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“100 años de perdón”, tenso asalto con ribetes políticos

La película narra el robo a un banco donde los ladrones intentan negociar su fuga con el gobierno a cambio de documentación comprometedora.

criticacineSin moverse un solo ápice de una fórmula ya consagrada como es la de “asaltos a bancos”, que la industria norteamericana llevó a picos de excelencia con Tarde de perros (1975, Sidney Lumet), o Punto límite (Kathryn Bigelow, 1991) y Heat(Michael Mann, 1995), por mencionar algunas de las más efectivas en el desarrollo de la temática, la coproducción argentina-española (de Argentina participan Telefé y la productora K y S) 100 años de perdón, dirigida por el español Daniel Calparsoro, cumple con rigor los tópicos de una trama de estas características, agregando condimentos relacionados con sucesos de pura raigambre política que marcaron el rumbo socio económico de España (allí transcurre el relato) en la última década.

La primera secuencia abre –luego de una gran panorámica exterior por una ciudad bañada por una lluvia torrencial– en las instalaciones de un banco valenciano mientras no pocos clientes ven que las hipotecas sobre sus viviendas comenzarán a ejecutarse; al mismo tiempo, y en ese mismo banco, se conforma una lista de despidos que alcanzan hasta la misma directora. Será entonces, en esos momentos de tensión que resultan de la aplicación de los planes de ajuste neoliberales del partido gobernante, cuando una banda de asaltantes irrumpe en la institución para cargarse todo lo de valor que encuentren y  fugarse luego por desagues pluviales que, justamente, pasan por debajo del banco.

Para el espectador argentino, la metodología le resultará familiar puesto que remite al robo perpetrado al Banco Río de Acassuso, ocurrido en 2006, y que tuvo como líder a Luis Mario Vitette Sellanes, más conocido como El Uruguayo, apodo al que también responde el jefe de la banda de 100 años de perdón, interpretado con soltura por Rodrigo de la Serna. También los espectadores rosarinos podrán asociar libremente con otro asalto, el de la sucursal Arroyito del Banco Provincial de Santa Fe, ocurrido en 1995 y al que se conoció como el golpe de los “balseros-boqueteros” por la utilización de estos dos métodos, y que les permitió alzarse a los ladrones con medio millón de pesos de aquel entonces y huir luego por el arroyo Ludueña. Pero en 100 años de perdón hay un corrimiento de las intenciones, como se señala más arriba. En las cajas de seguridad del banco valenciano se oculta documentación secreta que comprometería el presente del gobierno en curso y que, por lo que va develándose, muestra al jefe del grupo con otras intenciones cuando propuso el golpe. Una rivalidad con aristas filosas tiene lugar entre El Uruguayo y uno de los asaltantes, el Gallego, cuando todo comienza a complicarse, desde el vínculo con los rehenes (sobre todo con la directora del banco), pasando por la relación entre ellos –aunque estereotipado, Joaquín Furriel compone un  personaje un poco tonto funcional a la trama–, hasta los inconvenientes de logística producidos por las inclemencias del tiempo y, sobre todo, por el nivel de implicancia de los negociadores de las fuerzas de seguridad y del mismo gobierno en sus niveles jerárquicos más altos. Jugado con ritmo vertiginoso, el relato avanza entre esas negociaciones, la de la clase política jaqueada por la amenaza de que la información confidencial tome estado público y dispuesta a sacrificar la vida de los rehenes si fuera necesario, y la tipificación como antihéroes de los miembros de la banda enfrentados a la corrupción institucional; un ritmo, hay que decirlo, que atenta contra el relato en función de su montaje nervioso y lo abigarrado que resulta el idioma español, en cuyas inflexiones se extravían algunas líneas de diálogo.

La estructura, entonces, no deparará sorpresas en cuanto a la elaboración de otras líneas discursivas, ciñéndose con destreza narrativa al planteo de las posibilidades de fuga de los ladrones y al tembladeral en que se va sumiendo el poder político. Y en ese sentido, el film no oculta su pretensión de puro entretenimiento, pensado para la taquilla y surgido de una técnica inocultablemente industrial.

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