En el fárrago de los acontecimientos, no es fácil separar lo trivial de lo importante. En tiempos de crisis, cuando un mal paso puede conducir al abismo, es natural que un criterio de selección sea la sensación visceral de vértigo. Lo electrizante domina la atención; a costa, eso sí, de confundir chispazos con un verdadero incendio. No hay mejor ejemplo que la llamada guerra cambiaria internacional. Ríos de tinta la consagraron como un hecho consumado desde que así la bautizó Guido Mantega, el ministro brasileño de Hacienda, sin más constancia que la evidencia de un crescendo en los chisporroteos. Ya se dijo, y se repite, que tal guerra no existe. Nadie niega las escaramuzas ni su escalada. Mucho menos, la vigencia de un escenario propicio.
La erosión que provocó la crisis mundial no es desdeñable. Pero la temida Gran Depresión II no se produjo. La política económica la evitó (o, si se quiere, la pospuso). De la misma manera, en el plano internacional la cooperación mantuvo a raya el incendio. Entiéndase bien: no los cortocircuitos que genera la fricción, que son ostensibles, sino su propagación descontrolada y el peligro real, su transformación en un siniestro de envergadura. Pruebas al canto: la tan publicitada guerra cambiaria no cuenta con el comercio internacional entre sus víctimas. No se registran daños serios en su evolución. Países como Alemania no han tenido problemas en impulsar su recuperación a caballo de las robustas ventas al exterior.
La realidad de las relaciones económicas internacionales no la define la guerra sino una convivencia (sorprendentemente) pacífica. O, si también se quiere, no más hostil que en los tiempos de bonanza. Tal circunstancia no es casual, ni natural en un escenario de estrecheces desacostumbradas en el mundo desarrollado, sino el resultado de un esfuerzo de política.
La irrupción del G-20 como foro económico –en sustitución del G-7– fue un reconocimiento temprano de que el temporal gestaría una nueva dinámica. Y una muestra de la voluntad (del G-7 y, en especial, de Estados Unidos) de encauzar su rumbo. Se escribió en marzo de 2009: “El protagonismo del Grupo de los 20 tiene una clara razón de ser: evitar que la vorágine de la crisis instale una agenda negativa que haga trizas la integración productiva, comercial y financiera internacional y así cave un barranco aún más profundo”. Bajo esa óptica, el balance es excelente. La guerra cambiaria es sólo una anécdota. Los resultados son mejores que los que los países del G-7 han logrado con respecto a su propia agenda interna.
Ambigüedad
Nada más abúlico que leer documentos oficiales. Los comunicados del G-20 no son la excepción. Tomados al pie de la letra, su ambigüedad horroriza. Pero, ya se sabe, no hay manera alternativa de obtener la rúbrica de autoridades de veinte países distintos. La reciente cumbre ministerial, este fin de semana, alumbró otro de estos esperpentos, que ya ha sido criticado por sus vaguedades y omisiones.
No obstante, el curso de los hechos de política económica internacional está mejor descripto por la colección de estos grises documentos que por el colorido de los fuegos de artificio, sean anuncios rotundos de sanciones comerciales, de controles de capitales, o escaramuzas cambiarias. Más aún, aplicando una lógica borrosa, se detectan cambios de gran profundidad. Por primera vez los temas cambiarios –que antes se reservaba el G-7 para sí– surgen expuestos sin ambages en la órbita del G-20. ¿Se convertirá el G-20 en el nuevo oráculo oficial? Así parece. La referencia a los riesgos de la excesiva volatilidad de las monedas y los movimientos desordenados de los tipos de cambio es una cita calcada de los partes del G-7 en momentos álgidos. Y, como ellos, admite una lectura de aplicación urgente.
En ese sentido, ¿trazó el G-20 una línea en la arena con respecto a la caída del dólar? Es lícito entenderlo así. ¿Quizás un umbral de tolerancia en 1,40 dólar por euro? En ese caso, los mercados no dudaron en atravesarlo. Lo que no cancela el interrogante: también el G-7 era probado en su voluntad de hacer valer sus palabras. Lo más importante es que el G-7 nunca hubiera logrado lo que el G-20 hizo con naturalidad.
Esto es, enlazar las agendas disonantes de economías avanzadas y emergentes. En ese marco, se reconoció como un riesgo la volatilidad excesiva de los flujos de capitales a las economías emergentes (como tal, medidas razonables que ayuden a contenerlo no debieran constituir un agravio per se). Y, aún más, se admite que las políticas de las economías avanzadas, “incluyendo aquellas con monedas de reserva”, pueden ser la causa de la perturbación. Si la Fed avanza con otra ronda de expansión monetaria y ello debilita el dólar, ¿las economías emergentes podrán defender sus paridades cambiarias sin ocasionar un incidente? De nuevo: éste es el terreno de la ambigüedad. No se emiten aquí salvoconductos ni bendiciones específicas. Pero la anuencia es obvia, es legislación favorable a una intervención moderadora que antes no estaba disponible.
Conviene tener en mente: no hay tributación sin representación. Las economías emergentes ganan espacio. La reforma del FMI es ejemplo contundente.
La lógica de la inclusión es inobjetable. La crisis carcome a las economías avanzadas con el peso de sus problemas de herencia; las economías emergentes vuelan. Integrar a los más dinámicos, darles más participación en la comunidad internacional es la mejor manera de pedirles luego una contribución. Estados Unidos, que en los tiempos de Keynes no quiso saber nada con políticas simétricas de ajuste externo, acaba de proponerlas y hasta con metas numéricas. Esto es, la corrección de los desbalances globales debe recaer no sólo en los países deficitarios sino también en los que acumulan superávits.
Los países emergentes calzan como un guante en esa definición, con China a la cabeza. Tim Geithner, el vocero de estas cuestiones, ya ha dicho que China se aviene a apreciar su moneda si los demás emergentes la acompañan. Esa es la ruta que se busca que el mundo transite. Se sabe que no se le puede imprimir prisa excesiva si no se quiere desatar una guerra en serio. Después de todo, países como Alemania o Japón no se dan por aludidos. Pero ése es el rumbo que marca con nitidez el G-20. Y hacia esa dirección, lentamente, se avanza.