Esteban Guida
Fundación Pueblos del Sur (*)
Especial para El Ciudadano
El pasado 14 de febrero se cumplieron 45 años de la sanción de la ley 21.526, denominada “Ley de Entidades Financieras” (Boletín Oficial 21/02/1977). Aunque bien se la conoce de esta forma, hay que ser justos con la verdad y recordar que no fue el Congreso de la Nación quien la votó, sino que, tal como dice en su encabezado, “en uso de las atribuciones conferidas por el artículo 5º del Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional, el presidente de la Nación Argentina (Jorge Rafael Videla, impuesto de facto por un golpe cívico militar) sanciona y promulga con fuerza de ley”.
Esta norma no fue un cambio más de los tantos implementados por el gobierno militar. Tal como lo afirmaba el propio José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía y cerebro del golpe, se trataba de una transformación de las estructuras económicas, con miras a lograr un cambio cultural y en la mentalidad de los argentinos. Un cambio que marcó profundamente la estructura productiva del país, porque modificó drásticamente los márgenes de rentabilidad de las actividades económicas, incentivando la especulación por sobre el trabajo y la producción. Un cambio tan agudo, tan profundo, que definió un esquema de poder económico y político, que los sucesivos gobiernos (democráticos) no han querido exhibir, ni tampoco cambiar, permitiendo institucionalizar una estructura económica en la que ganan los especuladores, pero pierden los que trabajan.
Aunque la democracia ha prevalecido desde el año 1983 hasta hoy, la normativa que cambió de facto la estructura del sistema financiero argentino sigue vigente. Junto con otros cientos de normas aprobadas durante la dictadura, ésta sigue generando los mismos incentivos, otorgando al sector privado (ahora más concentrado y extranjerizado) la administración del ahorro nacional y los criterios de asignación de los recursos financieros según una lógica estrictamente especulativa y de maximización de ganancia privada.
Cualquiera puede verificar que sobra financiamiento para consumo (muchas veces a tasas usurarias), pero escasean recursos para la inversión de largo plazo, iniciar un emprendimiento, construir una casa o financiar la investigación y el desarrollo. De manera parcial y precaria, el Estado ha puesto algo de dinero en estas actividades (líneas subsidiadas o subsidios directos), pero la decisión sobre las grandes masas de dinero que existen en la economía sigue en manos de las entidades financieras.
A 45 años de su implementación, resulta oportuno recordar este hecho, no sólo por las consecuencias que trajo aparejadas (de las que hemos hablado abundantemente en esta columna), sino como ejemplo lo que significan cambios estructurales de magnitud, habida cuenta de la insistencia de los gobiernos en aplicar medidas coyunturales y de estabilización, buscando atacar los síntomas de una deficiencia estructural que no tocan. Esta idea de “no cambio estructural” viene fracasando rotundamente desde entonces, porque no logra estabilizar la economía, ni mucho menos volver a una economía que aspire al pleno empleo con justicia social.
Esto se menciona en un contexto donde algunos hablan de cambios estructurales, en alusión a medidas que no representan cambio alguno en la estructura económica y productiva del país (es decir, en el modelo de generación y distribución de riqueza nacional). Ya no hay proyecto de Nación en los ámbitos de gobierno. Por eso no se discute el rumbo económico, ni las medidas las necesarias para provocar los cambios estructurales que ello implica. El cambio cultural se reserva para la introducción de ideologías foráneas que generan aún más confrontación y no resuelven nada; no hay interés en persuadir a las nuevas generaciones a esforzarse por una Patria justa, libre y soberana. Por su parte, la política económica aspira azarosamente al crecimiento económico pero olvida los requerimientos del desarrollo, manteniendo las injusticias y debilidades de una estructura económica dependiente y subordinada a poderes ajenos.
Vienen al caso las propias palabras del ministro Martín Guzmán, en la conferencia de prensa donde anunció el (pre) acuerdo con el FMI, que reitera su objetivo de estabilización, hablando de “bloque estructural” de reformas, en referencia a los derechos laborales, a los derechos de los jubilados y jubiladas, a la privatización de las empresas públicas y al desarrollo del mercado de capitales…
El cambio estructural que infligió la ley de Entidades Financieras, en 1977, implicó modificar el mecanismo de asignación de los recursos financieros del país. El gobierno peronista había establecido la centralización de los depósitos bancarios; es decir que quien definía el costo del dinero y el uso crediticio del mismo era el Estado argentino. Martínez de Hoz afirmaba (como muchos aún lo hacen hoy) que el mercado asignaría de manera más eficiente los recursos, motivo por el cual se eliminó al Estado de esta tarea, se redujo fuertemente su rol regulatorio pero se lo utilizó para generar nuevas reglas de juego beneficiosas para la especulación los capitales extranjeros y locales.
Mientas el sistema centralizado de depósitos asignaba recursos (otorgaba créditos ventajosos) al sector industrial, a la construcción de viviendas, a soportar aumentos de sueldos, a profesionales, a productores agropecuarios y a las empresas en general, el nuevo sistema impuesto por la dictadura (de encajes fraccionarios) absorbió los recursos mediante la liberación de tasas de interés que resultaban siempre positivas. Sumado a la decisión de liberar el ingreso de capitales y de reducir los aranceles a las importaciones, el sistema garantizaba ganancias a la especulación financiera pero condenaba las inversiones productivas, ya que estas se enfrentaban con una economía de alta inestabilidad e inflación, sin respaldo alguno para enfrentar la competencia (desleal) externa y con un mercado interno en franca retracción (inmediata pérdida de poder adquisitivo de los salarios y destrucción del aparato productivo nacional). No hay que olvidar que con la ley de Entidades Financieras, el Banco Central se constituía en prestamista de última instancia del sistema financiero, sin control institucional alguno sobre sus decisiones, resultando el propio Estado garante de la especulación y de los estafadores.
La decisión de cambio estructural fue clara, contundente y efectiva, en dirección a lograr lo que somos hoy: una economía dependiente del flujo internacional de capitales, obsesionada con el dólar, sin incentivos para la producción y, por lo tanto, injusta, llena de pobres, desocupados o subocupados, pero con billones de pesos “yirando” en la ruleta de la especulación.
La Argentina no siempre fue así. Si en la cabeza de millones de personas está el sueño de ganar dinero sin “poner el lomo” gracias a la especulación, es porque Martínez de Hoz logró su cometido.
La pregunta que estamos obligados a hacernos nuevamente hoy es: ¿por qué motivo los sucesivos gobiernos “democráticos” (de los tres poderes y de los tres niveles) no han puesto en discusión este cambio que nos sigue sometiendo al imperio del poder financiero, y promueve la especulación por sobre la cultura del trabajo?
Ya está todo escrito, ya se sabe todo lo necesario. Es cierto que no resulta fácil y que ello implica enfrentar a los poderes globales. Pero ocultar la verdad y evitar que el pueblo encare un rumbo de cambio estructural en dirección contraria a la que traemos es aceptar la injusticia social que vivimos y ser cómplices con Martínez de Hoz.
(*) fundacion@pueblosdelsur.org