Lidia Smolsky tiene apellido y garra polacos. Dice que no sólo heredó de su padre y abuelos el carácter fuerte, sino también el empuje para pelear la vida misma. Y vaya que lo tuvo que hacer: su marido, Hugo Prada, fue asaltado y asesinado a bordo del taxi que manejaba. Ocurrió el 18 de julio de 2008, en 24 de Septiembre y bulevar Oroño. Lidia no tuvo tiempo de llorar la pérdida del padre de sus hijos. De inmediato se hizo cargo de la familia, se subió a ese mismo taxi y junto a la espera de justicia, lleva seis años al volante. Pero eso no es todo, su hijo Alexis, también tomó el oficio del padre y lleva tres años como taxista. Una decisión que a Lidia le ha quitado el sueño más de una vez. “Ya me mataron a mi marido, no quiero perder a mi hijo también”, expresa con temor, que también siente para ella misma: “Me van a matar en el taxi”, dice.
Lidia y Hugo se conocieron por medio de un amigo en común. Eran muy jóvenes, ella tenía 15 años y Hugo 19. “Y nunca más nos separamos, estuvimos 25 años juntos, cinco de novios y dos años después de casarnos tuvimos a nuestros hijos”, cuenta sin advertir el brillo de la mirada que se escapaba de un rostro cansado.
Cuando lo conoció, Hugo ya trabajaba sobre un taxi, que le había regalado su padre cundo terminó el servicio militar. “Mi suegro siempre dijo que manejar un taxi era un gran negocio, que se tenía que ganar la vida de esa manera. Y Hugo era joven, no le gustaba estudiar y le encantaba estar en la calle, así que aceptó y nunca más se bajó de ese auto”, recordó Lidia.
Pero no sólo se podía vivir del amor, y a veces la recaudación del coche no era suficiente. Por eso, durante 20 años Lidia trabajó en un almacén, hasta que sus hijos terminaron el secundario y ella buscó incentivarlos con una carrera universitaria desde su propio ejemplo: “Me anoté en Bellas Artes” cuenta. La carrera terminó atrapándola a tal punto que la terminó de cursar y ahora, desde la muerte de Hugo, espera su tesis como paso final al título tan esperado. “Con Hugo trabajábamos a la par, él me ayudaba a pagar mis estudios y nos organizábamos a la perfección con la casa y los chicos”, recuerda.
“Teníamos miedo”
Las cosas no iban mal, pero algo las iba cambiando rápidamente. Comenzaban a suceder, y en espiral, hechos de violencia, y los robos, que siempre habían ocurrido, tomaban giros más agresivos, ya no era sólo hacerse de la billetera de una víctima. “Ahora es mucho más peligroso, todos andan armados y sin siquiera resistirte te pegan un tiro o te clavan un cuchillo y te morís en el instante”, decían pocas semanas atrás taxistas que se habían concentrado frente a la Gobernación, cuando otro colega, Sergio Quinteros, murió asesinado.
Lidia y Hugo ya lo venían viendo: “Mi marido salía a cualquier hora, pero los últimos años tenía miedo. Él era muy cuidadoso, y justo poco tiempo antes habían asesinado a un compañero. Le pedí que por favor dejara el taxi, que la íbamos a pelear y trabajar de otra cosa. Pero no lo hizo”, lamentó.
Ante la muerte de Hugo, Lidia no sintió más que impotencia y bronca, mucha bronca. “Me volví agresiva, intolerante Salí a golpear puertas para pedir justicia y hasta me peleaba con Servicios Públicos porque me exigían muchos papeles para no quitarme la chapa, además de algunas deudas que teníamos, porque con el taxi vivíamos al día. En verdad, hace seis años que vivo enloquecida, y sé que me van a matar en el taxi”, vuelve a decir.
Lidia lamenta que sus hijos no hayan aceptado la ayuda psicológica que se les ofreció en su momento y aun hoy, Alexis, de 27 años, pasó a estar al frente del auto que manejó su padre. “Mi hijo estaba haciendo la carrera de analista de sistemas y cuando perdió al papá dejó todo. Se puso a trabajar en el taxi, por consejo de mi suegro, que toda su vida había sido ferroviario y comerciante.
Ese día
La pareja contaba con otro “autito”, que sufrió los embates del mal tiempo y la ayuda comunitaria. Lo manejaba Lidia cuando creó una ONG en Nuevo Alberdi Oeste, donde ayudaba a los vecinos más pobres con ropa, alimentos y donaciones. Hugo no quería que manejara un taxi, pero la economía de los Prada no dejaba opción, por eso estaban en plan de arreglos mecánicos para poder llevar el “autito” a la calle. “Ese día estábamos viendo precios de unas luces y en ese momento yo lo había llamado, pero al no poder hablar con él le envié un mensaje de texto. Estoy segura de que se detuvo para verlo, porque al mismo tiempo estábamos cuidando a su tía, una mujer de 86 años que tenía Alzheimer y estaba muy mal”, analizó. Fue así que, según supone Lidia, los ladrones vieron a Hugo Prada en un segundo de distracción y aprovecharon para intentar asaltarlo.
Hugo contaba entonces con información sobre no resistirse, ya que Lidia también se había especializado en la ayuda social de chicos con adicciones. Durante tres meses se capacitó en el taller Vínculos, información que luego compartía con sus hijos y con su marido.
“Él nunca se resistió a un robo, sabía que si lo hacía los pibes se volvían locos. Y Hugo era re-tranquilo, nunca había chocado; y es más, a quien le gritaba no le daba bolilla, no le gustaba pelear, y el taxi era su pasión. Pero al final, tanta información no nos sirvió, a Hugo me lo mataron igual”.
Caso no cerrado
Desde el 18 de julio de 2008 a la fecha el caso de Hugo Prada sigue sin resolverse. Poco después de la muerte hubo cuatro detenidos, entre ellos el supuesto homicida. “Pero nunca encontraron el arma, así que al poco tiempo quedaron todos en libertad. Encontraron la moto y las vainas, no la pistola con la que habían disparado a mi marido. ¿Pero eso no es prueba para apresarlos?”, se pregunta.
Asesina no, salvadora sí
Al volante, Lidia Smolsky tiene miedo por la inseguridad que se apoderó de las calles. “Estás manejando y ves cómo a una persona le sacan la cartera en plena calle. La otra vez unos pibitos de 12 años le apuntaron con un arma a un chico, lo tiraron al piso y le robaron la moto. Yo me quedé pasmada viendo la situación, y después pensé que bien podría haberles tirado el auto encima y matarlos, pero no pude, porque no soy una asesina, así que lo único que pude hacer es ayudar al chico que quedó tirado y llevarlo hasta la comisaría para que hiciera la denuncia. Eso lo hice un montón de veces, aunque muchos no han querido denunciar nada, saben que no recuperarán un centavo de lo que perdieron”, dijo con resignación ajena y propia.
La rotura de ventanillas a sólo centímetros de su auto y el encierro de motos para robar es una constante para Lidia y sus colegas; lo peor, dice, son las zonas del complejo de cines Village, Gutemberg y Pellegrini o Rondeau y Gurruchaga. “Cada vez que paso miro para todos lados, ahí no hay horarios, a plena luz del día te puede pasar cualquier cosa”, advierte.
“Vengo cargando con la muerte de mi marido, con la impotencia, con los líos en el tránsito y todo este temor, es imposible trabajar tranquila. Ahora lo único que quiero es que los jueces que tienen la causa de Hugo tengan misericordia y que hagan algo por resolverlo. Somos obreros, somos un servicio público pero cuando nos matan no somos nada”, se queja Lidia.
De hecho, pocas semanas atrás, un domingo a las 10 de la mañana, subió a su taxi una mujer que precisamente en ese momento estaba sufriendo un ataque cardíaco. “La llevé volando al Italiano”, cuenta. Pero no era cualquier domingo: “En una esquina un compañero me dijo: «Bajala ya del auto que estamos de paro. Si te cruza alguno te va a romper el auto». Yo no sabía que habían herido a un compañero, por la radio no escuchaba nada ni la del auto ni la de la empresa, pero no pude dejarla en la calle, la dejé en el hospital y después me uní a la medida de fuerza. Mientras tanto en las radios te seguían saliendo viajes”.