La primera línea de la farándula televisiva argentina atraviesa su peor año en décadas. Así lo demuestran los números de rating de Marcelo Tinelli, el fallido regreso de Mirtha Legrand (más allá de sus problemas de salud), con su nieta cómodamente sentada en su silla y sin ganas de correrse aunque no con los números buscados para un año electoral y sin ningún talento para la conducción, y la ausencia de Susana Giménez, con una pantalla de Telefé potenciada por realities y magazines que, entre ollas y sartenes, ni notó la salida de la grilla de la actriz y conductora.
Hasta allí, pandemia de por medio, todo podría tratarse de una de las tantas consecuencias del maldito coronavirus. El aislamiento cambió los modos de consumo televisivos e inclinó la balanza por el on demand, poniendo en el streaming y las plataformas el real interés de las audiencias que buscan ficciones en todas sus formas y abordando una etapa en la que la pantalla chica tradicional, la de los canales de aire, se queda, al menos por el momento, con el resto de los formatos y contenidos.
Pero hay algo más. Este tiempo, que visibilizó una crisis de la televisión que llevaba años de parches y caras repetidas, puso blanco sobre negro algunas cuestiones vinculadas con aquello que hay detrás de estos supuestos intocables de la tevé criolla que hace años huelen a naftalina.
Esos velos se esfumaron y la que quedó más expuesta fue Giménez, con su inocultable tilinguería, que en los últimos días se mostró exultante desde Punta del Este, avisando, orgullosa, que ya es “por suerte, ciudadana uruguaya”, una decisión impulsada, entre más, por su negativa a pagar el impuesto a la riqueza dispuesto por el gobierno nacional y votado en el congreso en medio de la peor pandemia de la que se tenga memoria.
Susana Giménez se hizo millonaria en la Argentina, se enriqueció de manera exponencial en el menemismo con el falso uno a uno y todo lo que vino después. Ella fue una de las impulsoras del macrismo y el letal nuevo desembarco de la derecha, con la que coqueteó toda la vida, sin avizorar ni el más mínimo rasgo de conciencia de clase (una chica de barrio que estudió para ser maestra), direccionando su mensaje a un sector de sus seguidores constituido como “pobres de derecha” que en cierta forma creyeron en ese mensaje, como en el de Legrand, ambas descarnadamente antiperonistas de toda la vida.
Pero eso sería lo de menos si no fuera porque antes había mandado a los pobres argentinos a criar gallinas al campo asegurando que en el país se había perdido “la cultura del trabajo”, y desde su ostentosa mansión esteña se refería a la Argentina como “Argenzuela”, mientras se negaba a vacunarse, y ya instalada en Uruguay, contrajo el coronavirus que la puso al borde de la muerte.
“Susana es Susana, a ella se le perdona todo”, dicen hasta con inusual complacencia algunos comunicadores y referentes del medio local que miran para el costado cada vez que se va al pasto, pero esta vez pasó un límite.
Fue en el marco del America Business Forum, que Giménez, entrevistada por su amigo y gurú mediático Ismael Cala, habló de su fortuna y expresó que siempre soñó con ganar mucho dinero, algo que no está reñido con la ley si es que después se pagan los impuestos correspondientes. “Yo pensaba: «De vieja quiero ser rica»”, dijo sin remilgos, al tiempo que Cala destacó que es “una de las mujeres más acaudaladas del mundo del entretenimiento de ambos lados del Río de la Plata”, como si se tratara de un título. Y ella le respondió: “Mirá si te escucha la AFIP… por suerte ya me hice uruguaya”.
La confesión de Giménez, que poco después habló de su excelente relación con el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, con el que había cenado días antes, desató una andanada de comentarios en su contra, incluso de algunos referentes del medio local que sumaron cientos de miles de otros comentarios en las redes sociales.
Pero es cierto, Susana es Susana. Es la misma de eterna mirada sesgada que critica al sector más empobrecido del país porque recibe un plan del Estado, la misma que pidió pena de muerte porque según ella “el que mata tiene que morir”, la misma que en los 90 pensó que vestirse de Versace la convertiría en una señora de la alta sociedad porteña, y hasta se casó con Huberto Roviralta, o quizás con su supuesto y añejo pasado patricio, que años después, en medio de un escandaloso divorcio, se quedaría con varios de sus millones de dólares y el tabique roto por un cenicerazo.
Susana es Susana, la misma que se enojó cada vez que no pudo comprar dólares en la Argentina, pero se puso muy contenta cuando pudo comprar por cientos de miles y llevarlos fuera del país siendo parte de la casta millonaria que se quedó con la plata de la mayor deuda externa de la que se tenga memoria, contraía durante el macrismo.
Susana es, también, la misma que se vio favorecida por millones a partir de la quita que del impuesto a la riqueza que promovió Macri, la misma que negoció siempre, incluso con el cura pedófilo Julio César Grassi o la misma que escondió un auto importado y de alta gama en un galpón tapado de pasto, comprado a menor precio con una licencia para discapacitados.
Ahora, aquella muchacha del “shock” de la propaganda de jabón Cadum del 69 que había estudiado magisterio y que soñaba con ganarse un lugar en el medio, dice que en marzo retomará sus compromisos laborales en la Argentina, lo que implica que buscará regresar con su programa o con lo que sea. Habrá que ver si a Telefé le interesa (posiblemente sí) ese regreso, más allá de que debería poner en riesgo su prime time, con una apuesta millonaria, siendo que funciona de maravillas con las ollas, los sartenes y algunas coas más.
Pero sobre todo, habrá que ver quién está dispuesto a ver a esta señora que para seguir facturando deberá abandonar “el paisito” que la acogió con los brazos abiertos y tendrá que regresar para trabajar en “Argenzuela”.