Una mujer que vive en el imaginario de los demás, que “presta” su cuerpo contra su voluntad, una mujer que no se reconoce en ésa a la que todos aman e idolatran porque no es ella, una mujer que siempre que se ríe, llora; y que de un modo u otro regresa, indefectiblemente, al final de su corta vida a ese círculo fatal que la locura y la tristeza trazaron en su primera infancia, en tiempos de la oscuridad de la razón.
La vida de Marilyn Monroe se redimensiona, amplifica y al mismo tiempo disecciona, a través de una extensa lista de detalles y revisión de hechos más o menos conocidos, en Blonde (Rubia). Se trata de la descomunal biopic dirigida por el cineasta neozelandés Andrew Dominik, basada en la novela homónima de la escritora y narradora norteamericana Joyce Carol Oates, producida entre otros por Brad Pitt, sobre la vida de la estrella de Hollywood, que estrenó Netflix hace un par de días sin pasar por los cines, y que la tiene a la actriz cubano-española Ana de Armas como protagonista absoluta en uno de esos trabajos donde el compromiso para abordar semejante personaje, no desde lo bello sino desde lo más oscuro y contradictorio, la pone frente a un desafío abismal.
Buscando correr la historia de Marilyn del mito pop-glam, vetusto y en deconstrucción del poster y la remera gracias al movimiento #MeToo entre otros espacios que posibilita la cuarta ola del feminismo, y valorizando el texto de una escritora como Joyce Carol Oates, promotora de la sororidad y conocida por temáticas como el abuso sexual entre otras violencias ejercidas sobre las mujeres por los hombres y el poder en sus diversas formas como marcas indelebles de un patriarcado ahora puesto sobre un tembladeral, pasaron más diez años desde que Andrew Dominik (Chopper, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) logró concretar su proyecto, un tiempo que seguramente jugó a favor de la película que no es la misma que hubiese sido una década atrás.
Dominik propone un cine duro, amargo, jamás edulcorado y mucho menos complaciente, y cuenta la historia del ascenso (quizás nunca ascendió) y la caída de la mujer que de niña vivió hostigada por la ausencia de su padre, las culpas que le indilgó su madre sumida en la locura y la depresión, el terror a la herencia de esa locura genética, el paso por los orfanatos y las familias de cuidado donde fue abusada como pasaría años más tarde en su primera audición, el sueño no cumplido de su madre se ser una estrella de cine como mandato, la búsqueda de hombres que ocupen el lugar ausente de ese padre ensoñado, los abortos no deseados pero inevitables, el estrellato rutilante, la caída estrepitosa y su muerte, de la que se cumplieron 60 años el pasado 4 de agosto.
Gracias al trabajo descomunal de Ana de Armas, actriz que de este modo se posiciona varios escalones más arriba en una carrera ascendente, con un notable parecido físico con Monroe pero mucho más parecida a Norma Jean en esas extra escenas de una vida plagada de oscuridades, la película propone un viaje poderoso pero áspero y para nada indulgente, de casi tres horas, donde se atan una serie de cabos sueltos para entender por qué esa mujer que parecía tenerlo todo, en realidad estaba muy lejos de lo que se suponía por entonces era el sueño americano.
En ese contexto, el film no reniega de mostrar lo incómodo, de poner en tensión lo atávico de un patriarcado que en los 40 y 50 nadie parecía discutir y mucho menos en la meca del cine, donde claramente las mujeres eran mucho más objetos que sujetos, pero que recién en 2020, con la condena por acoso y abuso del magnate y productor de Hollywood Harvey Weinstein se empezó a desarmar de verdad.
Para eso, el film se vale de la referida novela Blonde, publicada a comienzos de este siglo y muy atacada en su momento (y ahora) por algunas licencias de la autora a la hora de unir lo conocido con lo supuesto desde lo ficcional, pero con el claro deseo de ponerle una voz más real a la mujer escondida debajo del mito de la pollera blanca que se vuela, que siempre fue subestimada, entre otras cosas, por su extrema belleza.
Muy lejos de supuestos “mensajes antiabortistas” como sostienen por estas horas desde algunos sectores, aunque sí contando los momentos atroces que la malograda actriz vivió cada vez que estuvo embarazada y padeció esos abortos contra su voluntad con una forma muy singular y explícita de mostrarlos, y entendiendo que esas imágenes tengan un impacto diferente en un momento donde en Estados Unidos se anuló de la sentencia Roe vs Wade que garantizaba el aborto legal desde hace cinco décadas y que de este modo dejó de tener garantía constitucional, la película se apoya, en cada centímetro de su metraje, en el trabajo compositivo de Armas.
Por momentos, la actriz es Marilyn pidiendo auxilio, gritando y en silencio, en un complejo entramado que más allá del apoyo que implican maquillaje, pelucas y vestuario en la búsqueda de esa supuesta alteridad, y una contextura física muy cercana a la de la protagonista de Los caballeros las prefieren rubias, logra poner en primer plano la profundidad emocional, la diatriba no escuchada de una mujer aterrada, incómoda, sometida y particularmente sola hasta el mismísimo final, haciendo un trabajo con la voz muy elocuente siendo además que el inglés no es su lengua de origen.
En ese mismo sentido, pone en tensión a los hombres que la rodearon: sus mecenas, los directores burlones que no confiaban en sus dotes como actriz y aquellos que la quisieron más o menos a lo largo del tiempo, como sus tres maridos aunque se hace foco en dos: el celoso y violento deportista Joe DiMaggio (Bobby Cannavale), y el que quizás más la entendió o al menos lo intento, el dramaturgo y escritor Arthur Miller (Adrien Brody), que supo de su deseo real de ser actriz y vio su calidad como tal, cuando ella soñaba con la actuación real que supone el teatro.
En medio de las referidas licencias artísticas, aparece el mentado triángulo con los hijos de Charles Chaplin y hay también en el film un momento incómodo para el establishment norteamericano porque se pone en jaque al clan Kennedy, cuando en 1962, Marilyn es llevada, confundida y drogada, desde Los Ángeles a un hotel en Nueva York donde tiene un encuentro íntimo con el por entonces presidente John F. Kennedy, en uno de los pasajes del film que pareciera resumir todo lo demás, en su clara convicción de quitarle los velos a una historia siempre contada a medias, siempre teñida de algunas correcciones políticas que aquí, saludablemente, se esfuman porque las cosas, gracias a la avanzada del feminismo, están cambiando.
Otro de los datos dominantes de un metraje extenso pero al que no le sobra ni le falta nada, es la propuesta estética que se vale de una serie de posibilidades narrativas que forman y deforman el relato a través de las imágenes acompañando ciertos estados que transita el personaje: la fragmentación y superposición de imágenes, algunas verdaderamente perturbadoras; el uso del sonido, el dramatismo y los contrastes de un color virado a sepia y sesentoso cada vez que vuelve al más rotundo blanco y negro, la estupenda banda musical que viene de la manos de Nick Cave y Warren Ellis, dos viejos conocidos del director, y algunas comentadas escenas de desnudos y sexo que están muy lejos de la especulación y que son acordes a la profundidad del borrascoso relato que transita el fino borde de un viacrucis.
Por lo demás, Blonde es una película que, seguramente, tendrá su merecida resonancia en la temporada de premios donde Ana de Armas debería llevarse todos los laureles, que seguirá generando comentarios a favor pero también muchos adversos: está muy lejos de ser una película condescendiente porque, en particular y desmontando en el ámbito de cine el poder del patriarcado, habla de esas cosas que Hollywood no quiere ver ni escuchar pero que aún siguen sucediendo cotidianamente.
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