Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Como buena fanática de la serie danesa Borgen, esperé con ansias el estreno de la nueva temporada titulada “Reino, poder y gloria”, que apareció hace apenas unos días en la plataforma de contenidos Netflix. Más allá de la maestría del guionista, productor y chef Adam Price, quien pinta con ternura los conflictos de los personajes (atravesados siempre por inseguridades, quiebres y adicciones) haciendo brillar su humanidad; y los maravillosos paisajes nórdicos que evocan la desolación y crueldad que esconde la belleza, está el talento de Sidse Babett Knudsen dando vida a la gélida Birgitte, quien, sin embargo, logra hacer vibrar las fibras más íntimas del alma. Porque… ¿cómo no empatizar con esa mujer que enfrenta enormes conflictos de poder, atravesando a la vez los cambios inherentes a la mediana edad (con calores premenopáusicos incluidos), mudanzas familiares y los reclamos de un hijo adolescente que la cuestiona y la admira al mismo tiempo? Pero esta vez además, el nudo de la trama supera todas las previsiones, al posicionarse dentro de un escenario rabiosamente actual. Réditos económicos versus la protección del planeta, la confrontación entre países ricos y pobres frente a la problemática que supone el cambio climático, el nuevo orden en la geopolítica mundial a partir del liderazgo chino, la guerra de Ucrania, el emponderamiento femenino y sus contradicciones son algunos de los tópicos planteados durante los ocho capítulos de esta temporada que ya augura otras.
Y si bien la realidad a veces supera la ficción, en este caso la ficción no hace más que enmascarar los crueles datos que la vida cotidiana nos ofrece a diario. Por ejemplo, en estos días la ONU expresó su preocupación en virtud del “juego de tronos” desplegado por las superpotencias y la amenaza que implica para la alimentación del planeta, ya que el conflicto entre Rusia y Ucrania –dos grandes productoras agrícolas que garantizaban el 30% de las exportaciones mundiales de trigo– generó de inmediato una disparada de las cotizaciones, que podría dar lugar a un “huracán de hambruna” y afectar a 1.400 millones de personas en el mundo. De acuerdo al coordinador de la ONU para Ucrania, Amin Awad, “la solución a este callejón sin salida requiere una voluntad política”. Y expuso: “El desbloqueo de las rutas comerciales del mar Negro debe ser la prioridad. La imposibilidad de abrir esos puertos generará hambruna, desestabilización y migraciones masivas en todo el mundo”. Es necesario aclarar que Ucrania era el cuarto exportador mundial de maíz, y estaba a punto de convertirse en el tercer exportador de trigo, garantizando por sí sola el 50% del comercio mundial de granos y de aceite de girasol, antes del conflicto. En tanto, Rusia afirma que no es responsable del bloqueo, ni acepta que la crisis sea consecuencia de la presencia de su flota de guerra frente a las costas de Ucrania, sino que insiste en que la causa es el minado de los puertos ucranianos por parte de Kiev, y se declaró “dispuesta” a garantizar, en cooperación con Turquía, la seguridad de los barcos con cereales que zarpen de puertos ucranianos.
Resulta innegable que, hoy por hoy, para hacer frente a estos conflictos es tan importante la demostración de poderío mediante el despliegue o la amenaza de potentes armamentos, como la sutil intervención que ejerce la diplomacia para descomprimir posturas, marcar territorio, negar o afirmar gestiones y, en definitiva, dibujar un relato aceptable para ciertas acciones aberrantes. Y hacia allí se dirigen los líderes reunidos esta semana en la IX Cumbre de las Américas, otro gran encuentro internacional que se desarrolló en Los Angeles, California, y del cual participó el presidente Alberto Fernández. De acuerdo a lo informado por la agencia Télam a través de su enviado especial, Francisco Alcácer, los gobernantes presentes se disponen a buscar consensos para el abordaje de problemáticas comunes como la gobernanza democrática, la salud y recuperación pospandemia, el cambio climático, la transición a energías limpias y la transformación digital. Pero además la cita continental es importante porque ofrece a Joe Biden, el presidente estadounidense, una oportunidad de reconectar con una América latina a la que su país ha relegado y en la que su rival China está haciendo grandes inversiones; y de lidiar también con cuestiones internas como la inmigración, un tema importante para su gobierno en un año de elecciones parlamentarias.
El encuentro comenzó con algunos conflictos debido a la notable ausencia del presidente de México, Andrés López Obrador, quien no asistió debido a la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela, a lo cual se sumó además un incidente ocurrido en la previa cuando el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, y el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, fueron increpados por integrantes del auditorio. Sin ningún tipo de reparo, un joven acusó a este último de ser un “títere de Estados Unidos” y de haber promovido el golpe de Estado de 2019 en Bolivia contra el expresidente Evo Morales, mientras que a Blinken se le cuestionó el apoyo de Estados Unidos a la monarquía absoluta de Arabia Saudita y al primer ministro de Haití. A pesar de las controversias, Estados Unidos está decidido a recobrar protagonismo y ya anunció varias medidas para promover el desarrollo económico de la región, tales como los más de 300 millones de dólares destinados a apuntalar situaciones de inseguridad alimentaria y los 1.900 millones de dólares para Centroamérica, a fin de que el sector privado genere empleo y un crecimiento económico que desaliente la migración para huir de la pobreza. Éste es el principal asunto que preocupa al país del norte, quien hizo de esta ola migratoria uno de los temas centrales de la Cumbre, y contaba con la presencia de López Obrador para firmar una declaración que incluyera a todos los países involucrados.
Después de desplegar el panorama internacional y ver cómo se mueven las piezas que deciden nuestra vida, me queda la sensación de que recién ahora los líderes mundiales están comprendiendo que el mundo se volvió un sitio demasiado oscuro para todos, y que el tema de la interdependencia es mucho más que un slogan promovido por los organismos humanitarios como forma de justificar el abultado presupuesto que manejan. Hoy, los naipes están sobre la mesa y los gobernantes, al igual que Birgitte Nyborg se preguntan: “¿Qué opciones tengo?”. Ellos saben que no hay muchas, pero ojalá que alcancen para garantizar la existencia del planeta y, en consecuencia, nuestra propia supervivencia.