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Ruggierito, el pistolero de Avellaneda que era amigo de Gardel y el tango inmortalizó

Juan Nicolás Ruggiero murió acribillado en una emboscada en octubre de 1933. Sus "hazañas" fueron plasmadas en "Sangre Maleva", del maestro Alfredo de Angelis. Fue el principal guardaespaldas del caudillo conservador Alberto Barceló, quien fuera el hombre fuerte local por décadas

Ricardo Ragendorfer / Télam

Transcurría el atardecer del 21 de octubre de 1933. Y él acababa de ganar una fuerte suma en el Hipódromo de La Plata sin suponer que aquel no sería su día de suerte. Era nada menos que el ladero, guardaespaldas y mano derecha del caudillo conservador –y eterno intendente– de Avellaneda, don Alberto Abel Barceló. Su nombre: Juan Nicolás Ruggiero, pero se lo llamaba “Ruggierito”.

Ya al caer la noche de ese sábado pasó por su casa para cambiar el traje de lino blanco por otro oscuro, que adornó con una rastra criolla. Después se hizo trasladar en su Cadillac a lo de Elisa Vecino, una morocha de 25 años que lo recibía en su alcoba.

Ella residía en la calle Dorrego al 2000, del barrio de Crucecita. A las 22.30, la pareja conversaba en la vereda con Ana Gallino; al rato, se les sumó su esposo, Héctor Moretti, un simpático pistolero con quien Ruggierito tenía amistad. En tanto, su chofer, apodado Joselito, dormitaba en el Cadillac. Hasta que el estampido de una 45 lo arrancó del sueño.

Entonces vio de refilón dos imágenes: su patrón al caer en los brazos de Moretti y, luego, al girar los ojos, un sujeto que corría hacia la esquina, Allí lo esperaba un Chrysler negro con el motor en marcha. El vehículo partió a toda velocidad.

A partir de ese momento, los acontecimientos se tornaron vertiginosos. Moretti hizo unos disparos, mientras apoyaba al moribundo sobre el regazo de Elisa. Y saltó al estribo del Cadillac, que arrancó con un chirrido escalofriante. Moretti siguió disparando. Desde el Chrysler le tiraban a él.

Elisa, esforzándose en contener sus lágrimas, sostenía entre las manos la cabeza de Ruggierito. Y él, tal vez presintiendo que la vida se le cortaba, miró a su alrededor. Dibujó una sonrisa. Quiso hablar. Pero de su boca solo salió un sonido débil, imperceptible.

Y cerró los ojos.

Fue cuando el Cadillac regresó por una calle lateral. La carrocería lucía huellas de balas. Casi sin frenar, Ruggierito fue cargado en el asiento trasero, antes de que el chofer enfilara hacia el sur, en dirección al Hospital Fiorito. En algún punto del trayecto, el herido exhaló su último suspiro.

Al comenzar la madrugada del domingo, su cuerpo desnudo yacía sobre una mesada de mármol, en la morgue del nosocomio. Un pequeño agujero rojo le adornaba el tórax. Junto a él, un hombre no disimulaba su pesadumbre. Era su amigo, el comisario Esteban Habiague.

Al rato, llegó allí Barceló con una docena de custodios. Habiague lo vio entrar a la morgue con la mirada húmeda.

Alberto Barceló, caudillo del Partido Conservador, dueño y señor de Avellaneda por tres décadas.

 

El ahijado del poder

Nacido el 24 de junio de 1895, Ruggierito fue el benjamín de los once hijos concebidos por la unión entre una criolla y un humilde carpintero napolitano, establecido en la isla Maciel. A los 14 años ya pegaba afiches para el comité de Barceló, que iniciaba su primer período municipal en Avellaneda.

Quizás fue en tales circunstancias cuando reparó en ese pibe que acudía a la Intendencia para buscar la comida que se repartía a los pobres.

En el vientre de la Historia se gestaban tiempos revueltos.

A fines de 1919, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen, un conflicto gremial en los Talleres Vasena, ubicados en el sur porteño, supo desatar una represión policial y parapolicial que se extendió a toda la ciudad. No sólo tuvo como blancos a obreros socialistas y anarquistas sino también a colectividades extranjeras; en especial, la judía.

La denominada “Semana Trágica” dejó 700 muertos y miles de heridos. Sus hacedores sin uniforme pertenecían a la Liga Patriótica. Pero también había quienes actuaban a cambio de unos pesos. De modo que lo novedoso fue la utilización política de elementos contratados en los bajos fondos.

Desde entonces, esa práctica trazó un punto de inflexión en el escenario delictivo local. Y si hubo una vida que la ejemplificaría fue la de Ruggierito.

Ya en aquella época él era un avezado puntero y, a la vez, un pistolero audaz. Supo ganar fama en tiroteos con patotas adversas al espacio partidario de su padrino. En pleno auge del “fraude patriótico” –como los conservadores llamaban a sus trapisondas electorales–, fue habilidoso en el arte de intimidar votantes y conseguir libretas para poner papeletas en las urnas. Y solía a salir de juerga con un correligionario célebre: Carlos Gardel. Su prontuario incluía máculas por juegos prohibidos, robos, lesiones, abusos de arma y homicidios.

Una de sus víctimas fue el “Gallego Julio”, un matón al servicio de los radicales, cuyo nombre era Julio Valea. Su providencia –al igual que, luego, la de Ruggierito– no resultó bendecida por el turf. En octubre de 1929, mientras contemplaba la séptima carrera del Hipódromo de Palermo, alguien le apuntó con un Winchester desde el terraplén del ferrocarril. Justo cuando un caballo de su propiedad cruzaba el disco de la victoria, él caía con la frente atravesada por un proyectil. Y el tirador se replegó en un automóvil a toda velocidad.

Exactamente cuatro años después –ya bajo la Década Infame–, mientras una acongojada multitud rodeaba al Hospital Fiorito tras empezar a correr, de boca en boca, la noticia del asesinato de Ruggierito, al comisario Habiague le vino a la mente ese otro crimen. Y llegó a conjeturar que en la ejecución del Gallego Julio –de la cual su amigo no resultó ajeno– podría estar el anagrama de su propia muerte. También consideró otras hipótesis: rivalidades políticas o discrepancias en los negocios sucios.

En ambos casos –pensó– él también estaría en la mira de los asesinos.

Adiós al amigo

Antes de calzarse el uniforme de policía, Habiague había sido periodista en el diario La Razón y, después, en La Tarde; fue administrador del Hipódromo de San Martín, además de oficiar de banca en algunos garitos.

Justo en eso estaba cuando Barceló le soltó una propuesta que él no pudo rechazar: “Júntese unas 200 libretas y lo hago diputado provincial”. Dicho y hecho: aquel hombre fue legislador por el partido de San Martín entre 1925 y 1928.

El siguiente paso de su mentor fue designarlo como comisario inspector en Avellaneda. Desde ese cargo, hizo excelentes migas con Ruggierito. Entre otros motivos, porque los dos eran engranajes de la misma maquinaria. Y en aquel contexto, una de las funciones policiales de Habiague era la excarcelación por vía extrajudicial de los amigos y aliados que habían tenido la pésima fortuna de caer tras las rejas. “En esa época –decía el comisario–, nadie de Avellaneda entraba a pudrirse en Sierra Chica”. Y menos Ruggierito.

Habiague solía evocar una añejo episodio, cierta noche, por cuestiones del momento, Ruggierito hirió de muerte a un compadrito, el Zurdo Cruz Medina, en un turbio almacén de Sarandí, antes de darse a la fuga.

Al llegar la Policía, interrogó al moribundo en estos términos:

—¿Quién te hirió? ¿Fue Ruggierito?

La respuesta, declamada con el esfuerzo propio de la agonía, fue:

—Vea, agente, el hombre para ser hombre no debe ser batidor…

Y cayó en el sopor eterno.

Jamás supo que su frase póstuma inspiraría el tango “Sangre Maleva”, de Juan Manuel Velich y Dante Tortonese.

Ahora, al clarear aquel domingo, al retirarse del Fiorito, Habiague pensó que esclarecer el asesinato de su amigo era para él un imperativo moral.

Entonces –tal como contaría muchos años después– se le cruzó la última imagen que tuvo de Ruggierito en vida. Fue durante un acto en el barrio La Mosca, cuando –para la sorpresa del propio pistolero– la multitud empezó a gritar: “¡Barceló, no! ¡Ruggierito, sí!”.

La mirada del caudillo, ya clavada de soslayo sobre el aludido, adquirió un extraño brillo.

 

¿Quién mató a Ruggierito?

En la mañana del 23 de octubre de 1933, una muchedumbre nunca antes reunida en Avellaneda marchaba lentamente por la avenida Mitre, llevando en andas el féretro de Juan Nicolás Ruggiero envuelto por la Bandera.

El intendente Barceló aguardaba al cortejo en el Cementerio Municipal. Aún seguía siendo el individuo más poderoso de esa ciudad. Su estrella recién declinaría a mediados de la década siguiente. Y murió en 1946.

El comisario Esteban Habiague concluyó su carrera en aquellos mismos años, sin dar con los asesinos de Ruggierito.

Mucho tiempo después, durante una brumosa tarde de 1965, el ya viejo comisario departía con un conocido en una mesa de la confitería El Molino. Y no sin cierta prudencia, reveló:

—A Juan lo mataron sus amigos; lo mataron porque ya no les era útil.

Su voz sonaba muy cansada.

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