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Lo mató la Policía a balazos y denuncian gatillo fácil

Carlos Godoy tenía 25 años. No tenía antecedentes y era empleado de una distribuidora de alimentos.

Carlos Vicente Godoy tenía 25 años. Vivía con su mujer y su hijo de tres en Empalme Graneros, a pocos metros de la casa de sus padres donde se crió junto a sus siete hermanos. También tenía dos trabajos. Desde bien pibe laburaba de mañana en una distribuidora de alimentos y de tarde, en un taller mecánico. Siempre en ese barrio ubicado en el sector noroeste de la ciudad, donde nunca le faltaba un rato para visitar a los amigos, a la familia, o armar un picadito de fútbol. Carlitos, como le decían, tenía una vida. Todavía no se sabe cuántos disparos policiales se la quitaron. De su muerte sólo hay un escueto relato de los uniformados que dispararon, que en nada coincide con el de los vecinos.

“Sentimos la pérdida de nuestro hijo. Estamos muy doloridos, pero lo que más nos duele es la acusación que le hacen. Somos evangélicos cristianos. Y la palabra delincuencia es lo peor que hay para nosotros. Yo soy pastor. Y estamos todo el tiempo tratando de sacar, de rescatar chicos de la mala vida. Encima que me mataron a mi hijo, que nunca en su vida cayó a una comisaría, que no tenía ni un tatuaje, que le tenía miedo a los petardos y trabajaba todo el día, lo acusaron de delincuente. Ese es el daño más grande que nos hicieron”. Con esas palabras acompañadas de lágrimas, Vicente, el papá de Carlitos, se refirió al homicidio de su hijo.

“Lo velamos acá al lado, en la iglesia. Fue impresionante la cantidad de gente que vino, eran cientos. Todo el barrio está conmovido. Nadie lo puede creer. Estamos todos muy doloridos por la muerte y por lo que salió en los medios. Carlitos era incapaz de usar un arma. Hasta tenía miedo de tirar un cohete en Navidad. ¿Te parece que alguien va a salir a robar con el documento y el recibo de sueldo en el bolsillo? Esos milicos nos destrozaron la vida y le plantaron un arma. Sé que hay un Dios que juzga todas las cosas, y que sabe bien como pasó todo”, dijo.

Familia

Deolinda y Vicente tienen 61 años y están juntos desde los 13. Se conocieron en el norte de Santa Fe y vinieron a Rosario, donde tuvieron cuatro mujeres y cuatro varones que criaron con esfuerzo en Garzón al 1200 bis, a pocos metros de donde fue asesinado Carlitos.

Según la versión oficial, la mañana del domingo 24 de mayo, dos policías circulaban en una moto por Sorrento y fueron detenidos por un tronco lanzado con intenciones de robo por dos muchachos. Al frenar la marcha hubo “un enfrentamiento armado” donde uno de los uniformados recibió dos disparos en el pecho que quedaron en su chaleco antibalas.

Uno de los presuntos ladrones huyó herido, y el otro murió en el enfrentamiento.

El fiscal de la causa, Miguel Moreno, dijo ayer que la investigación está en curso y que todavía no conoce los resultados de la autopsia por lo que no se sabe cuántos impactos de bala recibió ni en qué lugar del cuerpo.

Pero el lugar donde ocurrió el crimen todavía habla por sí solo. Calle Garzón al fondo se interrumpe por un terraplén que tiene una escalera angosta y empinada que sube hasta el puente Sorrento. Desde allí arriba, los vecinos mostraron el escalón en el que estaba sentado Carlitos, justo en la mitad, cuando recibió un disparo policial, donde todavía hay una gran mancha escarlata. El plomo lo hizo rodar hasta abajo, donde cayó herido.

“Él gritaba, los policías bajaron con el arma y le dieron el último tiro. Lo remataron en la cabeza”, dijo un vecino a El Ciudadano mientras señalaba la segunda gran mancha de sangre al lado de un contenedor de basura.

En el lugar, un numeroso grupo de amigos y vecinos de Carlitos se turnaban para contar cómo era, pero cada vez que empezaban a hablar los interrumpía el llanto. “Siempre llegaba media hora antes al trabajo y me esperaba con los mates listos”, dijo uno. “Todo el tiempo nos besaba, nos abrazaba. Era pura alegría”, contó otro amigo, mientras que sus hermanos lo definieron como “el colmo de los cariñosos”.

Una familia que ya conocía el dolor de las balas policiales

La familia Godoy conoce el dolor que dejan las balas policiales cuando hacen blanco en su familia. En 2014, dos de sus integrantes fueron asesinados y los casos aún permanecen impunes.

El 14 de septiembre de 2014 Mauricio Gómez, de 24 años y nieto de los Godoy, recibió dos balazos policiales que oficialmente fueron informados como un enfrentamiento. La familia asegura que el chico salía de un cumpleaños de 15, cuando quedó en el medio de un hecho que le era ajeno. La Policía dijo que recibió un llamado de un centro de salud que decía que habían intentado robar. Y, cuando llegaron los uniformados dos jóvenes se descolgaban de los techos. Uno fue detenido, el otro, es decir Mauricio, asesinado.

Los amigos del joven dijeron que estaban en la plaza, cerca del centro de salud cuando llegó la Policía y todos comenzaron a correr. En ese contexto asesinaron a Mauricio a balazos y lo trataron como un ladrón.

Caso Casco

El otro familiar de los Godoy es Franco Casco. Los primeros días de octubre Franco llegó desde Buenos Aires de visita a Rosario y se alojó en la casa lindera de los Godoy, donde vivían otros familiares que lo cobijaron. El joven desapareció y la familia comenzó a reconstruir sus últimos pasos hasta llegar a una detención inexplicable en la comisaría 7ª.

El cuerpo del chico apareció un mes después flotando en el Paraná. La causa es investigada por la Justicia Federal por desaparición forzada de persona.

Los fundamentos para que esta causa sea transferida al fuero federal es que la desaparición no fue investigada, el libro de guardia de la Policía fue adulterado y trataron de plantar pruebas para fingir que el muchacho se había fugado. La autopsia descartó que el joven haya muerto ahogado.

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