El cuerpo y la voz como caja de resonancia de un relato cuya vigencia se vuelve estremecedora, a partir de un ejercicio intertextual que disecciona y despoja fragmentos de un texto canónico pero también de otros cuyas frases disparan otros textos, otros lugares, otras repeticiones que llegan al presente con inusitada contundencia.
El Museo de la Memoria, a partir de una idea original de su directora, Viviana Nardoni, produjo lo que, en ciernes, puede leerse como un acontecimiento teatral, tanto por su valor artístico como también, y sobre todo, por su implicancia política. Allí, en la explanada del emblemático edificio de Moreno y Córdoba, ese que hoy mira a la ciudad resignificado, el mismo que convive con la resistencia de la calle y pone en tensión su presencia en la escala urbana; allí, donde resuenan con dolor los ecos de lo peor de la última dictadura cívico-militar, el sábado por la noche, vio la luz Antígona en tres actos, ante una platea colmada y conmovida.
Con dramaturgia y dirección de Alejandra Gómez, que contó con la asistencia en el proceso de construcción dramatúrgica de la docente e investigadora Clide Tello, y las vibrantes actuaciones de Vilma Echeverría, Romina Bozzini y Laura Copello (por orden de aparición), esta primera versión, dado que se intuye que cada lugar donde se presente el montaje, se verá condicionada su puesta en escena, sumó el soporte sonoro del Quinteto de Cuerdas de la Municipalidad de Rosario, y la instalación Manos que bordan memoria, con cientos de pañuelos con los nombres de los desaparecidos y asesinados en la ciudad y la región durante la última dictadura cívico-militar, a modo de soporte escenográfico, del mismo modo que una serie de proyecciones con carácter de extra escenas que dialogan con la puesta.
En las tres Antígonas, unidas por el reclamo de una justicia que no llega para el cuerpo insepulto de su hermano, se instala hoy fuertemente un pedido de justicia que excede a los desaparecidos de la dictadura, claramente la gran caja de resonancia del texto clásico como también de sus valiosas relecturas criollas. Es decir: Antígona Vélez, de Leopoldo Marechal, o Antígona furiosa, de Griselda Gambaro. Hoy, frente a la insistencia de un gobierno nacional que pone en duda el número de desaparecidos, que busca tergiversar y hasta banalizar la política de Derechos Humanos, el material es, también, la polifonía de cientos de muertes cotidianas, persecuciones ideológicas y hasta la injusta detención de Milagro Sala.
De hecho, se trata de un montaje con ciertas singularidades porque, claramente, su condición de ejercicio poético se ve atravesada por el tiempo y el espacio. La tragedia de “los cuerpos que llaman”, ésa con la que Sófocles dio forma a la tragedia clásica, es la que se instala y estremece. De todos modos, la teatralidad hace su parte porque, de hecho, las actrices construyen sus propios relatos, imbuidas, cada una a su tiempo, en una poética diferente. Es así como el grito desgarrador de la Antígona de Vilma Echeverría no soslaya la impronta criolla y visceral de la Antígona Vélez de Marechal que revuelve en la barro y abrazo a su hermano muerto, como tampoco Romina Bozzini, la más contemporánea y combativa, le escapa a las palabras “furiosas” de Gambaro y asegura que “los vivos son la gran sepultura de los muertos”, del mismo modo que la templanza de Laura Copello entra de lleno en el texto de Sófocles y da sentido a lo más simbólico de la memoria tras la condena y la muerte.
Ellas son y no son Antigona. Ellas, ante todo, son mujeres de distintas generaciones que gritan y reclaman por justicia. Ellas acontecen en escena con la densidad de los cuerpos presentes.