Por Victoria Ojam, Telám
El estadounidense Robert Eggers, que con sus destacados films La bruja y El faro logró posicionarse como uno de los directores emergentes más singulares de los últimos años, vuelve al ruedo con El hombre del norte, una furiosa épica vikinga de venganza que estrena este jueves en cines y con la que el realizador se prueba a sí mismo al frente de proyectos de gran escala.
Es que hasta ahora, el terreno en el que se movía era relativamente modesto: pocos escenarios, pocos personajes y rodajes con una única cámara, todo financiado por una compañía independiente como A24, cada vez más reluciente en la industria. Nada mediocres pero tampoco extravagantes, Eggers supo sacarle el jugo a esos recursos y encontró un estilo propio que se repite en el que es su tercer largometraje.
Sea en el relato de terror sobrenatural en la Nueva Inglaterra de principios de los 1600 de La bruja (2015) o mediante la convivencia grotesca y demencial de dos cuidadores de un faro a fines del siglo XIX, como en su segunda película (2019), los ambientes muy poco saturados del cineasta siempre apelan a lo místico y lo perturbador, con súbitos excesos que irrumpen una fotografía prolija y vuelven algo difuso el límite entre lo real y lo imaginario.
Esa característica que permanece en desarrollo suele estar acompañada además por una notable autenticidad histórica en el diseño de producción. Vestuarios, sets y hasta diálogos, el combo refleja los años de investigación y asesoramiento que, se sabe, Eggers y su equipo invierten para sus emprendimientos. Y para El hombre del norte sacaron esa caja de herramientas una vez más.
“Encontré una civilización completa y compleja de bellas artes, fusión cultural y religiosa, tecnología avanzada, de costumbres elaboradas y códigos de honor y justicia”, explicó el director en declaraciones a la prensa internacional sobre el proceso de preparación del film.
Y en ese camino, descubrió que al mismo tiempo era una sociedad “de extrema violencia y subyugación, en la que no tenían fin los horribles ciclos de venganza”: “La humanidad, al parecer, nunca cambia. Tal vez por eso me atrae el pasado. Es un espejo oscuro y distante”, agregó.
Basada en la antigua leyenda del príncipe Amleth -la que inspiró a William Shakespeare para su inmortal Hamlet-, la película sigue el devenir del protagonista, encarnado por Alexander Skarsgard, quien en su infancia es testigo de cómo su tío (Claes Bang) asesinó a sangre fría a su padre, un rey escandinavo (Ethan Hawke), y se apropia de su madre (Nicole Kidman).
“Te vengaré, padre. Te salvaré, madre. Te mataré, Fjölnir”, se transforma en el juramento del pequeño Amleth, a quien no le queda alternativa que escapar en bote del reino que en algún momento heredaría y refugiarse en Suecia, donde el tiempo lo convierte en un joven berserker, un típico guerrero vikingo intimidante por su imponencia física cubierta de pieles y su forma de pelear casi como poseído por la ira y la convicción en la inmortalidad.
Pero su existencia, afectada después de 20 años de enterrar la tragedia, cambia cuando un buen día se le aparece una misteriosa vidente -en la piel de la popular cantante Björk, siempre fiel a su excentricidad artística- que le recuerda esa última lágrima derramada por la pérdida de los suyos y de su hogar. Así, pronto llega la hora de poner en marcha una epopeya justiciera situada a fines del primer milenio.
Haciéndose pasar por esclavo, el príncipe desposeído viaja hasta la aislada granja en la que ahora su tío vive junto a su familia, mediante una travesía marítima en la que conoce a la magnética y tenaz Olga (Anya Taylor-Joy). Luego de ser comprados por Fjölnir, la dupla ansiosa de libertad -en todo sentido- lentamente teje su sangriento plan a través de secuencias reveladoras que involucran visiones, dioses y un fuerte sentido del destino.
Para llevar el relato a la pantalla, tarea para la que trabajó en el guion junto al poeta y novelista islandés Sjón, Eggers aprovecha la simplicidad y familiaridad de la temática y se permite dar rienda suelta a la grandilocuencia de los paisajes -norirlandeses, en donde se filmó la película- y de sus escenas potentes que hacen lo suyo en la misión de sumergirse en el universo vikingo de la época.
Justamente, este también fue un esfuerzo por redefinir la imagen que la industria del entretenimiento construyó sobre las figuras nórdicas antiguas como llamativas “estrellas de rock de ciencia ficción”. La respuesta de Eggers es una versión tan material, llena de tierra y cenizas, como cercana a un trance existencial, de suspenso y con tintes alucinógenos que, con breves descansos, empuja la acción hasta su intenso desenlace.
En suma, El hombre del norte trae algo más de dos horas de metraje copadas por atmósferas que dan continuidad a la marca Eggers, solo que con un poco de esteroides cinematográficos y el filtro que le impone una casa productora de mayor trayectoria como Regency, despojándola en parte del control creativo y de esa sensación artesanal que tanto supo cautivar a la crítica.
El hombre del norte tiene el potencial simultáneo de cumplir a medias con las ilusiones de los seguidores del director y de captar a un público más acostumbrado a la espectacularidad del séptimo arte. Quedará en sus manos privilegiar las ventajas o hacer foco en los perjuicios que puede traer este salto a los grandes presupuestos.