*Por Alejandra Ciappa/NA
Acababa de recibirme de médica en la Universidad Nacional de La Plata y llegué a New York con el objetivo de empezar un post-doctorado en genética del Alzheimer para hacer investigación científica en la Universidad de Columbia.}
La mañana del 11 de septiembre sonó el teléfono en el laboratorio, era mi mamá, a los gritos. “¡Ale, chocaron dos aviones, se cayeron las Torres Gemelas, andate a tu casa y quedate encerrada!”. Yo le contesté que estaba loca, que no entendía que decía.
Es probable que quienes vimos el atentado a las Torres Gemelas recordemos vívidamente el momento. ¿Dónde estábamos cuando vimos la imagen recién grabada de un avión incrustándose en las Torres Gemelas y después otro estrellarse en vivo…
No había Internet como actualmente, tampoco televisor en el laboratorio así que crucé a un bar. Me abrí paso entre la gente y ahí vi: las torres se estaban cayendo.
Yo trabajaba en laboratorios y no en hospitales, nunca había estado en una catástrofe. No sabía cómo, pero sabía que tenía que ayudar. Le pedí permiso a mi jefe y me alisté para ser rescatista en la Cruz Roja. Era lo único que podía hacer.
—Soy médica, úsenme— les dije.
Era tal el caos que recién al día siguiente subí a un colectivo, y me dijeron que era parte del “Team A” (equipo A), y me mandaron al “Ground Zero” o “zona cero”, el epicentro de la devastación. Cuando llegué, nada de lo que puede haber imaginado era mucho. Un amasijo de hierro y escombros. Todo era destrucción, desolación, impotencia, dolor y sobre todo mucho silencio. Ese silencio que duele en el alma. Ya no había más vida. Todo era muerte. No hubo ningún sobreviviente.
Mi tarea era atender a los bomberos, a los policías y a los voluntarios que estaban sacando escombros con la esperanza de encontrar a alguien con vida.
Le limpiaba los ojos porque todo ese polvo gris eran astillas de hierro. Pero cuando le ponías agua quemaba la piel. Todo lo fuimos descubriendo en el momento, porque no lo sabíamos, como pasa ahora con la pandemia.
Al ver la desesperación, empecé a asistir las crisis emocionales de quienes estaban en la primera línea de fuego, fue un instinto que años después desencadenó en lo que hoy es principalmente mi labor profesional.
Era la única del equipo que hablaba español. Había que entender lo que le pasa al otro y ofrecer las herramientas para aliviarle ese dolor.
Dormí ahí, en el Ground Zero, y también tuve miedo. De hecho estábamos respirando asbesto, toxicidad pura. Las torres ardieron dos meses, explotaban las cosas, se derrumban los edificios, tuve mucho miedo. El miedo frente a una situación límite es necesario, es lo que nos pone en alerta. Pero entendí que transformar el miedo era vital para ser más productiva. Me comprometí a cambiar la mirada y ver que había gente en otros edificios que todavía tenía una oportunidad. No salvé ninguna vida pero tal vez haya evitado alguna muerte más, que es otra manera de salvar una vida.
En el Team A éramos cinco, ya no recuerdo sus nombres pero sí cómo actuamos en equipo. No sabíamos bien cómo pero teníamos la convicción de que podíamos hacer algo para prevenir más muertes. La vida es un trabajo en equipo. En esta pandemia, ya vimos que nadie se salva solo.
Tras haber estudiado el estrés postraumático que padeció mucha gente después del atentado, se que la pandemia dejará sus secuelas en la salud mental de muchos de nosotros: burn out -«síndrome del quemado»-, trastornos de ansiedad, depresión, angustia, de la despedida que no fue, del último adiós.
Sigo siendo médica pero ya no soy la misma que hace 20 años viajó a Estados Unidos. El tiempo, la experiencia, la preparación y el poder de la vocación me mostraron para que estoy en este mundo.
Ahora dedico mi tiempo a pacientes que necesitan canalizar el dolor y transformarlo en otra cosa. Ellos tienen que transitar un camino muy duro y yo trato de guiarlos a atravesar esas situaciones de crisis y a transformar ese dolor en voluntad de seguir adelante.