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“Gran Hermano”: el  espejo donde nadie se quiere mirar porque nadie resiste un primer plano

El clásico, ausente de la pantalla desde 2016, arrancó el lunes por Telefé. Una inversión millonaria en una televisión empobrecida, el sueño de un premio importante en un país devaluado, sumado a más de 20 puntos de rating, garantizan su continuidad

En una televisión jaqueada por los cambios en los consumos derivados de la pandemia, con una avanzada del streaming que ni los mismos dueños de las plataformas internacionales imaginaban y hoy se disputan territorios en todo el mundo, los contenidos de las señales hegemónicas tal como fueron concebidos en la llamada “tevé abierta” tienden a desaparecer de las grillas.

Sólo aquellos programas que se emiten en vivo a través de los canales de aire, entre más los magazines y los noticieros o algunos que mezclan las dos cosas, sostienen como pueden su status quo en una pantalla chica diezmada donde hacen televisión los que tienen “clientes”, sin ficciones propias, fagocitada por los contenidos de las redes sociales y el referido presente auspicioso del on demand.

Sin embargo, hay un programa que parece resistir el paso del tiempo. Y aunque algunos creían que su impronta noventosa no tenía resto, que su evocación por un voyeurismo que no tiene ni para empezar con lo que hoy se dirime en las redes sociales que, además, no ocultan nada de las y los participantes y por lo tanto no hay misterio, lo iban a empujar al abismo del fracaso, la nueva edición de Gran Hermano que comenzó el lunes por Telefé no sólo es lo más visto de la tevé argentina de estos días sino que además supera a diario los 20 puntos de rating en una televisión donde muy pocos o casi nadie sueña con los dos dígitos.

Gran Hermano, el formato en cuestión, condensa todo aquello que la sociedad quiere ocultar, actúa como un espejo que no deforma para nada las propias miserias, sino que, por el contrario, las amplifica. Allí funciona lo incómodo, la incorrección política, sumando ahora, gracias a un casting muy pensado y estudiado para poner los conflictos de la casa en diálogo con los tiempos que corren, el regreso desembozado de la discriminación, la homofobia, la reivindicación de la derecha y una tendencia por la obsesión de la imagen que algunos creían que había pasado de moda.

Lamentablemente no es así: el reflejo de aquel oscuro 2001 que vio nacer el programa en el país pone en tensión un pasado reciente que aún no ha sido revisado como corresponde y por eso siempre está queriendo regresar. Tampoco nadie resiste al primer plano de una lupa como la que propone el programa. Pero sobre todo, la televisión es un gran negocio y sería absurdo que hubiesen llenado la casa de monjes tibetanos, de personas comprensivas e inclusivas, de seres contemplativos que coman, duerman y sueñen con un mundo mejor, porque no sería Gran Hermano sino un retiro espiritual.

Nada de eso pasa en la casa donde ingresaron 18 personas, en gran medida con perfiles antagónicos porque lo que se busca es la confrontación que ya va a llegar, hay indicios de eso, todo acompañado por la conducción de Santiago del Moro que parece que siempre estuvo allí y nació para eso, con su estilo bien arriba, bien Gran Hermano, e incluso en el debut estuvo Wanda Nara, como ese tótem mediático al que muchos idolatran porque, como dijo una de las participantes, “Wanda hizo todo bien”, y no hay remate.

También es cierto, según muchos pontifican por estas horas en los medios, que el formato no cambió en lo más mínimo. ¿Por qué sería necesario cambiar el formato, más allá de mínimos detalles, de un programa que funciona, aún, en gran parte del mundo? ¿Por qué hay tanta gente empecinada en que Gran Hermano sea lo que no es si sólo basta con no mirarlo y volver a poner Netflix?

Todos y todas, por la tevé o por las redes, ven Gran Hermano, saben de su regreso, conocen y toman partido por alguno/a de los/as participantes, porque hay algo de ese circo romano, de esa tensión palaciega shakespeariana donde todos, en algún momento, dejan de ser lo que aparentan para ser lo que son en realidad, que se vuelve irresistible. Es esa especie de experimento donde lo impredecible está a la vuelta de cualquier pasillo y siempre hay una cámara para registrarlo.

En la casa conviven por estas horas un muchacho muy musculoso oriundo de Rosario que dice que es homofóbico “en chiste, porque la gente se ríe”, como pasa con muchos y muchas que lo hacen intramuros en la vida cotidiana. También está la ex diputada del Frente de Todos Romina Uhrig que ya dijo que es kirchnerista fogoneando la grieta que no podía faltar: hay grieta, hay conflicto, hay más rating, en la antesala de un año donde habrá elecciones generales.

Hay otra mujer que hace gala de ser adicta al sexo, algo que siempre garpa; y un señor de confesos 60, de apodo Alfa (todo demasiado obvio) que en sus redes legitima la dictadura y quiere ser el líder de la casa, “El Patriarca”, dice sin remilgos, cuando desde muchos frentes se ve tambalear al patriarcado pero también, en la vereda opuesta, están los Javier Milei que desde la ultraderecha más recalcitrante van por ese sector de la sociedad que sin inmutarse dice que extraña a los milicos, porque a ellos “no les pasó nada” en tiempos de la última dictadura.

También hay varias chicas con perfiles parecidos, con una veinteañera que dice que va a hacer pelear al resto y que “ni sueñen” con que se va a ocupar de las tareas domésticas. De esas chicas hay miles en los programas de televisión, en las agencias de modelo, en las redes sociales, hay madres que las llevan a los casting; son referentes de un sector de la sociedad que reniega de todo lo disidente porque se sienten parte de un mundo hegemónico al que reivindican.

También hay un hombre adicto al sexo, porque en eso (en lo único) siempre hay paridad de género; un tachero que es abuelo de unos 40 y tantos. Otro hombre de 25 años que dice ser analista político y se muestra interesado por las mujeres más grandes como si eso fuera disruptivo, y un cartonero de 19 años que, como la mayoría de las personas sólo se conmueven con eso que ven en la tevé, porque es la misma tevé la que legitima al pibe que come basura en la puerta de su casa pero lo hacen echar por portación de cara, tiene grandes chances de llegar al final más allá de que esto recién comienza.

No hay duda que son retrógrados muchos de los discursos y los pobres diálogos que se escuchan en la casa por esta horas, pero la televisión es eso, un espejo que en el mejor o en el peor de los casos, según el enfoque, amplifica lo que pasa en el mundo real: hay un momento en el que Gran Hermano es cada casa, cada barrio, cada ciudad, el país mismo. El sueño, aún vigente, de la salvación individual a través de lo mediático está de regreso, los 15 millones de pesos de premio en un país devaluado siguen siendo una tentación. ¿Gran Hermano atrasa?, claro que sí, y el presente, con una derecha agazapada que quiere volver por lo poco que dejó, también.

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