Vande Guru y Virginia Coppola / Especial para El Ciudadano
La desorientación es general. Las brújulas del norte y del sur marcan el camino de los jóvenes hacia el nuevo milenio
“Acá hay demasiado mucho para mucho poco” dice Peralta, el paraguayo de Okupas. Corre el año 2000 en Argentina y el programa se emite semanalmente por Canal 7. Esto quiere decir que, entre un capítulo y otro, pasa una semana. Y también que, entre ese estreno y el de Netflix, pasan veintiún años.
“Demasiado mucho para mucho poco”: la síntesis del final de una década (¡y qué década!). De un siglo. De un milenio. Los CPU de plástico blanco que amontonaban a lxs pibes en los cibers tenían arriba de las disqueteras un cartel: “Recuerde: apagar la máquina el 31/12/1999”. El efecto Y2K amenazaba con hacer estallar los sistemas informáticos. Sabíamos qué terminaba. No sabíamos qué empezaba.
El comienzo de la incertidumbre
Al sur de la línea del Ecuador, los McDonald’s crecen como yuyo: uno cada 150 mil habitantes. Mientras, en los barrios se rasca la olla al compás de los primeros acordes de la cumbia villera. Los 18 millones de pobres perfeccionan los malabares para intentar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Los 9 millones de indigentes empiezan a patear las calles. Recopilan las sobras: cartones, basura, comida. Restos.
De la Rúa promete ser aburrido y en el ambiente se respira una calma chicha. Un aire cargado de olor a mierda que viene subiendo por las napas y no encuentra salida, porque no hay cloacas. Sino un sinfín de pozos ciegos a punto de rebalsar.
Del otro lado de la raya que divide al mundo en dos, tampoco la tienen más clara. Al norte también se le termina el tiempo y la brújula se les rompió entre medio del barullo causado por el entonces conocido sexgate, el culebrón político protagonizado por Clinton- Lewinsky.
La desorientación es general. Demasiado mucho para mucho poco, y sin brújula. Una bomba de tiempo. Un salto al vacío.
«Escucha lo que pienso y vas a empezar a tener miedo». Rage against the machine
Estamos en los inicios de julio de 1999. Los afiches amarillos se multiplican en las calles de Nueva York mientras MTV fogonea la reedición nostálgica de unos de los festivales icónicos de la cultura rock.
Treinta años habían pasado de aquel mítico Woodstock, ese encuentro de paz y música que en el 69 marcó el fin de una era. Pero la generación que fumó la pipa de la paz al ritmo de Janis Joplin, The doors y Hendrix en el 99 peinan canas. Los organizadores deben pensar en otro público: lxs pibes de la “generación Y”, los millenials. Lxs hijxs de los Baby Boomers consumen los productos musicales que las grandes discográficas promocionan a través de los canales de TV del mainstream internacional.
El mercado de la cultura global está en su auge: lo que se produce en el centro del imperio se consume a nivel mundial. Estados Unidos exporta hamburguesas, música y el american way of life mientras sus divisas crecen a un ritmo vertiginoso. La clase media blanca vive de manera holgada, con grandes gastos, en un país cuyo sector empresarial decide reducir costos tercerizando su producción. Los países asiáticos cocinan por unas monedas el plato que Estados Unidos vende al mundo en el gran restaurant global.
Pero el capitalismo triunfante en su variante globalizada tiene también su lado B. Los millenials no se hallan en ese mapa que la generación de sus papis y mamis armaron para ellxs. La crianza entre algodones no parece ser tan cómoda como prometía.
Mucho algodón, poco horizonte
Todo lo que quieras, se puede comprar. Está a mano, en las góndolas de los supermercados. Lo que no aparece en las publicidades, no existe. Pero la facilidad tiene su precio: en los productos en serie no hay lugar para el deseo.
En el 94, Kurt Cobain se suicida y con él muere el grunge. Ese vacío lo intenta llenar una mezcla de rap, metal y sintetizadores que hacen bailar la ira por sus bajos al palo. Sin melodías, a puro grito desquiciado se consolida esta estética: camisetas de basket y cadenas colgando por debajo de los calzoncillos que se asoman desde los pantalones holgados. Estxs jóvenes solamente pueden gritar el desinterés generalizado del que son parte.
Fred Durst, el agitador al frente de Limp Bizkit, aparece para gritar desde los escenarios: “No nos importa una mierda, y no nos va importar una mierda hasta que a ustedes no les importemos yo y mi generación”. Pero las nikes blancas no contrastan con sus piernas también blancas. Nace el nu metal, y en lugar de un género, surge un producto.
Nueva Roma, te cura o te mata
Woodstock 99. Roma. Base de la Fuerza Área de Griffiss. Estado de Nueva York. El hecho de que un recital que se anuncia pregonando la paz tenga lugar en una antigua base militar es, para arrancar, la primera de las contradicciones que esta fiesta para nenxs de oro deberá asumir.
La ironía no termina en ese dato de color. Los organizadores asumen que el enemigo de estxs jóvenes es el sistema americano. Y así lo es. Pero se olvidan de un pequeño detalle: no se trata de lxs mismxs jóvenes de los 60, y tampoco es exactamente el mismo momento del sistema capitalista.
James Brown inaugura el escenario principal con “Get Up Offa That Thing”. Un público que carece de swing no entiende muy bien a ese personaje de camisa azul y brillos que se balancea a un ritmo que la mayoría desconoce.
Las 220 mil personas que llegan a Roma quieren agite. La promesa está en The Offspring, Limp Bizkit, Korn, Rage Against the Machine, Metallica, Megadeth. Son tres días de julio del despiadado verano del norte, a 40 grados, sin sombra. A cuatro dólares el medio litro de agua y a 10, una pizza. Drogas, varias. Alcohol, a rabiar.
En la base aérea de esta nueva Roma no hay árboles. Lxs pibes tienen que caminar a través del cemento ardiente la distancia de 3,7 km que separa a un escenario del otro. Las pocas fuentes de agua gratuita distan bastante de ser fuentes de alegría, el ánimo se caldea, la sed hace que algunxs desesperadxs rompan los caños que las alimentan. El barro empieza a brotar y a confundirse con la mierda que satura y emana de los insuficientes baños.
El sábado a la noche, Limp Bizkit cuestiona la calma que había llevado Alanis Morissette y vocifera ante la multitud: “No existen reglas allá afuera”. A partir de ahí, arranca un descontrol que durará hasta el domingo a la noche. Las velas, que tenían como misión pregonar la paz, iluminan por breves instantes la oscuridad impune donde chabones envalentonados violan a pibas silenciadas por una sociedad cómplice. Son las mismas velas que usarán para prender fuego el mobiliario que se había salvado de la humedad de la masa de barro y mierda.
No queremos tu Woodstock, tu paz no nos interesa
Unos 25 siglos atrás, Aristóteles definía la catarsis como una forma de purificación de la mente, del espíritu y del cuerpo que se experimenta al observar un espectáculo en el que se representan las pasiones más viscerales, sin por ello sufrir consecuencia alguna.
Más tarde, en el siglo XX, Bajtín eleva la apuesta y afirma que la participación activa en las fiestas de carnaval, no solo con la mirada, sino también con los cuerpos, posibilita la transgresión de las reglas sociales. Durante esos días destinados al carnaval, se suprime la necesidad de moderar las pasiones y se instala un “vale todo”, una ruptura total que tendrá como función garantizar la vuelta al orden social establecido.
Hacia finales del siglo XX, no es noticia para nadie, entonces, que un festival de rock libera pulsiones, facilita el drenaje de las emociones contenidas y puede desatar a las fieras. Tampoco que a mayor presión social que ejerzan los Estados (y los mercados), mayor va a ser el deseo y la necesidad de romper esas reglas. No solo en Estados Unidos, también en Europa, Sudamérica o el Congo Belga.
Woodstock 69, 79, 89, y 94 fueron festivales en los que la música, la paz, el amor, y también algunos desmanes, las drogas y el divino tesoro de la juventud se conjugaron como en cualquier carnaval de occidente. Pero lo de Woodstock 99 fue otra cosa.
Entonces: ¿qué falló? Opciones: fue la mala organización que expuso a lxs pibxs a condiciones insoportables. O, como prefieren creer los organizadores, fue Fred Durst de Limp Bizkit, incitando al descontrol a una manada de jóvenes furiosos. O quizás fue el calor y la falta de agua, fueron las drogas y los excesos.
Pensar en estos factores aislados como los únicos determinantes del estallido de furia y violencia es tan ridículo como intentar responsabilizar a las chicas en tetas de provocar los acosos y violaciones de las que fueron víctimas.
Analizarlo de esta manera es un error de lectura. Bien sabemos que en nuestras tierras por aquella época también se gustaba de asistir a recitales multitudinarios, y sus asistentes tampoco eran un ejemplo de la filosofía epicúrea del soporta y abstente. Sin embargo, este tipo de eventos en suelo argento eran, más allá de todo, una fiesta colectiva.
Pensar en términos de falla es errar el eje de la pregunta. Bien mirado, nada falló. Armaron una bomba y explotó en el momento indicado, como un relojito bien calibrado. Los engranajes confluyeron para que estxs pibxs de clase media, blancxs, enojadxs con el confort de la vida fácil terminarán gritando: “No queremos tu Woodstock”.
Sur, paredón y después
Los países de este lado del Ecuador hacia mitad del siglo XX habían sido bautizados con el nombre de “países en vías de desarrollo” o países del “tercer mundo”. Este era un recurso que servía para dar cuenta de su posición política y económica en el escenario que se abrió con el fin de la segunda guerra.
Pero para fines de los 90, pasados diez años de la caída del muro, estos términos se resignifican. El anuario de la Rolling Stone del 99 en tono de chiste define de manera precisa qué corno es el famoso tercer mundo: “Dícese de los lugares del planeta donde suceden todas juntas cosas como, el apagón de media ciudad, el impuesto docente, la persecución a los inmigrantes, el asilo a Lino Oviedo, la bienvenida a la viuda de Pablo Escobar Gaviria, Aldo Rico, Ramallo, la extrema pobreza, y la pre nominación de Manuelita al Oscar”. Les faltaba decir que en un país como Argentina el que se aburre es porque quiere, mal que le pesara a De la Rúa.
Ampliemos un poco el panorama. Argentina 99: elecciones presidenciales y un eclipse de sol que nos deja a oscuras por unos minutos en pleno día. El accidente de Lapa. “Ola de inseguridad”, que lleva a Patti a plantear la creación de “piquetes de civiles armados ” (sic). En la tele el jarrón de Coppola, Samantha y Natalia, que toda la noche se la bancan. Podemos ir a Malvinas pero nos masacran en Ramallo. Charly va buscar una chica de diecisiete al colegio mientras desde el gobierno se lleva adelante un recorte presupuestario de 280 millones de dólares para el sistema escolar y de 170 millones para las universidades. Según a quién elijas creerle, el mundo se termina el 11 de agosto (Nostradamus) o el 9 de septiembre (agoreros random), pero por las dudas le agregamos un 4 a los números de teléfono.
En medio de todo este cambalache, los jóvenes de nuestro país vagan en las calles, se juntan en las esquinas a tomar un porrón y a ahogar la zozobra que les produce un país que no les tira un centro ni de corner.
No hay futuro en la universidad. Los ingenieros manejan taxis. Tampoco hay laburo para juntar el mango. Algunos se rajan a Europa, pero la mayoría no tiene ni para el bondi que los deje en Ezeiza.
Y atrapan migajas
“Acá hay demasiado mucho para mucho poco” dice Peralta, el paraguayo de Okupas. Este es el escenario por el que se mueven los personajes de la serie. Pero la ficción otra vez se queda corta cuando la realidad asoma. Lo que la trama muestra, sin saberlo, es la punta del iceberg que va a impactar contra la institucionalidad nacional apenas un año después y nos va a dejar a todxs cantando mientras se hunde el barco.
Okupas cuenta una historia en la que se esperaba que todo falle, y así sucede en términos narrativos: algunxs, no tienen mayor aspiración que zafar la diaria, otrxs, que ya perdieron su estado de inocencia, reconocen que la promesa de progreso es una farsa. Toda esta historia es el augurio de un gran fracaso individual y social.
Sin embargo, la ficción casi sin querer nos cuenta algo más: esos pibes salen a meter caño, pero no como locos sueltos, sino como un grupo de personas que se sostienen entre sí para hacer que todo duela, al menos, un poco menos. El único personaje de clase media que se aventura a la vida extramuros descubre con horror que la marginalidad es una mierda.
Lo que nos muestra la serie es la semilla de lo que lxs jóvenes de principio de milenio de este país, aún con vidas quebradizas y corazones en hilachas pudieron hacer: no cumplir con lo que el sistema buscaba de ellos. Se organizaron en movimientos sociales, trabajaron en los barrios, hicieron piquetes, tomaron universidades, cantaron en los recitales y en las calles, y sin saberlo, formaron el lazo social que sirvió de base para la reconfiguración de la institucionalidad de este país. Agrupar y compartir pareciera ser el lema de esta generación. Sin nada en los bolsillos, se reparte lo poco propio, e incluso lo ajeno. En una escena nodal de la serie, Ricardo el protagonista, le dice al Pollo “en este sencillo acto, te invito, amigo mío, a que compartas la conquista de este caserón del orto, conmigo”.
Retrotrack
El fin de milenio mostraba entonces dos imágenes tan contrapuestas como sus ubicaciones geográficas. El norte prometía una panzada que se sostendría a partir de la expansión corrosiva del proyecto neoliberal que habían implementado como plan de acción para el orden económico global. Sin embargo, lxs pibes de Woodstock 99 dejan claro que esto no era de su agrado, básicamente porque no se sentían parte del banquete. De este lado, la miseria abre una brecha, un vacío, sobre el cual se van a tejer los lazos de solidaridad y comunión que hará de red de contención y apoyo para esa generación cuando finalmente en 2001 todo colapse.
Pasaron veinte años del quiebre 2001. Nuevamente, a este país que aún está en el sur le llegan desde el norte las presiones del FMI. Otra vez, nos muerden los talones y nos cuentan las costillas mientras nos venden su estilo de vida empaquetado. La pregunta que nos okupa es qué redes, más allá de las virtuales, serán capaces de tejer lxs pibes pos 2001.