Dolores Pruneda Paz
El libro Retratos ciegos se hizo entre junio y diciembre de 2020 cuando la pandemia significaba, más que nada, encierro e incertidumbre, entonces, el intercambio entre los dibujos de Juliana Laffitte y los textos Albertina Carri fue un hallazgo, el instinto de supervivencia para sortear esa atmósfera de insatisfacción donde las máscaras se corrían para, “tal vez”, dar paso a otros modos de vida.
Publicadas por editorial Mansalva, estas cartas que intercambian Juliana y Albertina palían los efectos nocivos, el extrañamiento del cuerpo en el encierro de ese primer año de la peste. Una dibujando sus apariciones con la vista fija fuera del papel, Carri continuando esas imágenes con palabras, imágenes que en su potencia poética desarman “la maldición capitalista” que nos hace consumirlas de forma banal.
Nacida en Buenos Aires en 1974, Laffitte es parte de Mondongo, colectivo de artistas creado en 1999, el grupo argentino que con actitud punk, rabia grunge y hermosa ironía retrató a la Familia Real Española, a pedido de la Familia Real Española, con espejitos de colores. Cineasta y artista visual, Carri nació en Buenos Aires en 1973, autora de celebrados films como Los rubios, Cuatreros o el pornográfico y celebratorio Las hijas del fuego, toda su obra es un retrato íntimo y a la vez colectivo, que trabaja la construcción de la memoria, la identidad y la elaboración de la pérdida más allá de los relatos históricos sobre la experiencia de los hijos de desaparecidos por el terrorismo de Estado.
Lo que sigue es una entrevista a Carri a propósito de una faceta –la de escritora– que no había hecho pública, además de tratarse de una propuesta surgida en y de estos tiempos tan aciagos.
Un encuentro con las voces invisibles que acompañan
—Ese “tal vez” del que hablan vos y Juliana en esa introducción compartida, ¿se materializó de alguna manera, distinguieron alguna máscara caída, pudieron darle otros nombres a los fantasmas que aparecían?
—La pandemia continúa y ahora en su peor versión, porque ya no hay siquiera estupor sino acostumbramiento. Supongo que de aquí a unos años veremos si esas máscaras cayeron o no. Al momento todo sigue siendo muy reciente. El problema con los fantasmas para mí no fue nuevo, siempre estuve rodeada, lo extraño fue ver cómo el mundo entero se encerró con sus recuerdos. Por otro lado nuestro sistema epistolar tenía la condición de nunca contarnos en quién pensábamos, ni al dibujar Juliana, ni al escribir yo. Esa condición creó una especie de monstruo de retazos de memoria. En las primeras entregas yo temía que Juli me diga, pero no, nada que ver. Porque mis apariciones tal vez estaban lejos de la suyas. Pero justamente el ejercicio era ese. Vivir un rato en los recuerdos de la otra.
—Una vez contaste que te gusta pensar las películas como casos: casos clínicos, casos policiales. Si pudieras mirar de la misma manera a este libro, ¿qué caso sería?
—Este es un caso de amor. También es un libro sobre los recuerdos que nos habitan en el encierro. Y en esas circunstancias surgen los fantasmas buenos y los dolorosos. Todos conviviendo como en una gran danza. Donde Juliana terminaba un trazo yo lo seguía sumándole palabras y también zozobras y alegrías. Aunque, pensándolo bien, tal vez este sea un caso de hallazgos. Creo que el libro se trata del encuentro entre nosotras, del método que encontramos para seguir estando juntas. Y también del encuentro con esas voces invisibles que siempre nos acompañan. Pero que ante la ausencia de cuerpos y ante el silencio estruendoso, comenzaron a aullar en algunos casos y en otros a hablar fuerte y claro. Por eso hablo de hallazgos. Surgieron ideas en el silencio que en otras circunstancias no hubiesen aparecido o les hubiese tomado años revelarse.
Contagiadas por otra fuerza celebratoria
—¿Qué fuerza simbólica encarna lo profético en tu obra? Muchas veces usaste la palabra pandemia cuando hablabas de ella.
—Es un término que me gusta mucho, supongo que por la idea de reunión del pueblo. De pronto esto nos pasa a todos y no hay discusión ahí. Pero además me gusta por la idea de contagio. En la película <Las hijas del fuego< la voz en off menciona el contagio como algo auspicioso, como la posibilidad de devenir banda. De crear parentescos, de formar vínculos afectivos para subvertir el estado de las cosas. Encuentros, hallazgos, uniones. Como puntos de fuga para sobrevivir al “capitaloceno”. Tal vez en esa voz en off haya algo profético con respecto al libro. Juliana y yo somos amigas hace años pero nunca habíamos trabajado juntas. Mientras la pandemia nos obligaba a separarnos, nosotras ya habíamos sido contagiadas por otras fuerzas celebratorias. Lo suficientemente fuertes para hacer fracasar al horror de la ausencia. Lo que más gusta de la profecía es su paganismo. En esa ruptura con los poderes hegemónicos encuentro esa virulencia que se necesita para seguir deseando.
—¿Qué sería lo que viene vaticinando “Retratos ciegos”?
—Tengo experiencia en catástrofes y estoy entrenada para el aislamiento. Esa fue mi frase de los primeros meses de pandemia. La decía un poco en sorna pero bastante en serio. <Retratos ciegos<, en ese sentido, creo que vaticina algo que ya estaba en mis obras anteriores: la convivencia con los fantasmas. El duelo como parte de la vida, y la muerte como uno de los estados en que la vida también sucede. Estamos viviendo un momento muy tanático y en ese sentido hay que aprender a vivir con la pérdida, encontrar en ella las nuevas potencias que esos espacios vacíos nos dejan. Un trabajo enorme.
—¿Y qué vaticina ese encuentro entre Juliana y vos?
—Una de las cosas más trágicas de este contexto es que nuestros cuerpos se han convertido en imagen y en voz electrónica a través de aplicaciones. No sé, creo que la poesía es una evocación del cuerpo. Tal vez la poesía sea la más humana de todas las cámaras. El lente necesario para este momento tan liminar.
Un libro para encontrar huellas sobre el futuro
—¿En qué tiempo personal las colocó este proceso?
—El pasado no es un tiempo que exista si no se lo convoca y el futuro tiene mala fama. Pero estoy de acuerdo que el libro, si bien juega con mordiscones de memoria, no habla del pasado, en tal caso se aprovecha de él para encontrar huellas sobre el futuro. Creo que es puro presente, incluso se fagocita a sí mismo en los últimos poemas cuando toma como objeto poético el método y luego su hallazgo a cuatro manos. Y llegadas hasta acá, entonces, sí, tal vez el libro nos haya llevado al futuro.
—¿Tenés una literatura o un consumo cultural de pandemia, algo que hayas estado leyendo, viendo, que intuyas que cuando lo revisites va a hacerte acordar a esta época?
— Terminé la saga de Knausgärd en pandemia, pero sus libros me venían acompañando hacía años. Tal vez cuando recuerde este tiempo, esos personajes se me presenten como el vaticinio de la pandemia, porque me recuerdan a los años anteriores. Soy una máquina de lectura y en los primeros meses me puse maníaca con ese hábito y retomé una de mis obsesiones que es la Segunda guerra mundial. No leo libros de historia sino ficciones sobre ese período.
—¿Este libro se puede pensar como una correspondencia, un género epistolar?
—Sí, lo es. Y es curioso porque siempre me costó mucho escribir cartas. Supongo que eso tenía una relación con la última comunicación que tuvimos con mi madre. La carta cómo algo sagrado. Pero creo que esa es una de las potencias que me heredó mi madre. La posibilidad de comunicarnos a pesar de todo, la palabra como una herramienta de supervivencia y como algún tipo de legado.
— ¿Qué significa escribir para vos?
—Un hallazgo sagrado.