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Alddana Lorens, la víctima indigna de justicia

El abandono y la desidia del Estado, la muerte en soledad, la familia que mata y la construcción, una vez más, de las buenas y malas víctimas: “Malandras o científicas, monjas o profanas, siempre somos las mismas 15 personas exigiendo justicia en cada travesticidio”

Por Victoria Stéfano- Cosecha Roja

 

Este relato comienza al final y termina al principio. El 24 de diciembre, mientras me preparaba para mi primera navidad en casa, en el otro extremo de la ciudad, Alddana Lorens era atacada por su hermano y entraba en coma al Hospital Cullen de Santa Fe.

Hacía unos días había escrito sobre lo que significan las celebraciones de fin de año para la gente trans. Ahora añadiría un párrafo terrible a ese texto: las fiestas también pueden significar muerte.

El 3 de enero se conoció públicamente la muerte de Alddana. O “la Chochi”, como le decían sus amigas. Las autoridades del hospital decidieron denunciar ante la Agencia de Investigación Criminal recién en ese momento las circunstancias en las que Alddana había llegado diez días antes.

Ahí empezó realmente la noticia para mi. Leyendo toda la información que tenía hasta ese momento había un detalle que me causaba mucha ira, pero también miedo por mí misma. Alddana llegó el 24 al hospital, pero recién cuando murió el 3 se pidió intervención para investigar por qué llegó como llegó. ¿Lo hicieron porque era trans?

Desde ese lunes empecé a rastrear todo lo que pude sobre ella, sobre en qué condiciones había muerto. Sobre cómo llegó a ser otra confirmación de la expectativa de vida que pesa sobre nuestras cabezas y que no llega más allá de los 35 años.

Alddana vivía en el mismo barrio que yo crecí antes de encontrar mi primer trabajo y poder irme de mi casa. En Yapeyú. Ahí estaba en la víspera de la navidad cuando sufrió una fractura de cráneo que la tuvo en terapia diez días hasta que murió.

Las primeras personas que se contactaron conmigo fueron compañeras de militancia. La mañana del lunes 3 me contaron muy confusamente lo que había pasado. Mientras, en el medio, la desesperación por contactar a alguien que se hiciera cargo del cuerpo que estaba aún en el hospital.

Ellas mismas me indicaron lo que después fue para mí un hilo concreto para empezar a desenmarañar lo que había pasado. Hacía meses Alddana había sufrido un incidente, en el que intervino la Dirección de Mujeres y Disidencias de la Municipalidad de Santa Fe.

En octubre a Alddana la había atacada un cliente mientras ejercía el trabajo sexual. Le tiró el auto encima cuando ella estaba en una esquina. Así empezaba el último tramo de este camino de vulneraciones que después se iba a ir haciendo más y más complejo. Por ese ataque Alddana había sufrido un deterioro muy fuerte de su salud, lo que le impedía incluso trabajar. Eso la determinó a acercarse al Estado para buscar ayuda. Pero tiempo después, como en la mayoría de los casos, Alddana dejó de contactar con las trabajadoras que la acompañaban.

El ataque, la tarde de la noche buena, terminó de cegar su vida. Para más, la tardanza del hospital en denunciar los signos de violencia en su cuerpo retrasó 10 días el inicio de la investigación. Y su hermano, apuntado como el responsable por su muerte, se fugó.

La misma policía que no denunció nada cuando Alddana llegó en coma al hospital, allanó la casa donde había sido atacada. El operativo fue el jueves posterior a su muerte y encontraron algunos elementos importantes para la investigación. Pero no hubo mucho más que hacer. Su asesino ya se había ido.

Construir a la víctima

Alddana “era una buena piba” cuenta Estefania, una compañera que tenemos en común. Dice que se conocieron trabajando en el Hotel Rivadavia, un hotel donde muchas de nosotras nos prostituimos alguna vez, hace más de diez años.

“Después nos dejamos de ver. A veces nos cruzábamos en algún boliche y compartimos unos tragos. No supe más de ella, hasta que me enteré que la habían matado”, me dice Estefi con pena.

“Yo le tenía miedo, por eso dejé de trabajar”, me dijo otra trava amiga cuando hablamos del caso. “Muchas le teníamos miedo, a ella y al hermano, el que la mató”. Ese último comentario me dejó helada, me puso en crisis. ¿Qué hacía ahora con esa otra información? La ignoro, hago como que nunca la escuché. Porque para pedir justicia las víctimas tienen que ser buenas.

O en realidad hay que empezar a reflexionar sobre cómo se construyen las víctimas socialmente. ¿Acaso hay que omitir que una persona asesinada pudo ser también violenta con sus pares para construir una víctima digna de justicia? ¿Hay que esconder las situaciones de consumo problemático para que la sociedad se conmueva con el alma bondadosa y aséptica moralmente que nos ha dejado y salga masivamente a reclamar respuestas?

Sabemos que eso igual no pasa. Que malandras o científicas, monjas o profanas, siempre somos las mismas 15 personas exigiendo justicia en cada travesticidio, en cada transfemicidio, en cada ataque hacia un pibe trans. Al final es irrelevante que hayas o no hayas sido, mientras seas trans siempre vas a importar menos.

Y si además de trans, te las arreglaste como pudiste frente a la indiferencia social y estatal, ¿acaso eso resta fuerza al reclamo de justicia? No debería, no. Pero nos gustan las víctimas impolutas. Y las travestis, les trans, siempre somos les males. Y claro que soy muy dura con respecto a las violencias que reproducimos como población. Pero, ¿qué puedo exigir yo que la saque bastante barata? La imagen arquetípica de la Justicia es ciega. Debería serlo. Aunque la Justicia ciega que conocemos nosotres, solo es ciega frente a nuestras muertes.

El Estado falló muchas veces antes de que Alddana llegara al hospital agonizando. Primero falló cuando Alddana no pudo ni terminar el colegio y no le quedo otra que el trabajo sexual. Falló no garantizando otras opciones. Falló cuando ella, como muchas personas de nuestra comunidad, cayó en el consumo problemático de sustancias y no le dieron un espacio de acompañamiento de ese consumo. Porque, a secas, no existen tales espacios. Falló cuando la atacaron la primera vez, porque nuestro bienestar le da igual a las fuerzas de seguridad. Y volvió a fallar cuando llegó al hospital y nadie denunció nada.

“Las personas trans tenemos muchos números que nos duelen. Una espectativa de vida de 35 a 42 años, más del 90% de nuestra comunidad no cuenta con trabajo registrado y como unica salida nos queda el trabajo sexual. Esto fue así durante muchos años y en 2022 sigue pasando. Nos expulsan de nuestros hogares. Por ser quienes queremos ser”, dice Pamela Rocchi, activista trans alcortense y compañera de militancia.

Y se detiene en algunas cosas que yo también pienso. “Con un Estado parcialmente presente y con la discriminación a flor de piel, nos siguen matando. Hoy con el agravante de que el asesino es el hermano. Alguien que se supone que debe acompañarnos, estar siempre, abrazarnos y querernos”

No puedo no detenerme en eso. La familia mata. La familia cómplice. Eso está bastante lejos de la pintura de la sagrada familia que nos venden a bulto cerrado.

Mientras más indago, más me pregunto quién es quién y quién debería haber hecho qué cosas. Mientras tanto, hay una mujer trans muerta y un asesino prófugo. Hay responsabilidades varias por parte del Estado, y hay una historia, una vida, una humana, que no queremos que quede simplemente en el olvido.

Este martes vamos a concentrar a las 11 en el hospital donde “la Chochi” murió sola, sin que lo sepa nadie más que su familia, la que hoy cruza versiones sobre lo que pasó. Creo que lo que más me conmociona es pensar en ese detalle. En morir sola. Sin que nadie de la gente que te quería lo sepa.

Vamos a pedir explicaciones y vamos a exigir otra vez esa ya descreída justicia de la que hablamos siempre. Pero que rara vez llega.

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