Ciudad

MESSI Y YO

Messi, el potrero y mi viejo, mi ídolo de a pie

Una historia singular que a la vez es parecida a tantas, de esas que se gestan en los barrios, donde las necesidades afloran pero dejan espacio para juntar voluntades y soñar que todo es posible


Mi viejo era lo más cercano al fútbol que tuve: con unos ocho o nueve años lo recuerdo involucrado, siempre dispuesto a aportar a un barrio que en los ochenta cobijaba gente de clase media baja, gente trabajadora, a la que le faltaban servicios básicos. Para él, el trabajo social y el fútbol iban en la misma sintonía.

Era una postal de sábado que los pibes se quedaran después de disputar un picadito en el potrero del barrio a tomar algunos tragos. Recuerdo que muchas veces no terminaba de la mejor manera. Mi viejo, un apasionado del fútbol, se sentaba en la puerta de casa con mi mamá a tomar mates y los miraba. Un día abandonó los verdes y se cruzó a charlar con los pibes, les habló largo y tendido: quería convencerlos para armar un proyecto deportivo de la mano de la vecinal.

Los pibes lo escuchaban, pero no lograba engancharlos. Entonces decidió ir un poco más allá y se puso a trabajar en el descampado de Biedma al fondo, antes de la Vía Honda. Preparó el terreno para marcar una cancha de once. Un tarro de duraznos y un palo de escoba fueron las herramientas que usó para pintar las líneas; preparó los arcos en su taller y consiguió las redes y pelotas para empezar. Mientras, los pibes lo observaban.

Mi mamá insistía que dejara de dedicarle los sábados a ese proyecto, pero no renunció. Un día se acercó uno de los pibes y le ofreció ayuda, después se acercó otro y el entusiasmo se contagió. La cancha se inauguró con el primer picadito.

El grupo de pibes se transformó en un equipo de fútbol que se llamó Vecinal Roca. Era oficial: había logrado el objetivo y los anotó en una liga de un reconocido colegio céntrico. Fueron anfitriones de otros equipos que llegaban en autos de lujo a jugar con ellos en aquel potrero devenido en cancha de fútbol que aún, y a pesar de los avatares de la Rosario actual, sigue en pie. En los ochenta el equipo salió dos veces campeón.

El proyecto se truncó cuando mi viejo murió en un accidente de tránsito. Volvía con un amigo, representante de la liga, de Buenos Aires. Habían ido a proyectar un amistoso para “los muchachos”. Los dos dejaron la vida en aquel siniestro.

Lo pienso y no me imagino a mi viejo sin fútbol, sin ese fútbol que él supo utilizar como una herramienta para humanizar, para acercarse a los pibes del barrio, para darles un proyecto, para contarles que no hay límites cuando hay equipo. Lo pienso y no lo imagino sin la número cinco, sin un Diego: cómo le hubiera gustado verlo a Messi.

El fútbol, una pasión que veo como un fenómeno que envuelve a un país, pero que no siempre brinda el mensaje que mi viejo me dejó. Nunca terminé de entender al hincha dispuesto a vapulear a su ídolo cuando no le da lo que quiere o enaltecerlo al segundo siguiente, cuando le desata la sensación de gloria más grande que vive cuando el club de sus amores hace un gol o logra un campeonato.

Un ídolo al que no se le permite vestirse de ser humano, al que hay que exigirle siempre, al que no se le perdona que no defienda la camiseta como el hincha estima que debe hacerse. Muchos comentarios escuché de Messi, del mejor del mundo, ese que hoy lleva encima las ansias y esperanzas de un pueblo vapuleado por la crisis. Tantos comentarios como partidos tiene en el lomo, aunque ahora se recibió de superhéroe. ¡Qué lindo sería viejo!, sentarme a compartir el fútbol que vos me mostraste, cómo me gustaría verte disfrutar de Messi, quizás en el último Mundial que este ídolo dispute para el deleite de todos.

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