Celina Abud*
Descubridor de más de 30 especies de animales prehistóricos y autor de 62 publicaciones científicas, el paleontólogo Sebastián Apesteguía, uno de los más reconocidos de Argentina, creador del “alfabeto de dinosaurios argentinos”, aseguró que esa ciencia “es especial y tiene su magia, porque trabajamos igual que se trabajaba en el siglo XIX”.
Actual investigador independientes de Conicet y director del Área de Paleontología en la Fundación Azara, Apesteguía se doctoró en Ciencias Naturales por la Universidad de La Plata y tiene en su haber el descubrimiento de más de 30 especies de animales prehistóricos en nuestro país, 62 publicaciones (seis de ellas en la revista Nature).
Entre sus hazañas, la más reciente, el 11 de agosto pasado, fueron la presentación de Jakapil kaniukura, el primer dinosaurio acorazado encontrado en el Hemisferio Sur y el alfabeto de dinosaurios argentinos para difundir en las escuelas.
Pero más allá de sus logros reconocidos, Apesteguía sigue siendo el niño que soñaba con realizar expediciones. Cada una de las respuestas que brindó debe leerse con una risa de fondo, con la alegría y el entusiasmo de quien cumplió su cometido, pero sin dejar de “jugar”.
En esta entrevista repasa su historia, desde cuando dibujaba dinosaurios en el banco de su colegio hasta sus más de 30 especies descubiertas.
Un comienzo enderezando clavos
De chico Apesteguía ya soñaba con ser paleontólogo. ¿Cómo fueron esas fantasías y la transición hacia su realidad? El investigador responde: “Empecé dibujando animales prehistóricos en los bancos del colegio, pero más tarde quise saber sobre ellos y compilé datos, aunque mis conocimientos eran desordenados. Hasta que en sexto grado, mi maestra Noris me propuso dar una clase con ella sobre prehistoria. Me planteó un desafío, nunca había pensado antes en ordenar la información que tenía para transmitirla. Un año más tarde, salió un artículo en la revista Billiken, que me voló la peluca. Decía: «Encuentran dinosaurio vivo en África». El texto corto mencionaba a los investigadores y el origen de la nota: NYT, por The New York Times. Para saber más, fui a la biblioteca Lincoln en CABA, que estaba relacionada con la embajada de Estados Unidos. Les dije que quería buscar un artículo y como no sabía en cuál diario estaba, me dieron todos, una pila gigante en inglés, idioma que yo manejaba muy burdamente.
Después pasamos al microfilm. Estuve un mes hasta encontrar la noticia, que transcribí a mano. Les redacté una carta a los autores, de la Universidad de Chicago, me respondieron y hasta me hice socio de la Sociedad Internacional de Criptozoología, pero duré solo un mes porque tenía 13 años y no contaba con los medios para una cuota en dólares. Seguí con la idea de viajar al Congo cuando pudiera para buscar al «dinosaurio vivo». Dos años después me dije: «¿Qué puedo hacer para prepararme?» Entonces me propuse aprender un idioma nativo. Se lo dije a una profesora mía de secundario, Susana Andrés, quien me consiguió una entrevista con el presidente de la Asociación Argentina de Estudios Africanos. Recuerdo que era un hombre mayor que entonces me dijo: «No creo que haya nadie que hable lingala en Argentina, pero déjeme averiguar, lo llamo en un mes». Pasaron 15 días cuando me contactó para decirme que me había concretado una cita con una monja congoleña que hacía una pasantía en un restaurante de Luján. Fui hasta allá con un papelito en el que anoté una lista de palabras. A la semana, me tradujo todo, aunque confieso que el lingala me resultó imposible.
A mis 16 años me puse de novio y cuando terminamos, dos años y medio después, además de estar triste noté que me quedaba un montón de tiempo libre. Entonces, para mis 18, fui al Museo de Ciencias Naturales, me presenté en paleontología y ahí me atendió el doctor José Bonaparte. Le dije que quería ayudar. Él, grandote, imponente con su delantal blanco, contestó: «Vení dentro de un mes pibe, ahora no tengo tiempo». Aparecí y me dio la primera tarea: trajo una lata de clavos doblados, un martillo y me dijo «enderézalos todos». Después pasé a trabajos más relacionados con la paleontología y ese mismo año, precisamente en el verano de 1989 fui de campaña a Patagonia por primera vez. Pero así empecé, enderezando clavos”.
Poner plata del bolsillo para hacer la campaña
Acerca de cómo fue la experiencia de trabajar con José Bonaparte, el “amo de los dinosaurios”, el integrante del Conicet explica: “Bonaparte siempre te daba la oportunidad, pero era un tipo difícil, porque siempre tenía razón y no pedía disculpas. Era de origen muy humilde y en su Mercedes natal, había trabajado de carpintero. Recuerdo una anécdota en la que él serruchaba con mucha habilidad una madera para hacer una tarima. En un momento se le clavó el serrucho y la hoja, que salió volando, me tocó el dorso de la mano. Empecé a sangrar, no tanto, pero sangraba. Yo, que ya lo conocía, me quedé firme sin parpadear, sosteniendo la madera. El volvió a colocar el serrucho y siguió con lo suyo.
Cuando terminó, me dijo: «¿Así que vos también tenías sangre roja?». De hecho, escribí sobre él en un libro de descarga gratuita”, y sobre cómo cambió la paleontología y sus condiciones desde que empezó hasta hoy, Apezteguía señaló: “La paleontología es una ciencia que cambia poco con los años. Incluso las fotos de campo de colegas de otros países como Estados Unidos son prácticamente idénticas a las nuestras. Eso la hace especial y tiene su magia, porque trabajamos igual que se trabajaba en el siglo XIX. Por supuesto que ahora tenemos mejores vehículos, como una camioneta último modelo propiedad de la Fundación Azara, pero yo empecé con mi auto modelo 58, con eso iba hacia la Patagonia aunque se rompía 10 mil veces.
Al principio poníamos todo de nuestros bolsillos porque si no la expedición no se hacía. En la actualidad, gran parte de los que se reciben en paleontología si no tienen todos los medios garantizados, si no hay un vehículo institucional, si tienen que poner dinero ellos, no hacen la campaña. Y eso cuando yo empecé era impensable. Lo primero era ir. ¿Cómo? Lo veíamos. Si había que poner plata, se ponía, aunque no la tuviéramos. En una de mis primeras campañas fui en ómnibus, era arriesgado y hoy no lo haría, pero había otro espíritu también”.
La dificultad de nombra al último dinosaurio descubierto
Hace poco el investigador presentó un alfabeto de dinosaurios argentinos. Sobre cómo surgió esa idea, dice: “La Argentina, por su gran cantidad de dinosaurios descubiertos, se ha convertido en el único país del mundo con la posibilidad de dar una letra del alfabeto a cada uno de ellos. De esto me di cuenta cuando vi un abecedario hecho en Estados Unidos con especies de todo el mundo, pero ni uno solo de nuestro país. Entonces me puse a reemplazar cada letra con un dinosaurio argentino y vi que teníamos casi todas. Nos faltaba solo la “J” y la “Y”, pero para esta última podíamos poner un ave cretácica y de paso explicar que las aves son también dinosaurios.
olo quedaba una letra. Entonces cuando nos tocó nombrar al último dinosaurio descubierto, discutimos el nombre con mi estudiante Facundo Riguetti y le dije «Facu, lo que quieras, pero tiene que ser con J» «¿Por qué?», me preguntó. Le dije que era la letra que nos faltaba para el alfabeto. «¿Y?», me contestó. Le expliqué con entusiasmo que podíamos distribuir el abecedario en todas las escuelas del país. Fue Facundo quien le puso Jakapil kaniukura, con la condición que yo le puse de que empezara con J. Así quedó su nombre.
*Red Argentina de Periodismo Científico