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Ringo, el “mediático” campeón que no fue

Por: Rubén Alejandro Fraga

“Todos hablan antes de las peleas. Todos hablan. Pero cuando suena la campana, estás tan solo que hasta el banquito te sacan”. La cita es de Oscar Ringo Bonavena, el carismático boxeador porteño de cuyo nacimiento se cumplen hoy 68 años.

Heredero del legendario Luis Ángel Firpo dentro de los pesos pesado argentinos con proyección internacional, Bonavena fue un campeón sin corona que no pudo lograr el título mundial quizás porque le tocó una época de grandes boxeadores como Muhammad Ali, Joe Frazier, George Foreman, Floyd Patterson, Ken Norton, Bob Foster y Jerry Quarry.

Coloso con voz de pito, prototipo del porteño fanfarrón y a la vez “mamengo”, su singular carisma lo hizo un personaje “mediático” décadas antes de que se inventara esa figura. Amado por unos, odiado por otros, también dejó frases antológicas como cuando sentenció: “La experiencia es un peine que te dan cuando te quedaste pelado”. O respuestas desopilantes como aquella a un periodista que le preguntó cómo había sido su pelea con Joe Frazier en EE.UU.: “¡Qué quiere que le cuente, si no vi nada! Me dio cada piña que no sabía ni cómo me llamaba”.

Oscar Natalio Bonavena nació el viernes 25 de septiembre de 1942 en el barrio porteño de Boedo y fue el séptimo hijo de los nueve que tuvo el matrimonio de inmigrantes italianos formado por Vicente Bonavena y Dominga Grillo. En 1954 terminó la escuela primaria y de allí en adelante comenzó a ganarse las “primeras chirolas” como vendedor de Coca-Cola en la cancha de Huracán, el club de sus amores y donde comenzó a practicar boxeo. En 1959, con 17 años de edad, el mastodonte de pies planos y voz aflautada debutó como amateur en el Club Unidos de Pompeya. Desde su primera pelea como profesional, el 3 de enero de 1964, hasta su último combate, el 26 de febrero de 1976, Bonavena sostuvo en el profesionalismo 68 peleas, de las que ganó 58 (44 por nocaut, 13 por puntos y una por descalificación), perdió nueve (seis por puntos, dos por descalificación y una por nocaut), y empató una.

Resistido al principio por los aficionados, Ringo –apodo que nació cuando estaba en Estados Unidos porque allá lo vieron parecido al baterista de Los Beatles, Ringo Starr– comenzó a torcer la historia la noche del 4 de septiembre de 1965 cuando en un Luna Park repleto –el récord de 25.236 entradas vendidas nunca fue superado– venció a Gregorio Goyo Peralta y conquistó la simpatía de la gente como el peso pesado que venía tras los pasos del legendario Luis Ángel Firpo, el Toro Salvaje de las Pampas que había protagonizado la mítica “pelea del siglo” ante Jack Dempsey, el 14 de septiembre de 1923 .

Después llegaron alguna victoria importante –como la que obtuvo ante el alemán Karl Mildenberger– y varias derrotas ilustres, como las dos ante Joe Frazier y la de Floyd Patterson. Y entonces aparecieron el Mercedes Benz, la lujosa suite en el Hotel Alvear, el habano, los perfumes importados y la ropa cara. También llegó la presencia en la televisión, el canto –grabó el tema “Pío Pío” con su increíble voz aflautada–, el teatro de revistas y los viajes a Estados Unidos.

Hasta que llegó la hora del choque contra el “más grande”, el supercampeón mundial Muhammad Ali –nacido Cassius Marcellus Clay Jr.– en el mítico Madison Square Garden de Nueva York, el 7 de diciembre de 1970. Los 79,3 puntos de rating que logró aquella transmisión de la pelea por Canal 13 sólo fueron superados 20 años después por los 82 del partido Italia-Argentina, en la semifinal del Mundial Italia 90.

En la que fue la segunda chance mundialista para un peso pesado argentino después de Firpo, Bonavena recibió una paliza pero guapeó, metió los golpes que pudo, mandó a la lona a Ali y aguantó estoicamente hasta el 15º y último round en el que cayó tres veces y, según las reglas, se decretó el nocaut.

Con su personalidad entradora y extravagante, el Titi –tal su apodo familiar– fue un pionero a la hora explotar las cámaras y los micrófonos. Hoy se lo definiría como un “mediático” por naturaleza, ya que hizo un verdadero show de su vida, donde ocupó un lugar clave su mamá, doña Dominga, la jefa del clan Bonavena, que hasta llegó a tener un programa en Canal 11 –que reemplazó a “Los Campanelli”– con sus célebres “ravioladas” de los domingos. Y aunque Ringo no logró regalarle el título mundial de los pesados a su madre, le había ido bien con su desprejuicio. Sin embargo, terminó por confundirse a la hora del declive. Y creyó que le alcanzaba con la viveza callejera de Parque Patricios para probar fortuna en las entrañas mismas de la mafia estadounidense.

Ingenuo y prepotente al mismo tiempo, Ringo pensó que podía birlarle la mujer –Sally– al capo mafioso Joe Conforte, para asegurarse una buena supervivencia.

Un tiro de escopeta en el pecho disparado por Williard Brymer, un matón que trabajaba como guardaespaldas de Conforte, lo mató en el acto, cuando intentaba entrar por la fuerza –trepando un portón de rejas– en el famoso burdel Mustang Ranch, en Reno, Nevada, el sába­do 22 de mayo del 76. Tenía 33 años, “la edad de Cristo”.

Los cables de las agencias trajeron la noticia de la muerte de Ringo a estos arrabales del mundo justo cuando los argentinos nos aprestábamos a presenciar por la televisión en blanco y negro cómo Víctor Emilio Galíndez iba a defender, ante el norteamericano Richie Kates, por sexta vez el título mundial de los semipesados de la Asociación Mundial de Boxeo sobre el ring del Rand Stadium en la lejana Johannesburgo, en Sudáfrica.

La sangre de Galíndez en aquella pelea épica que ganó con el último suspiro empapó la camisa del árbitro, Stanley Christodoulu, hasta oscurecerla casi por completo, y se mezcló en el imaginario colectivo con la sangre derramada por Ringo en el burdel de Reno.

El gris atardecer de aquel 22 de mayo del 76 fue también una metáfora de un país que dos meses antes, con el golpe que pario a la última dictadura militar, había comenzado a hundirse en la noche más oscura y larga de su historia. La de la tortura y la barbarie.

Días después del crimen, una multitud acongojada acompañó el cuerpo sin vida de Ringo hasta el cementerio de la Chacarita. Una revista porteña tituló con acierto: “Una bala le robó la vida, pero no la leyenda”.

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