Se cumplen 85 años de la muerte de Horacio Quiroga (Uruguay 1878-Argentina 1937), escritor cuya figura evoca un derrotero implacable de fatalidades que impregnaron una obra vívida y apabullante, en la que se destacó como cultor del texto breve, a partir de relatos que hoy son un clásico, como sus «Cuentos de la selva» o los «Cuentos de amor, de locura y de muerte».
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Su infancia quedó marcada por la muerte de su padre, quien se disparó accidentalmente cuando descendía de una embarcación, en presencia de su mujer y del propio Horacio. En 1891, su madre se casó con Ascencio Barcos, quien fue un buen padrastro para el niño, pero la tragedia volvió a tocar la puerta: Ascencio sufrió un derrame cerebral que le impedía hablar; lesión que lo indujo a quitarse la vida de un disparo.
Considerado como «el Edgar Allan Poe sudamericano», tuvo a la literatura como aliada para sobreponerse. Inspirado por una joven mujer de quien se había enamorado, escribió «Una estación de amor» (1898). Más tarde viajó a Europa, donde conoció a muchas figuras de la cultura como el poeta Rubén Darío. Esta experiencia tomó registro en su «Diario de viaje a París» (1900). Y fue a comienzos del nuevo siglo cuando se instaló en Buenos Aires, para continuar con una carrera literaria imparable: publicó «Los arrecifes de coral»(1901), poemas, cuentos y prosas líricas de corte modernista; los relatos de «El crimen del otro» (1904), la novela breve «Los perseguidos» (1905), inspirada en un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, y otra más extensa: «Historia de un amor turbio» (1908). Un año después de esta novela, llegó Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, mientras cultivaba yerba mate y naranjas.
De regreso en Buenos Aires trabajó en el consulado de Uruguay y publicó, tal vez, la más famosa de sus obras, «Cuentos de amor, de locura y de muerte» (1917), a la que siguieron «Cuentos de la selva» (1918) y «El salvaje» (1920), la obra teatral «Las sacrificadas» (1920) y el renombrado «Decálogo del perfecto cuentista» (1927), donde reunió consejos y orientaciones para jóvenes escritores sobre el género cuentístico, al mismo tiempo que colaboraba en diarios y revistas, como Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación.
Su famoso decálogo resumía de manera perfecta su propio estilo: una prosa precisa, estilizada y contundente que lo convirtió en maestro del relato breve y dejó para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Publicó además la novela «Pasado amor» y quienes estudian su obra aseguran que, a partir de ese momento, sintió cierto rechazo por parte de las nuevas generaciones literarias y regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. Fue en 1935 cuando publicó su último libro de cuentos, «Más allá».
Su obra estuvo marcada por la influencia reconocida de Kipling, Conrad y, sobre todo, Poe. En sus cuentos reina una atmósfera de alucinación, crimen y locura situada en la naturaleza salvaje de la selva. En Buenos Aires le diagnosticaron el cáncer gástrico que lo habría impulsado al suicidio: Horacio Quiroga se quitó la vida con cianuro, el 19 de febrero de 1937.