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“La infinita distancia” que deambula en la intemperie

En su largometraje debut, la rosarina Florencia Castagnani propone un relato de desamor y pérdida afectiva, donde el protagonista se bifurca para alejarse de toda cotidianeidad.

 

 Por Juan Aguzzi.

A esta altura, la lenta disolución del vínculo amoroso fue y es una temática cara al cine de todas las épocas; las causales solían ser diversas pero la traición, en la forma de infidelidad ocupó un lugar casi central; este esquema se dio, puede decirse sin exagerar, hasta más o menos mediados de los noventa, y aunque, claro, nunca dejará de existir como centro o componente de un guión, si se mira bien, fueron apareciendo otros síntomas entre las parejas que iban calando en la misma dirección, síntomas cuya marca de origen es el cúmulo de hastío que no pocos identificaron como los signos excluyentes de lo denominado postmodernidad; esto es, la ausencia de perspectivas que alimenten una vida sentimental en común, los intereses individuales como pulsión contra un tiempo que parece frágil, que amenaza con romperse borrando las huellas de una posible identidad, tal vez diferente a la que se asume, es decir, necesidades demasiado subjetivas con un peso específico que anula la disposición a una vida compartida.

A grandes rasgos, estas cuestiones fueron convirtiéndose en temática de gran parte del cine nacional de la última década y media y el Bafici porteño fue semillero y gatera de muchos de ellos: el hastío, la contrariedad, la existencia vaciada de sentido, el escape a las relaciones cerradas fueron conformando la respiración de no pocos relatos fílmicos y, como cualquier tendencia, algunos con mejor resultado que otros.

La infinita distancia, el debut en el largometraje de la rosarina Florencia Castagnani podría verse en esa línea con un relato de dos personajes cuya realidad atraviesa una aparente quietud anímica que los va guiando hacia un entorno clausurado por la falta de inventiva; él, Iván, comienza a obsesionarse con lo que parece un balance de su vida y de sus sentimientos y carga con un disimulado nerviosismo interior que, si cabe, lo des-comunica de Marie, su pareja, a la que no le ocurre lo mismo y quien tratará, de todos los modos a su alcance, de restituir algo del orden que alguna vez iluminó esa vida en común.

Para esbozar esta problemática, Castagnani se vale de una narrativa eficaz ya que sus encuadres y planos van determinando buena parte de lo que sucede; puede verse casi un método de puesta en escena –en correlación tal vez con aquello que más arriba se marca como tendencia–, que no admitiría demasiadas modificaciones o interpolaciones; sin embargo, para este relato, signado por una forzosa distancia que irrumpe y atraviesa la relación sentimental de los protagonistas, esa forma se constituye en un paradigma que sobrevuela las instancias de especulación acerca de aquello que llevó las cosas hasta ese exacto lugar en el que posiblemente ya no habrá vuelta atrás.

Los espacios de la ciudad y el campo, a los que Castagnani dispone como instrumentos de especulación sobre cómo afecta cada uno el espíritu de Ivan, y cómo afectan su búsqueda de otro estado que cohesione aquello que presiente desgarrado, se gradúan como dimensiones en pugna. Iván necesita respirar en ese aire sin límites del campo, no viciado por hábitos y abierto a impresiones de libertad aunque su confusión nunca deje de envolverlo. Es, en su imaginería, un lugar para empezar a ser, y Castagnani refuerza este deslizarse en otro ámbito con fidelidad, con planos abiertos, morosos, seducida también por las tentaciones del silencio que cubren toda la superficie del cuadro; así, estas alteraciones con las que Iván va afirmándose en su disidencia con el mundo cotidiano, con Marie, con su trabajo, con la ciudad –aunque por momentos la aparición de su pareja lo distraiga de su insistencia en tocar fondo, en llegar lejos: allí está su viaje a Azul en busca de indicios de la presencia de un hermano, siempre improbable–, tienen la fuerza de una muda desesperación, de una turbulencia interna que Castagnani traduce acertadamente en un interrogante, ¿qué lugar es el de Iván, ahora que decidió bifurcarse en la distancia para que vaya apagándose la dimensión de lo perdido, esto es su vínculo con Marie?

Ese lugar, Castagnani prefiere prefigurarlo en la intemperie, en el ininterrumpido deambular, en la reticencia a la reflexión de las causas del malestar –que tal vez conduzcan al bienestar, ese camino no está clausurado en el film– del protagonista, y que son las señas visibles del relato mismo, el paisaje artístico elegido, el de la espera y la inminencia, el de “la infinita distancia” que la realizadora logró a través de una enfática secuencia de montaje y de una utilización económica de los recursos a mano. Una lógica que confiere a La infinita distancia una coherencia interna poco común en el cine rosarino.

La distancia en el filme de Castagnani tiene su correlato en los discursos narrativos.
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