Sociedad

Diversidad y discapacidad

El turrón de la discordia: memorias gordofóbicas de las fiestas


Por Romina Sarti*

Las Fiestas no siempre me dieron lo mismo. Tengo recuerdos borrosos de mi infancia, flashes edulcorados, pues la muerte de mi madre siendo tan pequeña, nubló bastante las nociones de festejo en la familia. Cuando tenía 5 o 6 años encontré a mi papá intentando poner silenciosamente los regalos bajo el árbol de navidad de la casa cercana al mal llamado Monumento a la mandarina**, ese recuerdo todavía me saca una sonrisa:

–Shhh, no le digas a tu hermano, susurró mí papá; entonces dejame ver el mío, retruqué sin dudar. Bueno, pero no hagas ruido, sentenció.

Eran épocas de piletas, papeles de regalos, caos, familiares desconocidos, primos, gritos, peleas, shows de Ariel y Mariano contando chistes o imitando a Sandro. La mesa siempre detonada de exageración, quizás por el recuerdo vivo de i miei nonni del hambre de la guerra (hambre que ellos trataban disimular, hambre de comida, de ruido de panzas vacías, de bombas estallando; un hambre que había en sus miradas, un hambre que deseo nunca experimentemos jamás). Era tal la potencia que se le metía a las fiestas que se armaban menús posibles varias semanas antes del festejo.

Empezamos a crecer y las agendas se complicaban para la juntada, las ausencias no convocaban y se fueron recortando las multitudes y bullicios por encuentros más pequeños y menos Dionisianos. Sin embargo, siempre caía un amigo de o un familiar que orbitaba por diferentes lares, y por lo general nunca éramos menos de 20.

Durante la adolescencia, mi redondez ya no era tierna como durante mi infancia: los cachetes, la pancita, no eran sinónimo de dulzura ni belleza. Mi geometría molestaba. Ante todo me molestaba a mí, porque siempre era “la distinta”, uñas pintadas de negro, pelo alborotado, gorda, era fácil llamar la atención. Aparecían esos familiares que hacía un año no te veían y arrancaba el escaneado: ¿estás más gorda que el año pasado? ¡qué lindo! ¿te peinaste?, ¿por qué no te pintas las uñas de rosa?, ¡si te maquillaras quedarías divina!, y un sinfín de comentarios que se repetían sistemáticamente en cada celebración. Más de 20 años soportando escuchar opiniones sobre mi cuerpo, sobre mi aspecto. Pero puntualmente en esas fechas festivas me irritaba sobremanera, porque eran comentarios de personas completamente ajenas a mí: nunca había habido un lazo, ni sabían cuando cumplía los años y, lo mejor, no les importaba en lo más mínimo cómo estaba o quien era yo, sólo como TENÍA QUE PARECER ser yo (por algún motivo suponían que lo que hacían estaba bien, me iba a “ayudar” a ser flaca-linda-sana). Sin embargo la desubicación no quedaba atascada en el primer saludo, avanzaba con las copas y las horas: ¿de novia no estás, cierto?, si bajarás de peso ¿sabes cuántos chicos te darían bola?, ¡eso!, servite ensalada, no comas otra cosa, así aprovechas el calorcito y adelgazas (y sonreían con un guiño cómplice). Cada bocado era juzgado, analizado, contemplado. Miraba a mi abuela, que sabía que por mi naturaleza iba a mandarlos a la concha de su hermana, pero me la bancaba por ella, por mi nonno, y por mí (porque sino siempre “la rebelde”). A este último respecto una nota al pie -o para el caso una aclaración a continuación-: ¡qué naturalizada estaba la violencia, la provocación, el avasallamiento sobre una, que creía que callar era respetarme!

Un año, creo que ya tenía 19, vino ese sujeto desagradable que era figu repetida en una de las dos fiestas (o navidad o año nuevo: una fija). Como siempre el ritual del saludo, el escaneo, los comentarios sobre mi belleza reprimida en mi grasitud. La incomodidad iba in crescendo, preguntaba por novios, filitos, picoteo, fato, o el sinónimo sexo afectivo que le viniera a la mente. Mi respuesta (explíquenme porqué le respondía a ese sujeto) era: no, nada, no. Entonces, con una impunidad simbólica que aún me da escozor, me agarra la cara con sus manos, poniéndola a la altura de su rostro y hozando y vulnerando mi espacio personal, me miro a los ojos para decirme: lástima que seas tan linda pero tan gorda. Me sentí violentada, avergonzada, indefensa.

Tuve una noche de mierda, entendía que “algo” había pasado, que “algo” había superado los límites, pero no encontraba en mi raciocinio o en mis emociones qué.

No tengo más detalles de esa velada, salvo cuando llegó el postre: helados, budines, frutas; tenía un plato cerca y agarre un pedazo de turrón. El susodicho no sólo me miro y me dijo que no con la cabeza, sino que me sacó el plato de adelante. Ahí no aguante, me levante de la silla, lo miré con desprecio, me fui al lado de mi abuela y le dije, me voy porque a este pelotudo lo voy a mandar a la mierda. Fue la primera vez que mi abuela no me preguntó por qué, ni qué pasó, ni nada. Me dijo sí, mejor anda. Me encerré en mi pieza sin saludar, me quedé encerrada como tantas otras veces, como tantos otros veranos, pidiendo a Dios que el año próximo pudiera en serio adelgazar; con la desesperación feroz del pensamiento mágico evocaba promesas extorsivas a todos los santos, inventaba dietas, hacía abdominales compulsivamente, me imaginaba pudiendo ir a un boliche sin ser motivo de burla, usar ropada de moda y con suerte ser querida o gustada. 

Encerrada en mi habitación, refugio carcelario que me salvó y hundió a la vez en una depresión poco superada, ponía canal 29 (si no me falla la memoria en esa época era Fox) y dejaba correr de fondo el maratón de Los Simpson (eran años mozos en los que todas las temporadas eran buenas). De batifondo murmullos de familia, más de cerca diálogos entre Bart y Homero. En el cuarto tenía un baúl grande, cuasi decorativo, de color rojo y firuletes dorados y negros. Era el que mis abuelos habían traído de Italia luego de su segunda inmigración. Tenía la costumbre de sentarme allí y mirar el cielo desde la ventana del 7mo piso. Ese día repetí mi tradición, sentada sobre el gran cofre abrí la ventana. Ya había gente en la calle festejando, prendiendo estrellitas, pibes jugando con chiches nuevos. Se mezclaban diferentes sonidos que traía el viento: carcajadas, rock nacional, cumbias; pero Los Palmeras siempre sobresalían. Me acuerdo patente como terminé esa navidad de 1996: alejada de todo el bochinche (familiar, televisivo, musical), repetí con impaciencia exasperante mi deseo de adelgazar, sentí asco de mí misma, me prendí un pucho y me largué a llorar.

 

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*Licenciada en Ciencia Política (UNR), gorda, aprendiz permanente, estudiante de las diversidades en todos sus niveles, docente de Problemáticas de la Discapacidad, Sociología de la Discapacidad, y de Metodologías en la Universidad del Gran Rosario (UGR). Colaboradora en “Tu mejor golpe”, programa radial Wox 88.3 con la columna “Cuerpas mutantes”. Miembro fundacional de IG: @alicya.para.iberoamerica (Asociación por la liberación corporal y alimentaria para Iberoamérica) Siempre rockera, o como diría mi amiga Berni, laRomiPunk.  IG: romina.sarti

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**Entre las calles Avenida del Rosario y Lituania, del barrio saladillo en la zona sur de Rosario, el artista local Francisco Pelló honró la figura de Evita en un lugar emblemático de la ciudad: en esa zona convivían los obreros y jerarcas del Swiff. Por las características de la obra, los opositores al peronismo denominaron Monumento a la Mandarina, no sólo para invisibilizar la figura de Eva, sino cual mofa de los arcos que rodeaban al busto de la líder peronista.

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