“Como diría Roland Barthes: la lengua es un territorio de guerra donde se combate y disputa el poder sobre el territorio. Y hay bandos enemigos. Quizás los enemigos de las nuevas generaciones, de los adolescentes, de los chicos que escriben mensajes de texto o a través de las redes sociales, sean las instituciones conservadoras, las academias y hasta el propio sistema escolar”, analizó Roberto Retamoso, doctor en Letras y profesor en la Universidad Nacional de Rosario. Retamoso habló con El Ciudadano de la relación de la lengua con estas nuevas formas de escribir, de expresarse, que tienen las nuevas generaciones. El “escribir raro” se volvió, con la aparición de las nuevas tecnologías en lo cotidiano, una nueva forma de generar identidad entre los adolescentes: una identidad que tiene que pelear con garras y dientes contra el “neocolonialismo” ejercido por las reales academias del idioma, dice.
De Retamoso se sabe que es “un intelectual” muy respetado en el ámbito académico, pero para molestar dice que él es, además, “populista”. Y se larga: “Soy peroncho y canalla”. Mientras desmenuza el lenguaje, cómo se modifica, y su relación con los medios, va y viene interactuando con su enorme biblioteca. Así, un diálogo que pretendió responder a por qué las nuevas generaciones están modificando la lengua escrita a una velocidad inusitada y de manera tan especial, se transformó en una clase y un análisis del lenguaje como institución de poder.
—¿Cómo las redes sociales, e internet en general, influyeron en la forma que escriben ahora los adolescentes y, a su vez, en la comunicación?
—Yo creo que la informática, operativa y estratégicamente, tiende a una escritura muy fragmentaria, elíptica, como si se intentara reducir el lenguaje a sus contenidos mínimos, y, sobre todo, despojarlo de lo que es tan importante y necesario para el lenguaje como son todas sus partículas y formas articulatorias. Bastaría recordarlo a McLuhan: “El medio es el mensaje”. Es decir, ese es el tipo de escritura que proponen y requieren los medios electrónicos, no un problema de intencionalidad ni de voluntad de determinadas personas. La tecnología lleva a hacer ese uso del lenguaje, un uso que es restrictivo, con una especie de utopía: suponer o imaginar que el lenguaje se podría reducir a sus elementos informativos súper esenciales, los elementos nominales. Creo que esa es un poco la explicación teórica del asunto: que la tecnología determina esa forma de escribir.
—Y entonces, ¿cómo actuar frente a esto cuando se generan tantos prejuicios por lo diferente, lo nuevo?
—Hay que ser lo más cuidadoso posible, porque el juicio moral es otro tremendísimo error que se comete. Decir: “Qué horrible, cómo se pervierte la juventud”, “cómo se arruinan”, “cómo se embrutecen”. Yo siempre les recuerdo a mis alumnos que el español, el francés, el italiano, no son más que degeneraciones del latín. El latín era el único idioma que se hablaba en los territorios de esos países, hasta que por un proceso de desmembración del Imperio Romano, en cada zona o territorio se empezó a hablar latín de una manera peculiar, particular. De ahí fueron surgiendo las lenguas romances. Para la gente culta de la época, que no eran tantos, eso debe haber sido un escándalo terrible. ¡Qué manera brutal de hablar que tenían los celtas, los íberos, los itálicos! Pero de ahí salieron las lenguas modernas europeas. Uno debería ver las cosas en una dimensión histórica y no ponerse en la estrechez y la mirada limitada que supone el juicio moral. Porque, aparte, el juicio moral es muy torpe.
— ¿Quiere decir que entonces habría que ser más permisivo a la hora de “corregir”?
—No, no significa que se deba exaltar un mal uso de la ortografía y de la gramática. Pero quizás los teóricos del lenguaje deberían empezar a plantearse seriamente si no están surgiendo las formas de una nueva lengua. Y bueno, ver qué pasa y qué se hace con eso. Josefina Ludmer, una profesora argentina muy talentosa, dice, en uno sus libros que se llama “Aquí América Latina”, que España practica una suerte de neocolonialismo lingüístico, que pretende fijar normas para el uso del español en todo el territorio latinoamericano. Pero además, dice que ese neocolonialismo se sustenta en políticas e instituciones, como, por ejemplo, la proliferación de sedes del Instituto Cervantes en toda América latina, un instituto que está al servicio de la política de normatividad, de homogeneidad del español en todo el territorio latinoamericano. Yo creo, como muy bien decía Roland Barthes, que la lengua es un territorio de guerra donde se combate y disputa el poder sobre el territorio. Y hay bandos no antagónicos, sino enemigos. Quizás los enemigos de las nuevas generaciones, de los adolescentes, de los chicos que escriben mensaje de texto o escriben a través de las redes sociales sean estas instituciones y políticas de España.
—En internet, el terreno en que se juega esta guerra, un terreno que aunque se pretenda controlar es completamente libre, ¿quiénes ganarían? ¿Los adolescentes?
—Sí, pero ese es “uno” de los terrenos donde se libra esa guerra. Y ahí por supuesto ganarían los chicos. Pero otro terreno es la escuela, y ahí pierden absolutamente. Estas cosas no hay que verlas en lo inmediato, sino en la gran perspectiva de la historia. Y la historia siempre es cambio. Ya no existen posturas de pensar que la historia es una especie de evolución hacia un nivel superior respecto a los anteriores. Yo no sé si evolucionamos o involucionamos, lo que sé es que la historia es cambio permanente; y también acumulación de nuevos recursos. Entonces, no me atrevería a hacer un juicio de valor y decir que mejoramos porque tenemos nuevas tecnologías, pero sí vamos acumulando nuevos recursos.
—Tal vez las instituciones conservadoras a las que usted alude deberían estar abiertas a una actualización constante….
—Por supuesto, la escuela tendría que abrirse a estas prácticas, tendría que incorporarlas no sólo para que los chicos se expresen con la libertad de esos lenguajes, sino también como objeto de reflexión y análisis, para ver cómo, por qué, para qué escriben los chicos; qué se puede hacer con estos sistemas de escritura, cómo la escuela los puede procesar e incluso integrar. Y ahí los chicos dejarían de sentirse extraños, porque ellos sienten que la escuela es un mundo absolutamente anacrónico, pasado de moda, donde no hay nada interesante. La escuela se convirtió en una experiencia rutinaria y burocrática. Hay que ir, pero es un “garrón”. La escuela tendría que abrirse y pensar propuestas, estrategias, para que los jóvenes adolescentes empiecen a decir: “¡Qué copada es la escuela, tengo unos profes que no sabés!”.
—¿Podría decirse que es una cuestión adolescente porque son ellos los que nacieron con esto?
—Claro, y aparte porque son ellos los actores, aunque no los únicos, porque hay millones de adultos. Todo usuario de tecnologías informáticas o electrónicas hace esto. Quedan unos pocos anacrónicos que dicen: “Estimado señor Fernández” en un e-mail. ¿Quién escribe un mail con el estilo de la carta? O un mensaje de texto, o un mensaje en Twitter. Y fijate que Twitter no es de los adolescentes, hay políticos y periodistas involucrados. Y el lenguaje de Twitter es irónico, chistoso; Aníbal Fernández pone un Twitter y te bardea, él es un especialista en mensajes de Twitter, ¡los escribe con una chispa! ¡Es un artista! El Twitter es al teléfono o a la computadora lo que el microrrelato, un relato de no más de 15 líneas, es a la novela. Es un género que exige un enorme ejercicio de síntesis, y eso es un arte.
—Volviendo al tema de “escribir raro”, desde las nuevas tecnologías, ¿qué impronta le da a un chico escribir así? ¿Por qué optar por eso?
—Se juegan cuestiones identitarias. Por ejemplo, eso que los chicos llamarían “heavies”, “darks”, son nombres que aluden a ciertos estilos, no solamente de vestirse y mostrarse sino también de generar identidad. Y yo creo que el uso de las tecnologías electrónicas e informáticas es una práctica esencial que hace a la construcción de esa identidad adolescente, y a la identidad misma. Y no sólo usar las tecnologías, sino cómo escribir: el código que rige esa escritura es una práctica que constituye la identidad adolescente.
—Usted habló del “tremendísimo error de caer en el juicio moral”. ¿Podría ser un error pensar que son cuestiones puramente adolescentes?
—¡Por supuesto! Es como dije al principio: “El medio es el mensaje”. Hay que pensarlo desde su visión. No hay ni degeneración ni perversión del lenguaje, lo mismo dijeron del cine, de la televisión, que eran medios y prácticas comunicacionales que iban a degenerar la alta cultura. Y no, son terribles errores conceptuales y también prejuicios ante la novedad de lo tecnológico. Esto no quiere decir que cada uno tiene que escribir lo que se le cante y como se le canta, pero sí hay que poner en cuestión si las reglas de la gramática y ortografía las debemos considerar como reglas universales, absolutas y cuya menor trasgresión fuese una especie de acción mala por parte de quien la realiza.
—¿Cuál es entonces el papel de la ortografía en la lengua escrita si uno, escribiendo mal, puede comprender y hacerse comprender?
—Ahí se juega la cuestión de la concepción culta del lenguaje y de la ortografía, que son concepciones elitistas y de poder. Cuando Gabriel García Márquez salió a decir que había que abolir las reglas de ortografía casi lo matan. Roland Barthes también tiene un texto bellísimo, “La libertad de trazar”, que es una reivindicación para el escritor, de escribir con letras que no se corresponden con las reglas ortográficas. Es lícita y creativa esa libertad y si alguien, por ejemplo, escribe una s en vez de una z, Barthes diría que eso bien podría ser un acto de creatividad, de despojamiento, de liberación de esas imposiciones y coacciones que impone toda normativa. La ley es el mandato de un poder, lo que el poder dispone. Yo creo que si nosotros planteáramos como una reivindicación que el joven por error o ignorancia escribe mal y usa mal la ortografía, no estaríamos llevando adelante una causa noble, porque sería algo así como consagrar la ignorancia y el desconocimiento. Sí creo que todos estos fenómenos, sobre todo a los que somos docentes, escritores, estudiosos del idioma, nos deberían llevar a plantear la necesidad de rediscutir las normas ortográficas y la codificación de una lengua. ¿Quién y cómo la codifica? Deberíamos promover la creación de nuevas instituciones, no la Real Academia de la Lengua, sino academias de la lengua popular donde, y esto puede parecer un disparate o una utopía, la gente pudiera tener ingerencia, posibilidades de manifestación, y que los codificadores de los sistemas ortográficos y demás tuviesen en cuenta las prácticas, las necesidades y los usos que realizan los usuarios. Digamos: democratizar y abrir la cuestión, ver por medio de qué convenciones se fijan los códigos. Históricamente los códigos están fijados por las elites que detentan un poder, y por eso digo que estamos en esa guerra metafórica de adolescentes y redes por un lado, e instituciones conservadoras, academias y el sistema escolar por otro.