fue el ingeniero Santos, aquél que en los 90 persiguió al ladrón que acababa de robarle el pasacaset del auto y lo asesinó de un tiro, el que abrió el debate público en democracia sobre la justicia por mano propia. En ese momento el robo de pasacasets era uno de los delitos callejeros más comunes, como era común bajarse del auto con el aparato en la mano, con la incomodidad que significaba en la vida cotidiana, tanto como es ahora para muchas mujeres tener que hacer un ejercicio estratégico antes de salir a la calle sobre qué poner en la cartera y qué no para reducir daños en caso de asalto.
Quienes justificaban y defendían al ingeniero Santos argumentaban desprotección policial, ausencia del Estado.
El derecho penal no tiene dudas sobre estos casos. Cuando Santos disparó su vida no estaba en peligro, ni siquiera estaba siendo atacado porque el ladrón estaba en fuga. No hay defensa, ni legítima ni excesiva. Santos cometió un asesinato porque valoró más su pasacaset que una vida.
Con David Moreira esta semana pasó algo similar, sólo que en lugar de un individuo armado y desencajado de ira, fue una turba de vecinos de barrio Azcuénaga la que demolió a trompadas hasta desfigurar la cara y pateó la cabeza hasta ver salir sesos por la hendidura abierta en el cráneo del muchacho que acababa de manotear una cartera. Él robó, ellos mataron.
Moralidades
Se dice que hasta un centenar de personas fueron parte de la turba asesina. ¿Quiénes eran esos hombres y mujeres? Parece que nunca robaron una cartera. ¿Pero entre ellos no habrá alguno que roba sistemáticamente la electricidad que es patrimonio público? Las estadísticas de la EPE dicen que sí. ¿Cuántos de ellos cometen el delito de evasión impositiva?
Para determinados grupos sociales hay delitos que están legitimados y otros que son aberrantes. Para esos vecinos de Azcuénaga –por supuesto no todos- ya está claro cuál es cuál. En otros grupos, ubicados tanto arriba como abajo en la pirámide social del habitante promedio de Azcuénaga, pasa lo mismo, sólo que varía la tolerancia a determinados delitos de acuerdo a los intereses propios de ese sector social en ese lugar y momento histórico.
Quince días antes del asesinato de Moreira, un grupo de hombres vinculados a una remisería asaltada, creyeron identificar en la calle a los maleantes. En un semáforo de zona oeste les dispararon cuando esperaban la luz verde para avanzar. Aterrorizados huyeron corriendo. Los agresores les robaron la moto que había quedado tirada en la calle y jamás la devolvieron. Persiguieron a uno de los muchachos hasta una estación de servicio en la que intentó refugiarse, lo acorralaron, lo golpearon con puños, patadas y hierros hasta desfigurarlo, como lo registró la cámara de seguridad del lugar. El pequeño detalle es que los muchachos no eran los ladrones, simplemente iban a trabajar.
A una semana de la siempre viva movilización por el aniversario del golpe de Estado de 1976, queda para el lector ver si encuentra puentes entre la sociedad harta de la violencia política que toleró y hasta se congració con la tortura, ejecuciones y centros clandestinos de detención, con el aluvión zoológico interclasista que esta semana fatigó contestadores de radio y sitios de portales de noticias justificando y celebrando el asesinato como solución al innegable problema de seguridad pública.
De internas y resistencias
La seguridad pública no es sólo la Policía. Pero si algo hizo que la olla levantara la presión que tomó en estos últimos tiempos fue el default policial. Hay dos o tres variables elementales que percibe la ciudadanía que espera algo de la fuerza de seguridad: no hay presencia en la calle; la corrupción es moneda corriente, y la respuesta ante un delito en muchos casos es mínima o directamente no existe.
Según las opiniones que se recogen en distintos ámbitos, podría resumirse en dos fuentes principales de las que deriva esta situación: un quiebre interno en la fuerza; y el impacto que tuvo sobre el trabajo de la Policía la nueva Justicia penal, que la quitó del centro de la escena y la colocó como fuerza de seguridad auxiliar de la Justicia.
En el primer caso se dice que el protagonismo de la División Judiciales, que le permitió al gobierno y a la Justicia provincial mostrar resultados a la hora de desmontar la banda de Los Monos y otras colaterales, provocó el encono de quienes se sienten relegados, los que “quedaron al margen”, lo cual se estaría manifestando en una suerte de huelga de brazos caídos, ya que a nadie le gusta que se utilice la palabra boicot.
En paralelo, la puesta en práctica del nuevo Código Procesal Penal implicó otro rol para la Policía, y con ello la desaparición de quioscos que reportaban dinero a la recaudación ilegal. Desde el direccionamiento de los detenidos hacia determinados bufets de abogados, hasta la manipulación de actas y relevo de la escena del crimen, muchas seccionales y reparticiones policiales perdieron negocios que manejaban de taquito.
El tema del funcionamiento policial ocupó buena parte de la reunión de esta semana de la comisión de seguimiento de la aplicación del nuevo Código Procesal Penal. Los que están más empapados en el proceso de reforma conocían (porque pasó en todos los casos similares) que era de manual la resistencia de sectores policiales en estos primeros tiempos.
Eso explica que víctimas de delitos vayan a hacer la denuncia a una comisaría y le digan que no pueden tomarla, que tiene que dirigirse a la Fiscalía, que no hay combustible para ir a hacer verificaciones, que no tienen papel, que ahora no pueden hacer detenciones porque la tienen que hacer los fiscales y otros engaños de ese tipo.
En esa reunión, adelante del gobernador, la Corte Suprema, fiscales, defensores y legisladores, un senador planteó que la Policía de su departamento le dice que no puede actuar por culpa del nuevo sistema, lo que provocó mezcla de sonrisas e indignación.
Mientras es evidente que el Ministerio de Seguridad tiene como misión sacar a la Policía a la calle y sumar capacitación en los casos que no se trata de avivadas, la comisión de seguimiento esbozó también la necesidad de instrumentar alguna campaña de información que explicite a la ciudadanía los derechos que le asisten cuando va a una seccional.
La opinión del procurador
La ausencia de policías en la calle es un problema gravísimo para el gobierno provincial. No es que vaya a solucionar el problema de seguridad (si no no se explicaría la airada protesta de los comerciantes del entorno del obelisco y avenida 9 de Julio, en Capital Federal, porque dicen estar hartos de los robos siendo que viven en el punto más custodiado del país), pero es evidente que en un punto disuade y brinda sensación de protección.
Justo cuando el linchamiento de barrio Azcuénaga y la seguridad pública dominaban la agenda mediática semanal, el procurador de la Corte Jorge Barraguirre irrumpió en la escena mediática con afirmaciones que provocaron chispazos políticos en el momento más inconveniente. En medio de una exposición en la que dijo muchas otras cosas, quizás motivado por las diferencias de opinión que tiene con las autoridades políticas sobre el manejo de la cuestión policial, afirmó que “la inteligencia criminal de la Policía está quebrada, no funciona” y que se trata de “un problema de conducción política”. Fue el primer desliz de Barraguirre desde que ocupa ese cargo. Propios y extraños coincidieron, y sólo hubo tibias defensas puertas adentro, en que no ayuda en nada que un funcionario que integra la Corte Suprema de Justicia, que por su responsabilidad tiene que ser parte de las soluciones, suelte críticas en público.
El segundo aspecto es el momento y el lugar (un ámbito partidario) en el que se pronunció, ya que la Casa Gris no puede leerlo como crítica constructiva sino como ingrediente de una ofensiva político-partidaria en momentos que empiezan a tensarse los vínculos entre algunos socios de la coalición gobernante.