Por Ricardo Ragendorfer / Télam
El 1º de mayo de 1976 clareó al cumplirse cinco semanas y media del golpe de Estado. Pero la Junta Militar no estaba muy acostumbrada a la celebración de efemérides como la de aquella fecha; especialmente, luego de que un asesor le hiciera saber al presidente, Jorge Rafael Videla, que el Día de los Trabajadores había sido instaurado en 1889 por la Segunda Internacional, tras la ejecución en Chicago de siete militantes anarquistas que reclamaban la jornada laboral de ocho horas.
De modo que, a fines de abril, el triunvirato gobernante hasta contempló la posibilidad de abolir tal feriado. Videla supo volcarse por aquella opción; en cambio, el jerarca de la Armada, Emilio Eduardo Massera, discrepaba, y el cabecilla de la Fuerza Aérea, Orlando Ramón Agosti, se mostraba neutral.
Para destrabar aquel empate fue convocado a la Casa Rosada el ministro de Trabajo, el general Horacio Tomás Liendo, quien propuso una solución salomónica: mantener en pie el cese total de actividades, pero vaciarlo de contenido. Como si fuera –según sus palabras– el “Día del Arquero”.
Claro que, con el propósito de aclarar los tantos ante la opinión pública, el ministro se apuró a poner en funciones –el 28 de abril– al interventor militar de la CGT, coronel Carlos Alberto Pita.
Ese miércoles –fiel a su objetivo de inmovilizar a la clase trabajadora y perseguir al sector sindical combativo para que las reformas estructurales del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, se aplicaran sin ninguna clase de contratiempos– Liendo habló para la posteridad:
–Hemos venido, señores, a restaurar la libertad y la seguridad familiar e individual de empresarios y trabajadores.
Dicho esto, la atención del país quedó solamente circunscripta al clásico del domingo entre San Lorenzo y Huracán, los punteros del Metropolitano.
El represor extravertido
Ese partido era el eje de la tertulia que, ya al filo de la medianoche del viernes, animaba a los pocos parroquianos que aún había en la confitería Anchorena, sobre la avenida Santa Fe al 2700. De hecho, el mozo acababa de cerrar con llave la puerta vidriada. El feriado estaba a minutos de su comienzo, al igual que una historia digna de ser evocada.
Su primer signo fue un golpeteo en esa puerta. Detrás del cristal había dos siluetas que el mozo rápidamente reconoció. Por esa razón, llave en mano, fue presurosamente a franquearles el ingreso.
Se trataba de “Pajarito” y “Tucho”, quienes pertenecían la brigada de la comisaría 19ª, situada a la vuelta, sobre la calle Charcas. Uno era esmirriado y narigón, pero su peligrosidad le brillaba en los ojos; el otro era grandote, tosco y de pocas palabras. Ambos eran asiduos concurrentes a ese establecimiento. Allí, incluso, se sabía sus nombres: Luis Cantos y Carlos Libstron.
El primero era oficial ayudante –e hijo de un comisario–, y su secuaz, sargento. Tampoco era un secreto parte de sus trayectorias: desde octubre de 1974 –cuando en la rectoría de la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue designado el dirigente fascista, Alberto Ottalagano– hasta marzo de 1976, ellos integraron el Servicio Facultades de la Policía Federal (con sede en la 19ª), cuyo trabajo consistía en amedrentar al activismo estudiantil.
Durante aquel lapso, Pajarito solía relatar desde la barra del Anchorena, a viva voz, ciertas anécdotas de su paso por tales claustros.
El golpe de Estado lo hizo más introvertido, pero no del todo.
De manera que existían ciertos indicios de que reportaban a la peligrosa Superintendencia de Seguridad Federal –el brazo político de la fuerza–, pero se ignoraba que eran parte de un Grupo de Tareas subordinado a la Jefatura II de Inteligencia del Ejército. Y nadie aún imaginaba que en aquella seccional funcionaba un Centro Clandestino de carácter transitorio; o sea, para alojar a personas secuestradas que luego terminarían en Campo de Mayo.
El mozo ya empezaba a subir las sillas en las mesas, cuando los recién llegados ordenaron sendas medidas de JB.
–Mañana no abrimos –dijo el adicionista, como para romper el silencio.
–Nosotros laburamos –replicó Tucho, de mala gana.
Pajarito, entonces, quiso saber:
–¿El “Sabalero” anduvo por acá?
Así le decían a Alberto Centeno, un estudiante santafesino de Medicina que vivía en una pensión de la calle Ecuador, a una cuadra y media de allí.
–Sí. Se fue hace un rato a dormir –fue la respuesta.
Pajarito lo miró a Tucho, antes de pedir prestado el teléfono para llamar a la comisaría, mientras liquidaba su whisky de un trago.
La comunicación telefónica, en voz muy baja, fue breve y concisa.Y tras cortar, informó a los presentes:
–El Sabalero anda en la joda. A la madrugada se lo van a llevar. Por eso nosotros no estamos de franco.
El elixir escocés le había soltado la lengua.
Tucho lo codeó para que cierre el pico. Pero Pajarito se había permitido esa confidencia dada la calaña de sus interlocutores; a saber: don Rubén (un prefecto retirado de 64 años), el profesor Pedro Schiller (un docente que solía manifestar su simpatía por el “Proceso”) y el “Negro” Camarotta (el “cafiolo” del barrio, un morocho giboso que explotaba a dos trabajadores del night club de la calle Anchorena), además del mozo y el adicionista, que tributaban a la “taquería” para evitar problemas. Pajarito estaba seguro de que sus palabras no saldrían de allí.
A continuación, los dos policías se fueron sin pagar. Al minuto, Camarotta hizo lo propio, mientras Schiller y don Rubén se ponían sus impermeables. Afuera había empezado a llover.
Horas después, en medio de aquella tormentosa madrugada, el encargado de la pensión despertó sacudido por un alboroto que provenía de la calle Ecuador. Su impresión inicial fue que se trataba de una riña entre varias personas. Pero descartó tal hipótesis al entornar la ventana; entonces vio una imprecisa cantidad de sujetos armados hasta los dientes.
Proferían alaridos incomprensibles y pateaban la puerta. Esa faena era comandada por un sujeto de mediana edad y anteojos espejados. Más atrás se encontraban Pajarito y Tucho.
Un certero culatazo hizo que la cerradura cediera. Uno de los intrusos advirtió la presencia del encargado. Y blandiendo su ametralladora, le sugirió que se esfumara.
La patota sabía cuál era el cuarto de Centeno. Seguidamente, reventaron la puerta en cuestión. Entonces se oyó otro griterío, aunque con el inconfundible matiz del desconcierto: en la cama del hombre buscado solo había almohadas cubiertas con una frazada.
Al encargado lo arrancaron de su habitación a las patadas. Los datos que proporcionó entre, cachetazo y cachetazo, se resumen del siguiente modo: el Sabalero se retiró, de manera súbita, pasada la medianoche, luego de recibir la visita de un hombre de tez oscura y espalda encorvada.
Es posible que, en ese instante, Pajarito haya palidecido. Y que Tucho le haya dedicado una mirada furibunda.
La siguiente escala de la patota fue el night club de la calle Anchorena. Allí las “pupilas” de Camarotta proporcionaron su dirección. El tipo vivía en un departamentito de la calle Agüero, casi en la esquina con Santa Fe. De allí los policías también se fueron con las manos vacías.
Lo cierto es que desde entonces hubo en aquel barrio dos prófugos que jamás fueron atrapados por sus perseguidores.
¿Qué fue de la vida de cada protagonista?
Desde el alba de ese 1º de mayo flota allí un interrogante: ¿qué extraña pulsión habría empujado a un tipo como el Negro Camarotta hacia semejante acto de dignidad? Un enigma que persiste, ya que de él nunca más se supo.
Luis Cantos fue asesinado a fines de 1982 en confusas circunstancias. A Carlos Libstron se lo vio trabajando de acomodador en un cine de la calle Lavalle en 1987. No se sabe si alguna vez fue juzgado por sus crímenes. Ambos figuran en los listados de la Conadep (legajo Nº 6157).
A don Rubén lo fulminó un infarto en 1984. Y al profesor Schiller lo mató una motocicleta dos años después.
La confitería Anchorena bajó definitivamente sus cortinas en 1987.
Alberto Centeno, quien fuera militante de la Juventud Peronista (JP), se exilió en México y, luego, en Suecia. Allí se recibió de médico. Actualmente tiene 65 años y sigue residiendo en Estocolmo.