Pasaron 402 días desde que la pandemia de Covid-19 entró por Ezeiza a la Argentina. Hace meses que ya ocupa todo su territorio y los sucesivos récords diarios de contagios informados por el Ministerio de Salud de la Nación confirman que, esta vez sí, el país entró en la segunda ola.
Según cuánta información se consuma por día, cuántas horas delante de un canal de noticias, o de un diario, o de la radio, puede saberse cuántas miles de personas se sumaron a las filas de los casos positivos, cuántas se murieron, cuánto mide la fila para hacerse un hisopado, cuánto mutó una variante del virus ya no en Sudáfrica o el Reino Unido sino en Brasil -acá nomás-, cuánto cobran los trabajadores de la salud que le dan pelea a la pandemia, cuántos días pasaron sin contacto con la escuela algunas chicas y chicos, cuánto espacio quedan en las salas de terapia intensiva, cuáles son las restricciones que deben cumplirse, cuántas vacunas pudieron conseguirse en un mundo en el que el 10% de los países concentran el 90% de las dosis, cuántas se aplicaron y cuántos turnos se suspendieron por un partido de fútbol, cuánto aumentó la inflación, cuánto la pobreza, cuánto el desempleo y qué bar o restorán cerró porque ya no pudo mantenerse.
Con toda o una parte de esa información como telón de fondo desde hace más de un año, el cuerpo y la psiquis a veces imponen una ecuación. Ante algunas señales que en la vida pre-Covid-19 y sobre todo en pleno otoño podían implicar alergia, un resfrío fuerte, un poco de gripe y la necesidad de algunos días de descanso, ahora hay que hacer el cálculo de a quiénes vimos en las 48 o 72 horas previas, con quiénes estuvimos sin barbijo por más de 15 minutos, a quiénes avisarles aunque todavía no se tenga un diagnóstico.
Aparte del repaso del pasado inmediato, hay que hacer cuentas para adelante. Cada vez más infectólogos y servicios de salud recomiendan esperar 72 horas desde los primeros síntomas para hisoparse, siempre que esos síntomas sean leves y no comprometan la respiración, para evitar falsos negativos.
“Hacemos apenitas lo que podemos, casi en un estado de supervivencia. Tomamos decisiones y experimentamos de forma cotidiana vivencias sobre las cuales no tenemos ningún tipo de certeza. No hay satisfacción en el presente, surgen dudas ante toda decisión que podamos tomar y para adelante hay incertidumbre”, describe Gustavo González, doctor en Psicología y titular del Observatorio de Psicología Social Aplicada (OPSA) de la UBA.
Según un relevamiento que hizo esa entidad en marzo de este año, cuando se había cumplido un año de la llegada del Covid-19 al país, las palabras más usadas por alrededor de 3.000 personas para definir su 2020 fueron “incertidumbre”, “tristeza”, “angustia”, “miedo”, “soledad”, “desastre” y “pérdida”.
Ese mismo estudio refleja que el impacto más negativo en los últimos meses se ha sufrido en lo económico, en el trabajo y, en tercer lugar, en la salud mental. Una de cada dos personas sostuvieron que “incertidumbre” era la emoción más presente en marzo de este año, y le siguieron “cansancio”, “reflexión” y “agotamiento”.
“El estado en el que nos encuentra esta segunda ola es de mucho agotamiento emocional y cognitivo, y de incertidumbre frente al futuro vinculado al trabajo, los ingresos, la salud, la posibilidad de contagiarse, de morir o de vacunarse”, describe González, y suma: “Hay mucha gente que está entre dos males: exponerse al contagio o no salir a trabajar. Tener que decidir todo el tiempo en esa ecuación genera agotamiento emocional y confusión respecto de cuál es el mal menor”.
“Hay mucho malestar psicológico porque no sabemos hasta cuándo va a seguir todo esto, y hay mucha gente que vio su economía personal destruida. A la vez, hay gente que tuvo casos severos de Covid-19 que le dejaron una marca, gente que perdió a sus seres más queridos, y esto parece que no termina. Cuando no hay horizonte de certidumbre el sistema psicoemocional estalla. Cada vez hay más angustia, más ansiedad, más depresión”, explica González.
“En este momento se combinan el cansancio físico, emocional y psíquico con la desilusión por un escenario que empezó a complicarse en las últimas semanas. Hay un cansancio que viene de la inhibición forzada del contacto y la cercanía física. Uno tiene que retenerse de algo que antes ni pensaba porque era natural como dar un abrazo. Eso implica una restricción pulsional que cansa. Es como si viviéramos con el freno de mano todo el tiempo puesto”, define Gabriela Goldstein, psicoanalista y presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).
“Sabemos más sobre el virus que el año pasado, pero a la vez vemos cada vez más compleja la situación social, y que hay mucho de lo que pasa que no depende de nosotros. El riesgo mayor para la salud mental es ir perdiendo la potencia libidinal del deseo, es decir, poner ganas. El límite de la capacidad de sostener el interés en algo es dependiente de cada persona, pero estamos viendo un desgaste libidinal generalizado”, suma la titular de APA.
“El asunto -señala la psicoanalista- es encontrar las formas de sentirse vivo hoy, ante esta realidad. Motorizar la libido aunque esté en estado de hibernación, que es lo que se nos propone ahora mismo. El movimiento y el vínculo con los otros ayuda. Mantener ciertas actividades sociales aunque sea por Zoom, hacer actividad física, trabajar, que es un modo de salir de donde uno está metido aunque sea en el mismo espacio físico y también implica comprometerse con una tarea a cumplir, son formas de reincorporar y sostener la pulsión de vida. Eso va generando un circuito libidinal que se sostiene aún en las condiciones más difíciles”, describe Goldstein.
“El estado de agotamiento es tal que estamos en muy malas condiciones para afrontar una segunda ola, sobre todo si se torna muy severa, como muchos están diciendo. Si viene un tsunami, arrasa con aquellos a los que mata, y no sólo con eso: arrasa con los proyectos de la gente que sigue viva, sobre todo en países como la Argentina, con una alta proporción de la población que vive en la pobreza”, explica González.
“A la vez, recrudece el miedo de contagiar al otro, que en algunas familias termina de manera muy trágica porque alguien muere. Esto configura un cuadro de mucha gravedad psicológica en términos de culpa, depresión y hasta peligro de suicidio. Claro que depende mucho de cómo cursa la enfermedad aquella persona a la que contagiamos, pero ya estar prestando atención a eso es estresante”, describe el titular de OPSA, y suma: “Estamos viviendo con cierto nivel de paranoia respecto de cuáles son nuestros actos y si pueden perjudicar al otro. Eso deliberadamente genera ansiedad e impide estar tranquilo. Antes, encontrarse con seres queridos era un momento de goce, ahora hay ambigüedad al respecto porque verlos puede implicar contagiar, y eso angustia, y no verlos también angustia”.
“La humanidad ha pasado por severos traumas y la gente en algún momento se recupera. Va a haber efectos, lastimaduras, cicatrices de todo esto, pero la pulsión de vida está. Lo que hay que hacer es sostener ese deseo que pulsa y ponerlo en alguna pequeña cosa: cocinar, el trabajo, un curso, la actividad física. Hay que inmunizarnos también psíquicamente”, reflexiona Goldstein.