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2024, ayúdame a mirar

Por: Alejandro Duchini/ Especial para El Ciudadano

La imagen me resultará eterna: un padre y su hija alentando a un club de fútbol que gana poco, pierde más y empata mucho. Independiente no está para campeón, aunque lo deseemos. Desde ahora escribiré en tercera persona del plural porque ese padre y esa hija somos Malena (10 años) y yo. 2024 fue el primer año en el que sacamos plateas para ir a ver todos los partidos del Rojo en Avellaneda. En enero la hice socia. Acorde a los tiempos, hay foto: ella sonríe con el carnet recién impreso. Obviamente, tiene la camiseta con el escudo. Desde ahora tenemos un lugar que es nuestro: son dos asientos numerados en la cancha más linda del mundo, el Libertadores de América – Ricardo Bochini. En lo personal, prefiero decirle Ricardo Bochini, a secas.

Esta historia puede tener cualquier otro nombre y cualquier otro club. Pueden ser un padre o una madre y su hijo o hija rosarinos, hinchas de Newell´s, Central, Tiro Federal o Renato Cesarini. El que quieran. Lo importante acá no es tanto el color sino la vivencia que se teje. Ese momento que se inicia como un fuego sin fin.

Malena empezó a hacerse de Independiente en casa pero lo ratificó yendo a la cancha. Los primeros pasos fueron los videos de YouTube y los relatos de hazañas en blanco y negro. Yo estuve ahí, solía decirle cuando veíamos alguna jugada del Bocha en la Doble visera. Enseguida me surgía la imagen de mi papá y yo en la cancha. No podría hablar de mi infancia ni de mi adolescencia sin recordar que con mi papá íbamos a todos los partidos del Rojo.

Pero mi viejo ya no está, Independiente no es el que era y los años pasaron rapidísimo. Si no hago algo yo, Malena tal vez no sea del Rojo. O a lo mejor ni le interese el fútbol. Así que un día le digo vamos a la cancha. Todavía no es socia y compro entradas. Jugamos contra Vélez. Nos dirige Falcioni. Estamos de mitad para abajo en la tabla. Hace años que andamos así, entonces no me sorprende. Lo único que deseo es que esa tarde, con un Vélez que está peor que nosotros, no perdamos. Que Male recuerde, de su primera vez, un triunfo.

Pero hay un momento crucial, inolvidable. Sucede cuando bajamos del 24, el colectivo que nos deja cerca del Bochini. Cuando empezamos a caminar por Alsina miro sus ojos y veo que no le alcanzan para ver lo que hay. Lo que hay es una marea roja: gente de todas las edades que grita y lleva camisetas y banderas y gorros del Rojo. Hay vendedores de ropa del club, vendedores de sándwiches, vendedores que gritan por bondiolas que se pueden pagar con Mercado Pago, vendedores de llaveros y calcos, la Coca fría, la cerveza fría. Es todo un mundo que Malena ve y siente por primera vez. Me quedo con su mirada, en lo que expresa esa primera vez: sé que nunca lo olvidará. Tampoco olvidará (ni olvidaremos) el momento en que asoma a la platea, que es la alta, la más barata dentro de lo más seguro. Ve la cancha, el césped verde y hermoso que tiene Independiente, y después mira a los cuatro costados y ve que hay una multitud que canta las canciones que yo le fui enseñando. Percibo asombro y  alegría en ella. La alegría y el asombro típicos de la infancia, los del descubrimiento. Y a mí, en ese momento -y siempre, lo entenderé después- lo que más importa es retener esa mirada suya. Ya no me importa si ganamos o perdemos (obviamente quiero ganar, pero lo más importante pasa por otro lado: esa tarde estoy sembrando la semilla).

A los pocos minutos Independiente gana 1 a 0. La tarde, llena de sol, pinta bien. Pero como nos pasa últimamente, el equipo afloja, Vélez se nos viene encima, nos empata y casi nos gana. Una pelota dio en el travesaño y el susto fue tan grande. Las hinchadas (la barra está dividida en tres grupos) empiezan a putear a los jugadores y al técnico. A los dirigentes, que les dan de comer, no los responsabilizan por nada. El asunto está tenso. La gente insulta. Eso es también el fútbol.

La cosa es que llegamos al final, al menos no perdimos y nos vamos a merendar a la avenida Mitre. Male quedó tan manija que volvemos a la cancha un par de veces más y al tiempo sale eso de hacerla socia y sacar nuestras plateas. Así arrancamos el 2024.

Cuando vamos a nuestro primer partido, ya tenemos acordado que el rival no es enemigo. Así que no vale insultar. Si la hinchada putea a alguno nuestro (¡pobre Lazo!) o al equipo rival, nosotros no. Sin que le diga, Male -que no deja de cantar y ya se sabe las canciones mejor que yo- cambia las letras. Cuando de locales perdemos con Racing se entristece pero no insulta. Y así.

El fin de año nos resultó un poco más agradable. Mejoramos en el juego y ganamos algunos partidos. Pero sobre todo gritamos unos cuantos goles, que significan un abrazo fuerte, una conexión que no se puede explicar; o que al menos yo no sé explicar.

Male va a la cancha con gorra y camiseta de Independiente. A veces usa las suyas, casi siempre las mías. Por Independiente es que hasta compartimos ropa. El humor lo define el resultado. Pero hay algo más, algo que no se puede describir: es el momento que se comparte, eso que son los colores del club pero que a la vez va más allá de los colores. Es el camino de ida y de vuelta, la sensación de que va a pasar algo y no sabemos qué es, es el silencio o la alegría del regreso. Tal vez sea, en definitiva, ese paréntesis que dura 90 minutos pero al que se le agregan las horas previas y las  posteriores.

Es estar juntos. En las buenas y en las malas.

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