La presencia del gobernador Omar Perotti y el intendente Pablo Javkin en la marcha que se llevó adelante en el Monumento a la Bandera en la noche de este miércoles no pareció una buena idea. “Fuimos a poner la cara”, “Nos comprometimos con la familia de Joaquín” Pérez, el arquitecto asesinado a tiros durante un robo hace poco más de una semana en barrio Arroyito. No era el lugar para escuchar a los vecinos, vecinales y familiares dolidos y angustiados por la muerte. Nada, ninguna palabra, vuelve el tiempo atrás para que ellos estén vivos. Y cualquier respuesta a ese reclamo es insuficiente, tiene sabor a poco. O a nada.
El reclamo de seguridad no encuentra respuestas. Y lleva años. No alcanza con leyes en la Legislatura para reformar la Policía, que están demoradas, ni los juicios posteriores a los asesinatos para que los culpables queden presos. Ese reclamo que en 2014 se logró atenuar por un tiempo con la llegada de las fuerza federales caminando el territorio hoy necesita otro tipo de respuestas. Respuestas que recién se van a entender cuando su puesta en marcha dé algún resultado. Veníamos de 2013, un año que cerró con 264 asesinatos en departamento Rosario, por ahora el récord anual, y un crecimiento de los homicidios también en los primeros meses de ese 2014. El desembarco de las fuerzas federales llegó en abril, con un despliegue cinematográfico a cargo de Sergio Berni, entonces secretario de Seguridad de la Nación. Cada vez que las muertes subían, la solución fue la misma a lo largo de los años. Y esa respuesta que se ensayó más de una decena de veces no ayudó. Sólo logró tranquilizar a aquellos vecinos en cuyo barrio desfilaban los gendarmes, o prefectos, o policías federales. Pero el problema siguió.
La muerte importa sólo cuando hay un colectivo que la reclama. Cuando los familiares y las organizaciones pueden lograr marchar, reclamar, llegar a los medios, suele haber justicia. Al resto, al que no puede, o no logra la empatía del resto de la sociedad le queda un duelo solitario y angustiado y es sensación de que la muerte llegó por algo, por pobre, porque estaba en alguna cosa rara, porque era amigo de un amigo, porque quedó en medio de las balas caminando por donde no debía, porque así es ese barrio. Ese barrio donde hay niños baleados y muertos todo el tiempo. Ese barrio donde la calle se vuelve un problema y el encierro una alternativa; y no sólo por las balaceras y las muertes sino por los arrebatos, los asaltos callejeros y las entraderas, delitos de subsistencia.
Las recetas para la seguridad fueron muchas y a su vez la misma. La mano dura no resultó nunca. La promesa de inclusión es un trabajo necesario, pero a largo plazo, que conoció algunos éxitos con el proyecto Nueva Oportunidad, por ejemplo. A fines de 2018, cuando el número de jóvenes muertos había disminuido, ese programa apareció como una explicación posible para ello, pero hoy ya no está, al menos de la manera que funcionaba años atrás buscando no sólo trabajo para pibes y pibas, sino una instancia de diálogo y compañía en medio de tanta desesperanza y muerte. Lo mismo pasó con el plan Abre, una instancia en la que se pretendía intervenir de manera integral en los barrios, llegando con el Estado ya no vestido de policía sino de derechos: a tener calles, iluminación, agua potable. Esos proyectos cambiaron de nombre, pero también de sentido. El trabajo cuerpo a cuerpo que hacía el Estado con los vecinos ya no existe. Esa escucha y la posibilidad de medir la temperatura del barrio hoy sólo se mira por TV.
Pero no se trata sólo de un proyecto a largo plazo. Se trata de sentarse a escuchar los problemas y planificar para salir de ellos. Con policías, pero también con inclusión.
Nadie se pregunta por ejemplo sobre la proliferación de armas. Que al menos en las que se incautan dejan ver ametralladoras, calibres gruesos, armas de guerra. De dónde salen, quién las provee.
La solución no es fácil. Se necesita de un gran acuerdo social y una inversión acorde que sirvan para prevenir el delito y para poder evitar la muerte, que es la forma más terrible de la violencia.
Pero hay otros problemas menos graves, porque no hay muertos, necesarios de ser atendidos. Qué pasa cuando una persona camina por la calle llevando un celular y una billetera y se la arrebatan. A veces no sólo una vez, sino varias veces en un año. Cuánto sale, medido en billetes pero también en tiempo, un celular, un DNI, un carné de conductor, un juego de llaves. Buena parte de un salario o de ingresos cuentapropistas que no alcanzan. Y esa angustia da bronca, impotencia, que se conjuga con la muerte continua y constante.
Qué pasa cuando las y los preadolescentes y adolescentes pierden la libertad por el miedo. El problema no sólo es el narcomenudeo, que de manera paradójica hasta es una economía de subsistencia, ante la inexistencia de otra, para miles. Cada barrio tiene su problema. Y el centro también. Pero no hay una política única para todos que a la vez tenga en cuenta esas especificidades: cada espacio de la ciudad necesita ser escuchado y el Estado debe delinear una política para todos ellos.
La seguridad es una palabra demasiado amplia, pero hay que empezar por algún lado. Por un barrio, por un proyecto. Este jueves se escuchó la respuesta del Estado: cambió al séptimo jefe policial local en 22 meses. Gusto a poco, a nada. Más allá de la foto del gobernador o el intendente insultados y hasta empujados por vecinos, queda otra, menos visible y más dolorosa. La de esa familia que buscaba la empatía social y política tras la pérdida de un ser querido, la respuesta del Estado, y la necesidad de cada vez más gente de decir basta, lo que a veinte años del trágico 2001, en medio de una crisis en muchos puntos similar, debiera encender las alarmas de toda la clase política ante el creciente grito del “que se vayan todos”.