Inés Córdoba (*)
“Todos iniciamos nuestra andadura como un saco de huesos perdido en algún lugar del desierto, un esqueleto desmontado, oculto bajo la arena. Nuestra misión es recuperar las distintas piezas. Un proceso muy minucioso que conviene llevar a cabo cuando las sombras son apropiadas, pues hay que buscar mucho”. Mujeres que corren con los lobos. Clarissa Pinkola Estés
Escribir en el marco del Día por la Memoria, la Verdad y la Justicia, este 24 de marzo, moviliza en mí un conjunto de sensaciones encontradas, recupera emociones y activa esos recuerdos de tristeza, regocijos y alegrías, también. A medida que recuerdo, evoco y escribo, siento que se va calmando ese dolor que me acompañó durante tantos años.
Recuperar la historia de mi vida transcurrida en esta ciudad, interrumpida por los largos años de exilio interno, significa no solo ponerle palabras a los sentimientos de dolor inmenso, sino también, entender que ya forma parte de la memoria colectiva que cada 24 de Marzo se profundiza para reconstruir la historia de este país.
Rosario
En el año 1971 llego a esta ciudad desde un pueblo del interior, para estudiar Antropología en la Facultad de Filosofía y Letras. Tenía 18 años y era la primera vez que visitaba una ciudad de estas magnitudes y características, desconocía el transporte urbano y fue toda una experiencia compartir una pensión universitaria con mujeres jóvenes de diferentes ciudades y de otras provincias y que a su vez estudiaban otras carreras.
Sentados en butacas o en el piso de las aulas, presenciábamos las clases donde por momentos irrumpían compañeros, generalmente varones, militantes de agrupaciones políticas para informarnos a los ingresantes de las reivindicaciones estudiantiles por las que venían luchando.
Era un contexto sociopolítico difícil para estudiar y reclamar derechos.
Recuerdo momentos de cursado o exámenes donde los militares con armas y perros nos controlaban y amedrentaban en la propia institución universitaria.
Pero a su vez existían lugares y espacios constituidos para dar pelea desde lo colectivo, como el comedor universitario que recibía a todos los estudiantes de todas las facultades. Mi memoria evoca esas colas interminables para comprar el bono estudiantil y retirar la bandeja del almuerzo o la cena. Otro espacio de lucha colectiva lo formaban las asambleas estudiantiles, donde se discutía y se debatía entre compañeros. Muchas veces éramos reprimidos con gases lacrimógenos por la Policía, que buscaba desactivarnos, acallarnos y generar el terror entre nosotros.
La vida universitaria despertó en mí una conciencia social y política, no sólo por facilitar el acceso a determinada información sino también por la participación activa de una juventud que se debatía en revueltas sociales, obreras y estudiantiles mientras transitábamos gobiernos militares. El debate político en las asambleas estudiantiles y la circulación de información sobre el protagonismo de estudiantes junto a sindicatos obreros en hechos como el Cordobazo en 1969, los Rosariazos en ese mismo año; la masacre de Trelew en 1972, la caída de Salvador Allende en setiembre de 1973, avivaba el compromiso y la participación que como jóvenes estudiantes íbamos desarrollando en esos años, mientras construíamos una lectura política como militantes estudiantiles.
La proscripción del peronismo en los procesos electorales y el exilio de Perón en España despertaron en nosotros el interés para recibirlo en su retorno a la Argentina. Miles de jóvenes universitarios y secundarios nos encontramos en un tren que nos llevaría a Retiro el 20 de junio de 1973. Esta vivencia constituye un punto de inflexión en mi militancia: haber asistido a una de las mayores demostraciones de amor del pueblo peronista a su líder y ver a los representantes de la derecha peronista armados tirando sobre estudiantes y el pueblo que esperaba.
En ese mismo año me casé con el padre de mis hijos y nos mudamos al barrio San Francisquito. Por ese entonces militábamos en la vecinal del Barrio Acindar, donde funcionaba un centro de alfabetización para adultos y se organizaban campeonatos de futbol para niños del barrio.
En los dos años siguientes nacen mis dos hijas.
2 de agosto de 1976
A partir del 24 de marzo de 1976, la situación en la ciudad se iba agravando, había tiroteos diariamente. Para los comunicados del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en Rosario eran “tiroteos con extremistas”, aunque en realidad sabemos que eran pelotones de fusilamiento y secuestro de compañeros que aún hoy, permanecen desaparecidos.
Durante el mes de julio de ese mismo año, perdimos contacto con compañeros de militancia. El aire se enrarecía. Crecía el miedo entre nosotros. Sentíamos de cerca la persecución.
El anochecer del lunes 2 de agosto de 1976 lloviznaba y hacía frío. Tomando algunas pertenencias, las más básicas y necesarias, mi esposo, nuestras hijas y yo abandonamos la vivienda del barrio San Francisquito con la presunción que algo podía ocurrir allí, de que estábamos en peligro. Teníamos que resguardarnos del horror.
Mi esposo y yo, de 29 y 22 años respectivamente, y nuestras dos hijas de 1 y 2 años, con la sensación de desnudez y despojo, huyendo para protegernos. Pero dentro del propio país.
En la mesa del comedor veo, mientras cierro la puerta, el triciclo nuevo que recibimos ese mismo día como de regalo del Día del Niño para nuestras hijas. Lo habían enviado mis cuñadas desde Buenos Aires. Ahí quedaba como todos sus juguetes y todas nuestras cosas: muebles, ropa y objetos de valor para nosotros, ya que salimos con los documentos personales, alguna muda de ropa y pañales. Quizás imaginando volver pronto. Y que esta situación sería momentánea, solo una noche, por precaución.
Tomamos un taxi, y en el trayecto escuchábamos tiroteos. Llegamos a la casa de unos amigos pero no pudimos quedarnos allí porque ellos también estaban siendo vigilados. Así fue que nos contactan con otros amigos a quienes conocíamos y nos alojan esa noche, donde ninguno de nosotros logró dormirse.
El martes 3 de agosto de 1976 al amanecer, mi esposo decide ir a ver nuestra casa y constata lo que presumíamos, la habían allanado, nos habían ido a buscar y nos buscarían hasta encontrarnos. Ya no sería una sola noche fuera de nuestra casa. Se avizoraba un tiempo diferente, una errancia por el propio país, en busca de refugio. Hablamos con algunos familiares y portando lo poco que habíamos llevado, nos subimos a un tren a las 9 de mañana que nos alejó de Rosario. Recuerdo que estábamos sentados los cuatro, con mi esposo mirábamos para todos lados en silencio, un silencio profundo y angustiante que sólo era interrumpido cuando nuestra hija menor pedía recorrer el vagón y saludar a los demás pasajeros.
Fuimos recibidos por compañeros y familiares, nos dieron ropa, pañales para las nenas y algo de comer. A las pocas horas partimos hacia otro lugar, mi esposo y yo. Las nenas quedaron al cuidado de sus abuelos como medida de resguardo.
Nos separamos de nuestras hijas, con dolor y temor. ¿Dónde nos buscarían? La angustia, el terror, la incertidumbre que nos acompañó por largo tiempo.
Mi abuela, quien me acompañó en los dos partos y nos cuidó, a los 3 días de ocurrido el allanamiento se tomó el tren desde su pueblo, viajando 6 horas para buscar la ropa de mis hijas. Dicen que al llegar a nuestra casa le dijo a los vecinos: “Vengo a buscar ropa de las nenas”, eran sus primeras bisnietas y se fue con algo de ropa. Nunca me dijo nada de ese momento vivido.
Transcurriendo el exilio interno
A los cuatro meses de ese fatídico 2 de agosto, por solicitud de un familiar, mi esposo consigue trabajo en una cooperativa de crédito. Tanto el directorio como el resto de los empleados que allí trabajaban, nos recibieron y alojaron conociendo el riesgo de vida por el que atravesábamos. Acompañaron con gestos de solidaridad y apoyo en el intento de reinstalarnos, facilitando dinero para la compra de muebles y ropa. Estos gestos concretos fueron muy importante para nosotros, significaban una puerta que se abría para volver a comenzar.
Sin embargo, no fue suficiente.
Vivíamos sosteniendo una vigilancia nocturna diaria. La sensación constante de que nos vendrían a buscar se transformó en un temor incorporado, que durante mucho, muchísimo tiempo nos acompañó, sumado a que el lugar de trabajo simbolizaba un riesgo inminente para nuestras vidas.
La salud de mi esposo comenzó a declinar, hubo un no soportar el destierro. El deterioro de su salud fue profundizándose, al punto de precipitar la renuncia al empleo, algo que fue acordado con sus empleadores.
Con esto se cerraba la posibilidad de recuperarnos de la tragedia; yo comenzaba el embarazo de mi tercer hijo y apremiaba la búsqueda de otro trabajo.
Las mudanzas de viviendas, el deambular por diferentes lugares de residencia, se convirtieron en una constante. Durante mucho tiempo viví sin poder encontrar alternativas posibles, ya sea para el tratamiento de la salud de mi esposo, como así tampoco para conseguir una ocupación.
El destierro y desarraigo, el merodeo y ese deambular constante devastaron mi fortaleza, indispensable y necesaria para compartir el amor que llevamos en el ropaje femenino cuando maternamos.
Sobrellevar limitaciones en los momentos de cuidar a mis hijxs, participar en sus juegos, acompañar la escolaridad, los espacios de sociabilización, cumpleaños, viajes de estudios, celebraciones, sus adolescencias. Momentos únicos de mi vida que fueron robados: dolerán por siempre.
Mi cansancio llegó a un límite difícil de expresar.
Intento otra salida: la búsqueda de trabajo para mí, ya que apremiaba un movimiento en ese sentido que pudiera aliviarnos en parte.
Me traslado a la ciudad de Santa Fe, sin mi familia, y con ayuda de mis padres comienzo a trabajar en un emprendimiento familiar. Pero la mejora económica resultaba insuficiente para nuestro ahogo y agobio familiar, las condiciones de vida y los recursos materiales eran efímeros, breves e inestables.
Volver al seno familiar después de tantos años fue un retorno complejo y difícil para mí. El exilio que desde agosto de 1976 habíamos vivenciado, había cambiado y deteriorado los vínculos familiares. Era una pesada carga, que yo llevaba en mi espalda, en mis huesos, en todo mi cuerpo. Otro intento más de poder apostar a un proyecto vital que aloje y conduzca a una salida ante tanta angustia, tristeza, incertidumbre, desasosiego, agotamiento, con esa sensación de estar siempre en ese mismo lugar. Muchos años de eterna pesadilla sin vislumbrar otros posibles lugares de contención.
Qué lejos estaba todo: lo propio, mi familia, mis amistades, esos vínculos que me permitieran reencontrarme conmigo misma.
Y las preguntas que acompañaban esos días: ¿Qué otro hacer faltaba que acompañase estrategias de sobrevivencia tantas veces probadas y puestas a rodar? ¿Qué otro hacer me permitiría romper con el aturdimiento de la vida cotidiana de tantos años y encontrarme con mi creatividad, energía interior, con mi alma?
El sentimiento de que ameritaba recoger y barajar de nuevo aquellos proyectos, sueños truncados, silenciados, escondidos, clandestinos como la vida misma hasta ese momento. Y aunque me resultaba sumamente difícil inmiscuirme allí, en lo más profundo sentía que debía intentarlo como tantas veces lo había hecho.
Es así como comienzo a pensar en volver a estudiar y comparto mi inquietud con mi madre, quien me animó y ayudó para este proyecto.
Me inscribí en la Escuela de Servicio Social de la ciudad de Santa Fe. Me invadía la incertidumbre de si podría asimilar nuevos conocimientos teóricos, ya que hacía 24 años que había dejado la facultad. Y a su vez, teniendo en cuenta no sólo el tiempo cronológico, sino ese otro tiempo, el de la vivencia, que dejó en mí el cansancio, las dificultades económicas, familiares y un gran agotamiento psíquico.
La apertura de la democracia en1983, el regreso de un gobierno elegido por voto popular, el Juicio a las Juntas, y la lucha de organismos de derechos humanos, de MADRES, ABUELAS , HIJOS, denunciando las atrocidades de la dictadura, era la única información que recibíamos en casa.
La Memoria colectiva se difundía en diarios, televisión, revistas y yo de a poco me fui acercando a ella. Cada vez que lo intentaba me resultaba lejana, distante, sentía mucha angustia y dolor.
En los pasillos de la Escuela de Servicio Social donde estudiaba estaban las fotos de los desaparecidos durante la dictadura cívico militar, de alumnxs y docentes pertenecientes a la escuela. Historias de vida muy fuertes que me conectaban con mi historia pasada y silenciada. Yo pretendía poner un manto de olvido porque me invadía la angustia que estrujaba el alma. El exilio, el destierro, hábilmente habían moldeado en nosotros una subjetividad negativa.
Silenciar, no hablar de aquella historia y no compartirla; endurecía y reafirmaba nuestra individualidad, a contracara de la Memoria colectiva.
Quizá me hubiese llevado el resto de mi vida despuntar esa historia o no.
Este nuevo proyecto de estudio, el cursado, ¿vendría a cubrir o tapar aquello traumático y nefasto? ¿O a transformarlo? La respuesta a este interrogante, en ese momento no la hubiese encontrado.
El tiempo transcurrido en clases participando de grupos áulicos, de preparación de parciales, de finales, fue habilitando la manifestación de aquellos lugares silenciados, guardados por mí, inhabitados o cerrados. El lazo social cimentado en grupo de estudiantes fue vertebral para pensarme nuevamente como mujer activa y vital, buscando e intentando nuevos proyectos .Así fue, que al finalizar mis estudios viajé a Rosario en búsqueda de trabajo. Este camino no fue sin ansiedad, con la tristeza que siempre me acompañó, pero pidiendo ayuda a quienes me merecían plena confianza. Se movilizaba un capital simbólico atesorado y deseado durante tantos años, no sin nostalgias de la vida universitaria de 1970.
Ganarle al exilio y al silencio: mi retorno a Rosario
Me contacto con compañeras de militancia de los 70, que desde la apertura de la democracia venían trabajando. Llego en 2004 a Indeso Mujer, ONG que, militando el feminismo, trabajaba temáticas como la Campaña por el derecho al Aborto, violencia de género, y proyectos de ampliación de derechos de las Mujeres con otras ONG; temas desconocidos para mí.
En este espacio me nutrí y aprendí. Fue como tener a mano un espejo que reflejaba lo vivido por mí como mujer hasta ese momento.
A partir de formar parte de este espacio, me contacto con ex compañeros de militancia que me ofrecen un espacio de trabajo en la Municipalidad de Rosario.
Esta instancia fue una bisagra en mi vida para siempre; porque significó el comienzo de “otra vida” que me costó asimilar, después de tantos años de oscuridad, de privaciones. También alojaron a mi familia, sabían y comprendían perfectamente nuestra historia familiar, porque también ellos fueron víctimas del terrorismo de Estado; habían transcurrido 30 años de no vernos y apostaron
conmigo a la importancia de un espacio laboral para mí y toda mi familia. Quedó registrado en mi Memoria para siempre la solidaridad impulsada como en aquellos años de militancia en la década del setenta.
Acceder a un trabajo genuino, tener derecho a vacaciones pagas, obra social, aportes jubilatorios, posibilitó también el acceso a pagar el alquiler de una vivienda, a estudiar y seguir ampliando conocimientos para volcar en ese espacio de trabajo.
Lo hice con alegría, placer e inmensa gratitud.
Después de un tiempo, comienzo a trabajar en la Secretaría de Salud de la Municipalidad, en un centro de atención primaria que posibilita nuevos aprendizajes y formación. Pero, mi título terciario no alcanzaba para incluirme junto a mis colegas en el colectivo de Trabajo Social como profesionales de la Salud. Así fue como me inscribo en el Ciclo de Licenciatura de la Universidad del Litoral, y logro el título de Licenciada en trabajo social en 2017.
Memoria, Verdad y Justicia
En diciembre de 2020 pude testimoniar ante el Tribunal Federal que juzga y condena a genocidas en la causa Klotzman.
Este testimonio me permitió por primera vez ante un tribunal de Justicia poner en palabras el allanamiento a nuestra casa el 2 de agosto de 1976, al día siguiente del secuestro y desaparición del compañero que nombra la causa.
El silencio se rompió definitivamente en mí, el silencio de un exilio interno de 28 años con un costo altísimo de sufrimiento en mi familia. Ese silencio fue sepultado definitivamente a 45 años del golpe genocida.
Este hecho me permite hoy poder escribir estas palabras. Palabras que celebran la Memoria Colectiva, pero no sin verdad y justicia.
La Memoria Colectiva que me acompañó en el reencuentro con mi esencialidad:
Esa Memoria que encontré en mis compañerxs de militancia que con su solidaridad, me brindaron alojamiento tanto de vivienda como de trabajo cuando llegué a Rosario en 2004.
Esa Memoria que encontré y la celebro hoy en mis compañeras feministas que me alojaron solidariamente compartiendo ideales, principios y valores que completaron mi esencialidad de mujer cuando más lo necesitaba y lo hice extensivo a mis hijxs y hoy forma parte del legado a mis nietas.
Esa Memoria que encontré y la celebro en los espacios de trabajo en Salud Pública durante los años que estuve trabajando en un Centro de Salud donde pude confrontar mis saberes de experiencias vitales que acabo de compartir, y el sufrimiento se transformó en sabiduría para trabajar, a la hora de escuchar relatos de mujeres madres con historias semejantes a la mía donde la desigualdad y la pobreza, la falta de oportunidades, te proscriben el acceso a derechos básicos tal como yo lo experimenté durante muchos años.
Esa Memoria que celebro cada día, en mi lugar de trabajo con otrxs compañerxs activando diariamente el acceso a la Salud.
Esa Memoria que me acompaña para hacer una salvedad en cuanto a diferenciar exilio, destierro de pobreza o exclusión.
Esa Memoria que sigue viva entre nosotrxs.
(*) Licenciada en trabajo social. Nota: Agradezco a mi colega y compañera Vicky Cano, que me acompaña siempre desde su saber literario y su solidaridad.