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La edad de oro de las series españolas recuerda lo que Argentina pudo haber sido y no fue

El fenómeno de “La casa de papel” es la punta de un iceberg que descarga sobre el mundo ficciones con una “marca país” prestigiosa. Los actores argentinos convocados, en general, hacen de malos

Por Carlos Polimeni – Noticias Argentinas

En la cresta de la ola surfea La casa de papel, que ya tiene en gateras su quinta temporada, a estrenarse en el segundo semestre de este año, pero cualquier espectador del mundo está al tanto de que vive en la época del boom de las series televisivas españolas, que arrasan en las plataformas de televisión paga y on demand.

En una especie de milagro gestado en los últimos cinco años ante los ojos del resto de los países de producciones audiovisuales con características exportables, una serie importante de producciones han logrado una asociación inmediata del concepto “serie española” con el de “calidad televisiva” superior al promedio.

Pero no es un milagro, sino el resultado del trabajo en conjunto de una serie de empresas productoras que consolidaron una industria antes apoyada por el Estado, precedida por una cinematografía de calidad que logró un sistema estelar propio, y del apoyo, por necesidad, de los responsables de programación de las principales cadenas de televisión paga del mundo, sobre todo las de mayor impacto en el mundo hispanoparlante.

Esto es central: si antes la televisión por cable, y luego la satelital, peleaban por el público con la televisión de aire, las nuevas tecnologías y las plataformas de streaming terminaron generando una revolución de consumo, con colosos como Netflix y Amazon (a los que Estados Unidos sumó Apple TV Plus, HBO Max, Disney+ y Paramount+) que necesitan una producción constante de nuevos contenidos.

Este es el marco en el cual, en poco tiempo, y como producto de años de apostar al talento propio y a la diversidad, España logró consolidar en la producción de series televisivas una marca-país, que parece proponer a los consumidores una satisfacción garantizada, como ocurre con el perfume francés, la seda italiana, el caviar ruso, los autos de lujo alemanes, los bancos suizos o el asado argentino.

En la Argentina, el fenómeno del éxito de los españoles se evalúa con la sensación de “la ñata contra el vidrio”, bajo la certeza de que aquí sobran talentos en todos los rubros de la producción audiovisual, pero circunstancias políticas y económicas, incluido el gobierno de Mauricio Macri, hicieron que resulte imposible soñar con llegar al nivel de exposición que tienen los programas españoles.

“Cada capítulo de La casa de papel debe costar por lo menos 300 mil dólares”, apuntó hace tres años el productor Enrique Estevanéz, un tiburón de la industria local, cuando le preguntaron porque Argentina no compite de ese modo en los mercados internacionales. “Nosotros nos manejamos con otro presupuesto», se sinceró, sin mencionar que aquí las políticas de apoyo cambian según los gobiernos.

Su colega Pablo Cullel, de la productora Underground, consideraba por entonces que los éxitos son rotativos en el mercado televisivo, lo que es una verdad a medias. “Primero estuvieron de moda las novelas mexicanas, luego las brasileñas, después las turcas y ahora llegó el turno de las españolas», respondió Cullel ante la misma inquietud, cuando todavía no era perceptible el boom ibérico actual.

No es que no haya series argentinas de calidad para los estándares internacionales; El marginal, Un gallo para Esculapio, El jardín de bronce y Los Simuladores, aunque esta última ya resulte “vieja”, así lo demuestran. Sino que la producción general ha sido discontinua, despareja, y muchas veces las historias repiten tópicos ya gastados en el imaginario mundial en lugar de buscar temas o historias que las diferencien de la manada.

En el mundo, es visible a partir del ejemplo del mayor coloso audiovisual, Estados Unidos, el cine atravesaba una crisis de ideas cuando llegó la pandemia universal, que cerró las salas, mientras cada vez había, desde el fenómeno de Los Soprano en adelante, mayor cantidad y variedad de series interesantes, apuntando a un público cada vez más exigente.

Si durante décadas las series eran pensadas para los espectadores menos exigentes, que consumían sin mayores pretensiones lo que “la caja boba” les ofrecía, y en cambio las películas apuntaban a paladares algo más negros, la ecuación empezó a invertirse hace veinte años y hoy está consolidada una tendencia a la inversa, salvo casos puntuales, en ambos rubros.

El fenómeno de la edad de oro de las series hispanas convive en el consumo internacional con otro nuevo ramal de interés masivo, generado por la producción televisiva y cinematográfica que marca la continuidad del raro éxito universal de la literatura policial negra escandinava, que con autores como Stieg Larsson, Henning Mankell, Arnaldur Indridason o Jo Nesbø colonizó el interés de millones de consumidores de historias del mundo.

Los expertos piensan que las ficciones policiales escandinavas han tenido un sorprendente impacto internacional porque sus principales escritores lograron retratar un universo casi kafkiano con el que lectores de clase media de todo el mundo pudieron identificarse con facilidad: el paraíso en que vivíamos ha desparecido, o era una ficción y hoy todos estamos en peligro.

De hecho, el fenómeno del “nordic noir”, lleno de sordideces y visiones angustiantes de la condición humana, fue contemporáneo al momento en que aquellos países ejemplares antes por sus estados presentes y benefactores, sobre los que se produjeron además inmigraciones masivas atraídas por esas condiciones excepcionales, presentaban las mayores tasas de delitos en Europa cada mil habitantes.

La serie dinamarquesa Borgen, de notable éxito en la Argentina, se paró sobre esas coordenadas para narrar una historia en que el centro está en la política, pero en cuyos bordes se nota el resto de la problemática: el odio a los inmigrantes, el maltrato intrafamiliar, los problemas de salud mental de una población acostumbrada a rigores climáticos permanentes y sin solución, llena de casos policiales extremos que la ficción recrea o aprovecha.

Fotograma de «Borgen».

La industria española de series, en cuyo marco La casa de papel debe ser vista como la punta del iceberg, no tiene una explicación propia sobre el boom, acaso porque está demasiado interesada en seguir generando productos, pero lo primero que debería destacarse es que ha logrado una cierta uniformidad narrativa, y conseguido plasmar universos de diversidad para el mundo habituado el imaginario anglosajón.

Los productos españoles son muchísimo más diversos que los británicos y estadounidenses, aunque la BBC siga siendo un sinónimo de calidad de contenidos, y a la vez aprovechan una geografía que permite una llamativa gama de ambientaciones, tipos humanos y paisajes, que van de las mega ciudades al desierto, de las montañas al mar, del lujo europeo a la rusticidad campesina ancestral.

España, que durante lustros fue la Cenicienta europea, el país bárbaro de un continente civilizado, empezó a tener una televisión con relativo vuelo propio recién en la década del 80, porque hasta entonces era uno más de los tantos territorios colonizados por la industria de las series estadounidenses y su producción local, tras décadas de franquismo, estaba repleta de programas baratos, hiper locales, rimbombantes, con olor a naftalina.

Hoy, de la mano de una política global que ha internacionalizado gran parte de su espíritu de producción (basta pensar en el modo en que se ha vendido al mundo el futbol español), su industria televisiva narra historias de impacto asegurado con una mezcla de pericia técnica, sin que el fuerte de sus productos sean siempre las actuaciones, y desenfados temáticos que atraen como un imán a personas muy diversas.

España no tiene vergüenza de ser España a la hora de mostrar sus miserias y vicios, sus zonas oscuras y contradicciones, y aprovecha lo que le queda de barbarismo para impregnar todo de un color local que representa su “marca en el orillo”, permitiéndole ponerse al frente de la industria audiovisual mundial en materia de cantidad y calidad (aunque la segunda sea siempre un resultado de la primera).

El ejemplo de La casa de papel, que se ha visto en 190 países por Netflix, sirve para ahorrar conceptos: aunque la historia del asalto a la Casa de La Moneda no es original, los personajes de la banda que lidera El Profesor y el tonito anticapitalista de sus planteos, acompañados por una versión impactante de una vieja canción de los partisanos antifascistas italianos, pegaron en públicos muy variados, incluso en jóvenes relativamente contestatarios de todo el mundo.

Ese es uno de los antecedentes sobre los que pisó firme la impactante miniserie Patria, que se produjo para ser exhibida por HBO, metiéndose en un terreno farragoso: adaptar una novela homónima escrita por Fernando Aramburu que logró contar con eficacia y sentimientos una historia con el accionar del grupo armado separatista vasco ETA juzgado desde dos de los puntos de vista posibles.

Pero el fenómeno abarca muchas otras producciones importantes, como Hierro (con Darío Grandinetti), Merlí, Vis a Vis, Las chicas del cable, Gran Hotel, El tiempo entre costuras, Velvet, Elite, El ministerio del tiempo, e incluso la muy atractiva Cuatro estaciones en La Habana, una adaptación filmada en esa mítica ciudad de cuatro novelas del gran escritor Leonardo Padura, contando las desventuras del detective Mario Conde en una Cuba que ya no existe.

El cineasta Álex de la Iglesia, director de El día de la bestia y ex presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, se sumó al fenómeno de las series este año, con 30 Monedas, una de ocho capítulos para HBO, que en realidad es un largo thriller satánico que multiplica el universo costumbrista y de terror que caracteriza gran parte de su obra previa, pero también pone a prueba el paladar de los espectadores.

Pero 30 Monedas llegó a las pantallas en parte porque antes en España habían tenido éxitos históricos con producciones en teoría “de nicho” como Antidisturbios (Movistar+) y Veneno (Atremedia Premium), que como pasó con Patria y sus relatos enmarcados en la experiencia de lucha armada de la ETA movieron resortes muy profundos de una sociedad que atraviesa una crisis política más que fuerte.

“Hemos pasado de una competitividad local a una internacional luchando con los cabezas de cartel de todo el mundo, lo que antes era impensable y hoy implica un cambio radical para nuestra industria”, remarcó hace semanas en una entrevista el productor Alex Pina, el cerebro detrás de La casa de papel, que empezó como una serie del canal local y luego fue comprada por Netflix, que la convirtió en uno de sus caballitos de batalla.

El fenómeno de la pasión por las series y el crecimiento de su público no necesariamente es bueno para las sociedades, si se tiene en cuenta que mirar televisión es una costumbre individual, e incluso individualista, y el resto de las experiencias de consumos audiovisuales, empezando por el cine y el teatro, involucran experiencias colectivas.

“Lo que se ve hoy, lamentablemente, es una tendencia a que la gente salga cada vez menos de su casa y lo haga todo apretando un botón”, describió el argentino Grandinetti mientras promocionaba Hierro concediendo entrevistas a medios de medio planeta. “Es una pena, porque ir a un cine, así como ir a un teatro, es una experiencia colectiva. Si eso se pierde, nos estamos perdiendo una oportunidad más de compartir algo”.

Las más de 60 productoras televisivas que están funcionando hoy en España saben que su principal aporte es marcar diferencias con el resto del audiovisual mundial y eso hace que tomen riesgos: los temas vinculados a lucha armada (además de Patria se estrenó La línea invisible) y al sexo marcan una porción importante de sus novedades, y Veneno sienta un precedente histórico al situar en el centro del relato al colectivo transgénero.

“Es que se ha destapado una caja de Pandora y se le da lugar a historias que antes pensábamos que eran de nicho”, evalúa Javier Calvo, creador junto a Javier Ambrossi de Veneno. “Es el momento de buscar historias diferentes, con contenido. La gente no quiere ver series en las que todo pasa porque sí y que entretienen sin más, eso ya no tiene sentido en la actualidad”.

Entre las novedades de este trimestre de Netflix hay dos series españolas con estrellas femeninas argentinas: en la floja Sky Rojo, también de la factoría de Alex Pina, trabaja Lali Esposito, como una de las tres chicas que huyen de su proxeneta, y en la muy interesante El Inocente le da brillo a un personaje tremendo Martina Gusmán, protagonista de los films Leonera, Carancho, Nacido y criado y Elefante blanco, dirigidos por su marido, el realizador Pablo Trapero.

Además de los mencionados, es larga la lista de argentinos que han trabajado en series o films de la era del boom español, entre ellos Rodrigo de la Serna (La casa de papel, desde la tercera temporada), Cecilia Roth (El Embarcadero), Luz Cipriota (Las chicas del cable), Adrián Navarro (Ana Tramel, El Juego), Eleonora Wexler (La Valla), Juan Minujín (Los dos Papas), Eduardo Blanco y Nicolás Francella (Alta mar).

En la misma nómina están Leonardo Sbaraglia (Félix y Todos mienten), Ramiro Blas (Vis a Vis), Guillermo Pfening (Foodie Love), Osmar Núñez y Fabiana García Lago (Arde Madrid) y Michel Noher (La Unidad), pero no hay la misma cantidad de directores, ni guionistas, ni técnicos, ni productores, acaso porque aquí cada uno, como siempre, se salva solo, como puede, y brillan por su ausencia las iniciativas estatales para recuperar los espacios perdidos o incentivar a usar los grandes de la literatura argentina como base narrativa que marque la diferencia.

El otro tema sería qué papeles le dan a la mayoría de los actores y actrices argentinos en estas producciones, en el marco de un país en que vastos sectores rechazan a los extranjeros y ven a los inmigrantes como invasores indeseables, como si España olvidara a los miles de emigrantes que tuvo en otras eras, en un reparto de tópicos en que los nacidos en estos lares muchas veces pasan por charlatanes, estafadores o fanfarrones.

“Grandes villanos, perversos, poderosos, maquiavélicos de la televisión española reciente fueron interpretados por argentinos, cargando sobre sus hombros el peso, o gran parte del peso, del mal”, planteó al respecto desde Madrid la periodista Laura Ventura, analizando el fenómeno para el diario La Nación, en una nota llamada El auge de los villanos argentinos en series españolas e ilustrada con dos fotos de De la Serna en el papel de “Palermo”.

“Por ejemplo Alma, en La Valla, interpretada por Wexler, dirige un centro de experimentación epidemiológica y experimenta con niños que mantiene secuestrados, o Blas, el doctor Sandoval en Vis a Vis, compone a un médico que comete todo tipo de abusos en una elogiada actuación por la crítica”, destaca sin decidirse del todo si se trata de estereotipos repudiables o de la integración de un puñado de actores a una industria exigente.

“La maldad de estas criaturas con talento y acento argentino difícilmente sea superada en varias temporadas”, plantea en su análisis, que concluye con una reflexión tranquilizadora, que indica que para el inconsciente español no hay un estereotipo argentino, sino “muchísimos” y en las producciones audiovisuales parecería que “una versión fosilizada de un ser comienza a diluirse, para dar la posibilidad de reflejar personajes con grises, de un gris intenso”.

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