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China en un mundo bipolar: la historia de la potencia que le disputa la supremacía a Estados Unidos

Por nuestra cultura eurocentrista, para gran parte del público argentino uno de los protagonistas del mundo actual, China, resulta casi una desconocida. "Por esa razón pensamos que podría ser útil hace una síntesis muy esquemática de esa historia", dice el autor

Humberto Zambon (*)

Desde el fin de la Segunda Guerra y hasta los años 80 del siglo pasado el mundo se caracterizó por el enfrentamiento del bloque encabezado por Estados Unidos con el bloque soviético. A fines de esa década, ante la implosión de la Unión Soviética y la crisis de la Europa Oriental, parecía muy claro que la hegemonía mundial se concentraba en Estados Unidos y en el modo de producción capitalista del que era centro. Un mundo unipolar reemplazaba al bipolar anterior. Fue la época en que Francis Fukuyama dio a conocer la rápidamente popular tesis de que la historia, como lucha de ideologías, había terminado y comenzaba una nueva era basada en el capitalismo y la democracia liberal. Fue la época del neoliberalismo como única verdad.

Pero el “fin de la historia” de Fukuyama no fue más que una ilusión que duró muy poco. Ya para el cambio de siglo era evidente que China surgía como competidor directo de Estados Unidos en la búsqueda de la primacía mundial, que los intereses de la Unión Europea (liderados por Alemania) no siempre eran coincidentes con los de Estados Unidos, que los pueblos de la periferia no siempre estaban de acuerdo con la subordinación a los que se les condenaba y que resurgía Rusia de las cenizas del régimen anterior. El anuncio de la creación del Bric (Brasil, Rusia, India y China, los países no desarrollados más grandes) fue un símbolo de la nueva época. Era el anuncio de un mundo multipolar o, al menos, bipolar.

China, con una tasa de crecimiento de su producto entre dos y tres veces la norteamericana, fue paulatinamente eliminando la brecha de riqueza que los separaba. El producto chino (medido según el poder de compra) pasó de representar el 2,3% del producto mundial (1980) al 18,2%; mientras que Estados Unidos en ese lapso bajaba del 21,7% al 15,8%.

 

En la actualidad, medido en dólares corrientes, el PBI de China alcanza los 14,7 billones de dólares, y el de Estados Unidos 20,9 billones (2020), aunque, medidos por su poder adquisitivo, hace años que el producto chino es mayor que el norteamericano: 25,3 billones frente a los 19,5 de este último (2020). Claro que los chinos son 1.400 millones mientras que los norteamericanos son 335 millones, razón por la cual el producto per cápita es muy superior en Estados Unidos:medidos ambos en dólares corrientes, 63.424 contra 10.516 (6 veces superior).

Por nuestra cultura eurocentrista, para gran parte del público argentino uno de los protagonistas de esta historia, China, resulta casi una desconocida. Como dice Julio Godio en el libro “El futuro de una ilusión” (Le Monde Diplomatique, Buenos Aires, 2011), para entenderla es necesario comenzar por su historia, la de un pueblo que durante milenios de desarrollo social y cultural conformó una gran civilización. Por ejemplo, el papel, la pólvora y la brújula son algunos de los adelantos fundamentales que nos legaron.

Hace aproximadamente 9.000 años, en forma casi simultánea y posiblemente impulsado por el cambio climático, comenzó a orillas de ríos muy distantes la llamada Revolución Neolítica: los humanos dejaron de ser nómades para pasar a ser sedentarios, domesticando plantas (especialmente cereales o similares) y animales. Se dio en el Tigris y el Éufrates de la Mesopotamia, en el Nilo, el Indo (y luego en el Ganges) y, en China, a orillas del río Amarillo. También en América Central y en la región andina de Sudamérica.

En torno al desarrollo agrícola y ganadero, el pueblo chino se organizó en clanes y luego reinos distintos de carácter feudal, hasta que alrededor del año 220 AC uno de los señores, luego del período conocido como de “los Reinos Combatientes” (480 AC-220 AC) logró unificar al país, dando origen a la dinastía Qin. Quiere decir que China, como Estado unificado, tiene una continuidad histórica de unos 2.200 años. En ese momento estaba muy avanzada la canalización entre los ríos Amarillo y Yangtsé, lo que dio lugar a una agricultura muy productiva, con uso racional del agua y fertilización de los suelos, intensiva en el uso de la mano de obra. Como dice el profesor Jorge Molinero (“El sistema político chino”, revista Realidad Económica, 13-1-21) este sistema productivo requiere de un Estado centralizado y fuerte y de una población solidaria y dispuesta a colaborar, lo que explica características de su cultura. En ese escenario se desarrollaron las principales ideologías chinas: el taoísmo, originado en el pensamiento de Laozi (Lao Tse para la grafía inglesa) y el confucionismo, ambas a partir del siglo VI AC.

Taoismo: Laozi distinguía dos aspectos del Tao; el Tao Eterno, la fuerza creadora del Cielo y de la Tierra, que es incognoscible e indescriptible y que trasciende a la capacidad de compresión humana; y por otro lado, el Tao como se manifiesta en la realidad empírica. Aquí no existe lo inmutable, lo estático, sino que todo está cambiando continuamente, en un fluir infinito donde la realidad es la unidad de contrarios, que permite una realidad armónica. El taoísmo absorbió las ideas de una escuela precedente, la del yin y el yang, cuyo principio filosófico es la existencia de dos fuerzas, opuestas pero complementarias, que son esenciales en el universo: el yin, asociado a lo femenino, la oscuridad, la pasividad y la Tierra; y el yang, vinculado a lo masculino, la luz, lo activo y el Cielo. Ambas energías son necesarias para mantener el equilibrio universal.

Como se puede ver, el taoísmo, más que una religión, es una filosofía agnóstica con una explicación dialéctica de la realidad.

Aquí cabe una digresión: en el pensamiento occidental, que se origina en la Grecia antigua, estuvo Heráclito que (en forma similar al taoísmo) entendía que la realidad es una unidad de contrarios que se manifiesta como flujo cambiante en el tiempo (“Nadie se baña dos veces en el mismo río”, es su cita más conocida), y también Parménides, para quien la idea es una unidad, que no admite contradicciones en su seno, y que permanente inmutable. Algo es o no es, sin tercera posibilidad. O es bueno o no-bueno; lindo o no-lindo. El pensamiento de Parménides predominó, dio lugar a la lógica aristotélica y marcó el carácter binario de nuestro pensamiento. La lógica aristotélica es correcta si no se toma en cuenta al tiempo. Pero el tiempo es un factor esencial e inseparable de la realidad. Por eso el filósofo Hegel, volviendo a Heráclito, creó el pensamiento dialéctico, que siguieron sus discípulos y continuadores, entre ellos Carlos Marx (lo que se conoce con materialismo dialéctico). La similitud metodológica entre este último y el pensamiento tradicional chino posiblemente sea uno de los factores que explican la rápida aceptación y difusión de sus análisis sobre la historia y la sociedad en la China del siglo XX.

Confuciansimo: reconoce como origen al pensamiento de Kong Fuzi (551 AC-479 AC), que los jesuitas tradujeron como Confucio y es el nombre con que se le conoce en Occidente. Así como el taoísmo se centra en la relación armónica del hombre con la naturaleza y las cosas, el confucionismo pone el acento en la ética y en la relación con otros hombres, es decir, en la organización social y política. Busca la armonía y promueve al estudio y la meditación (“La sabiduría es la más importante de las virtudes humanas”). Para el ciudadano las principales virtudes son la solidaridad, la caridad, la justicia y el respeto a las jerarquías, al poder y a los mayores; por su parte el príncipe, que debe dar ejemplo de bondad y honestidad, debe ser justo y velar por la felicidad del pueblo. En el artículo “Un enfoque confuciano de los derechos humanos”, de la Revista de la Unesco (4-2018) se cita a una obra clásica, “El libro de la historia”: “El cielo ve cómo ve nuestro pueblo… lo que el pueblo desea, el cielo se lo otorga”. “El cielo ama a su pueblo y el soberano debe obedecer al cielo”. Cuando un soberano no gobierna para bien del pueblo, éste tiene derecho a rebelarse y destronarlo.

El confucianismo y el taoísmo son pensamientos filosóficos que pueden coexistir con cualquier ideología y religión; por ejemplo, las ideas religiosas primitivas basadas en el culto a los antepasados; o con el budismo, traído de la India y que se desarrolló en China a partir del siglo VI DC. Otro ejemplo: Mao Zedong (Mao Tse Thung en la grafía inglesa) se consideraba seguidor del mohismo, una escuela racionalista creada por Mozi (siglo V AC), discípulo de Confucio, que predica el amor universal y establece que el criterio para juzgar a una doctrina es el bien que hace al pueblo.

 

(*) Doctor en economía. Ex decano de la Facultad de Economía y Administración de la Universidad Nacional del Comahue y ex vicerrector de la Unco. De vaconfirma.com.ar

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