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24 de marzo, memorias del espanto y marcas en el presente

Por Carlos A. Solero. A casi cuatro décadas, los efectos del golpe militar son todavía claramente perceptibles en la sociedad argentina.

Se cumplen 38 años del fatídico 24 de marzo de 1976, momento en el cual las Fuerzas Armadas se hicieron con el control formal del gobierno del Estado argentino. Esta nueva irrupción de los militares en política dio comienzo a un sistemático proceso de desestructuración social que instaló el Terrorismo de Estado. El golpe del 76 fue cívico-militar, ya que contó con la anuencia de las principales corporaciones empresarias como la Sociedad Rural Argentina y la Unión Industrial, también la jerarquía eclesiástica y algunos partidos políticos que avalaron la llegada de los uniformados al poder.

El llamado Proceso de Reorganización Nacional dio continuidad y profundizó la política represiva contra los luchadores sociales, los militantes gremiales obreros combativos y también contra los activistas estudiantiles y barriales. Esta política había dado comienzo bajo el gobierno del general Juan Domingo Perón y su señora esposa María Estela Martínez. Ejemplo de esto son la multiplicidad de atentados, detenciones y secuestros de militantes sindicales y políticos ya durante esa etapa.

Como afirmó el escritor y periodista Rodolfo Walsh, a partir de marzo del 76 las Tres A fueron claramente las tres fuerzas armadas, y entonces el Plan Martínez de Hoz de devastación de la economía regional y la industria en particular contó con el terror artillado para instaurar el neoliberalismo.

La dictadura perpetró un genocidio dejando un saldo de 30.000 personas detenidas desaparecidas, miles de exiliados. La dictadura militar reafirmó su carácter filicida enviando a la guerra de Malvinas a cientos de jóvenes que perecieron en una lucha desigual contra las fuerzas de la Otán.

¿Excesos del pensamiento?

Uno de los tantos patéticos y nefastos personeros de la dictadura militar sintetizó en estas palabras el ideario del golpe cívico-militar de 1976: “El exceso de pensamiento provoca desviaciones”. Toda una definición acerca del proyecto genocida emprendido entonces con la elaboración de listas negras de intelectuales, músicos, artistas, escritores y en general el imperio de la censura, la quema de libros y el secuestro y desaparición de 30 mil personas.

Pero cabe señalar que este proceso de combate al libre pensamiento había comenzado antes, cuando Raúl Lastiri prohibió la proyección de la película La patagonia rebelde, de Héctor Olivera, basada en la investigación del periodista y escritor Osvaldo Bayer sobre las huelgas patagónicas encabezadas por los obreros anarquistas de la Federación Obrera Regional Argentina (Fora), durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen. Lastiri ordenó también requisar de todas las librerías del país los ejemplares del libro de Bayer y también la biografía de Severino Di Giovanni, el ácrata fusilado por la dictadura de Uriburu en 1931.

Pocos años después, en plena dictadura militar, en la provincia de Córdoba, en el camino a La Calera, el coronel Gorleri llevó a cabo una quema de libros que consideraba nocivos para la población: obras de S. Freud, K. Marx, P.J. Proudhon, M. Bakunin, Paulo Freire, junto a libros de psicología, pedagogía, sociología, economía política y además literatura infantil que incitaban a los niños a la autonomía y la solidaridad.

Los dictadores uniformados y sus colaboracionistas civiles tenían en claro el peligro que reviste para los déspotas el libre pensamiento, por eso minaron el sistema educativo persiguiendo a docentes y estudiantes, censurando bibliografía e imponiendo un vaciamiento cultural cuyos resabios persisten.

Derrota y esperpentos

Según explicaba en uno de sus escritos el socialista libertario gallego Ricardo Mella, la dictadura del número es una de las estrategias del régimen capitalista para que una selecta minoría de arribistas y trepadores puede erigirse en representante de la mayoría sumisa y pasiva.

En efecto, si observamos la realidad social que nos toca vivir, hallamos que está montada una estructura de dominación que a través de diversos mecanismos enunciados como transparentes, en lo concreto no sólo no lo son, sino que encubren siniestras formas de manipulaciones de voluntades individuales y colectivas.

Esto lo expresó con singular talento el joven Ettienne De La Boétie en su memorable Discurso sobre la servidumbre voluntaria. La mayoría laboriosa y productora sostiene a elites parasitarias, que se van estructurando como una pirámide de amplia base y minúscula cúspide.

Las estrategias están armadas, como diría Michel Foucault, por dispositivos que operan como micropoderes que, articulados de modo variables aseguran a los macropoderes la persistencia gracias a la permanente mutación de los discursos persuasivos.

La dominación no siempre se expresa de manera explícita, a los pueblos se les dice en las constituciones que la voluntad de los que están en la cúspide es su genuina expresión. En las sociedades como las que vivimos desde hace siglos, con una cada vez más desigual distribución de recursos materiales y simbólicos, no es posible que la participación de las multitudes se expresen libremente. La ficción de la democracia es sólo eso, una ficción.

La región argentina padece desde hace por lo menos cuatro décadas una derrota cultura de los que aspiramos a una transformación en sentido progresivo de una magnitud colosal.

El terrorismo de Estado hizo una tarea de disciplinamiento social que permitió sobre el páramo poner primero a la defensiva y luego en retirada a una masa que logró poner en jaque al sistema.

Nada podía ser igual luego de ese proceso regresivo a escala mayúscula, y de hecho nada fue ni es igual.

Si reflexionamos sobre los debates de los años sesenta y setenta del siglo XX y los comparamos con el presente podremos aproximarnos a dimensionar lo antedicho.

Las acciones colectivas y solidarias que articulaban sujetos sociales como el proletariado y los sectores estudiantiles, contrastan notablemente con el individualismo egotista instalado por el neoliberalismo en las décadas del 80 y el 90.

El grado de devastación y desarticulación social permite comprender en alguna medida la emergencia de los esperpentos políticos que pululan en diversos ámbitos: laborales, sindicales, gremiales, políticos, educativos, etc.

¿La era del vacío como proclamó Gilles Lipovetsky? ¿La sociedad del espectáculo como afirmó Guy Debord?

Como dice Bertolt Brecht en su poema Preguntas de un obrero que piensa: “A tantas preguntas otras tantas respuestas”.

¿Y?

A casi cuatro décadas los efectos del golpe militar son claramente perceptibles en la sociedad argentina: la desestructuración social, los altos niveles de violencia y control estatal, las desigualdades que persisten y la ampliación de la brecha entre los que más y los que casi nada tienen son los residuos de un período nefasto que no debemos olvidar. Resistir y luchar es el camino de la emancipación.

Es preciso reivindicar el pensamiento crítico y procurar la educación como una cotidiana práctica de libertad, herramienta fundamental de los pueblos para su emancipación integral en todo tiempo y lugar.

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