Por Silvina Oranges
Las conversaciones reservadas entre las autoridades de la Iglesia católica y los jerarcas del régimen militar, el «rol activo» que el vicariato castrense asumió en el marco del ejercicio del terrorismo de Estado y las vacilaciones y contradicciones internas del Episcopado en los ’70, son algunas de las revelaciones incluidas en una publicación encomendada por la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), a partir de la desclasificación de documentación relacionada con esos años promovida por el propio papa Francisco.
La información inédita está contenida en el segundo tomo del libro «La verdad los hará libres: la Iglesia católica en la espiral de violencia en la Argentina 1966-1983», editado por Planeta, que fue presentado por el Episcopado que encabeza monseñor Oscar Ojea, bajo la autoría de los teólogos e historiadores Carlos María Galli, Luis Liberti, Juan Durán y Federico Tavelli, entre otros.
Con la información desclasificada, que incluye actas de reuniones secretas, queda contrastado en el libro el papel en apoyo de la dictadura militar que jugaron obispos como Adolfo Tortolo -quien fue titular del Episcopado y vicario general castrense-; el entonces arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, y el nuncio apostólico Pío Laghi, entre muchos otros, en contraposición con la actitud de obispos como Jaime De Nevares, Vicente Zazpe y Miguel Hesayne, entre los pocos miembros de la jerarquía eclesiástica que denunciaron el terrorismo de Estado.
«Una síntesis, no novedosa, aunque comprobada documentalmente en esta investigación, es que el cuerpo colegiado de obispos argentinos no estuvo a la altura de los acontecimientos», dicen los autores a modo de conclusión en las últimas páginas de las 900 que componen este segundo tomo -que acaba de ser publicado- y está dividido en tres etapas: «El terror» de 1976 a 1977, «El drama» de 1978 a 1981 y «Las culpas» de 1982 a 1983.
Francisco tuvo un papel protagónico en la publicación de la obra: en 2012, antes de ser Papa, formó parte de la conducción del Episcopado que impulsó la apertura de los archivos de la Iglesia argentina a víctimas o familiares, y luego en el 2013, ya como pontífice, dio instrucciones para que también se abrieran los de la nunciatura apostólica en Buenos Aires y los de la Santa Sede para este estudio, adelantando los tiempos ya que este tipo de archivos suelen estar disponibles para los investigadores unos 70 u 80 años después de su producción.
En el prefacio, los teólogos Liberti y Tavelli cuentan que la documentación los enfrentó al dolor y la desolación: «Hemos sido testigos del horror de los años más oscuros de la historia de nuestro país a través de informes desgarradores y testimonios inquietantes. Ofrecemos este trabajo como un aporte a la memoria de cada una de las víctimas del terrorismo de Estado en la Argentina», expresan.
Los autores explican en la introducción general del libro que la intención fue «reconocer cuál fue la conducta y qué papel desempeñaron (tanto el Episcopado como la Santa Sede) en relación con el gobierno (militar) y la denuncia e intervención en favor de las victimas en especial de los detenidos y desaparecidos».
No obstante, los autores aclaran que el objeto principal de la investigación no son «las actuaciones individuales de cada uno de los obispos en sus diócesis o el análisis de su actitud personal frente a la situación política o el terrorismo de Estado».
En la extensa investigación, se mencionan también los asesinatos de los curas palotinos, los crímenes de los sacerdotes de Chamical y el «asesinato encubierto» del obispo de La Rioja, Enrique Angelelli con documentación inédita en este último caso sobre las últimas advertencias del prelado riojano:
«He sido amenazado de muerte. Al Señor y a María me encomiendo. Solo se lo digo para que lo sepa», dice en una carta al Episcopado y al Nuncio.
El libro da cuenta de las múltiples reuniones reservadas entre los miembros de la Iglesia y representantes de la dictadura, en el marco de lo que denominaron la ‘comisión de enlace’: «Fue el ámbito donde los delegados del gobierno (militar) hicieron algunas de las revelaciones más controvertidas respecto a los métodos que se utilizaban en la ‘lucha antisubversiva'».
Gracias a los apuntes de monseñor Carlos Galán -secretario del Episcopado de aquellos años- quedaron registrados todos los temas abordados en esas conversaciones.
Entre muchas otras, el libro cita una reunión de diciembre de 1977 a la que concurrió una representación militar que admitió ante los obispos «la violación de normas éticas en la lucha antisubversiva» y la existencia de «prisioneros ocultos».
«¿Qué se puede hacer ante un testimonio de esta clase?», se pregunta monseñor Carlos Galán en una reunión posterior, poniendo en evidencia «la diversas posiciones entre los obispos y el dilema en el que se encontraban», dicen los autores.
Mientras Aramburu y Tortolo minimizaban los hechos y coincidían en que «al Estado le es lícito defenderse», De Nevares les contestaba: «Entonces el fin justifica los medios. Hay documentación suficiente para saber que se tortura».
El silencio cómplice de la mayor parte de la Iglesia queda patentizado unos meses antes, en mayo del ’77, cuando otra comisión militar visita a los obispos reunidos en asamblea plenaria en San Miguel.
«La victoria a la que aspiran las Fuerzas Armadas no puede alcanzarse sin el apoyo de la Iglesia», les dice allí a los obispos el general Roberto Viola y agrega: «Hasta ahora la actitud de la Iglesia hacia el Proceso, y más específicamente hacia la lucha (se refiere a la ‘lucha antisubversiva’), ha sido de comprensión y, más aún, ha significado para nosotros un silencioso e invalorable apoyo».
Al día siguiente de ese encuentro, «volvió a surgir entre los obispos la dialéctica de hablar o callar», dicen los autores del libro y citan una frase del entonces cardenal Raúl Primatesta -cuatro veces presidente del Episcopado, durante 33 años arzobispo de Córdoba y una de las figuras de la jerarquía católica más cuestionadas por sus vinculaciones con la dictadura-, quien invitó a sus pares «a no lavarse las manos en favor o en contra del gobierno» militar.
A lo largo del libro se confirma el conocimiento que tenía la jerarquía católica de entonces sobre los métodos ilegales que utilizaba la dictadura militar y se relatan, una tras otra, las reuniones que mantenían los obispos con los responsables de la dictadura.
«Al menos desde mediados del ’76 y en particular desde el inicio del ’77 el Episcopado tenía suficiente información respecto a las violaciones a los derechos humanos. Por un lado, los numerosos pedidos de intervención daban cuenta de una modalidad que se estaba llevando adelante; por otro, algunos obispos tenían conocimiento de que se estaba secuestrando, torturando y asesinando a muchos ciudadanos, por sus propias y variadas experiencias en las respectivas diócesis», se dice en las consideraciones conclusivas de «El terror».
Para los autores, el Episcopado «evitó que sus manifestaciones y acciones ‘debilitaran’ la frágil unidad de la junta militar».
«El camino emprendido mantuvo un difícil y riesgoso equilibrio entre amparar un gobierno terrorista -al que creían necesario para restablecer la paz- y bregar por el respeto a los derechos humanos, lo cual condujo a una imagen del Episcopado alejada de la fortaleza y la justicia que requerían las circunstancias», sostienen los autores.
Un capítulo específico habla del vicariato castrense que, con Tortolo a la cabeza, brindaba acompañamiento y asistencia tanto a los militares que torturaban -«para llevar aliento a los que combaten la guerrilla»- como a los detenidos en los centros clandestinos.
«El Vicariato Castrense fue un protagonista activo durante el período estudiado, particularmente desde el acceso de las Fuerzas Armadas al poder y el crecimiento de la violencia y el terrorismo de Estado», concluyen los autores.
«Tortolo, arzobispo de Paraná, vicario castrense y presidente de la Conferencia Episcopal hasta mayo de 1976, fue uno de los obispos más influyentes dentro del colegio episcopal y tuvo un conocimiento cercano de los acontecimientos en torno al golpe de Estado por su función en el ámbito de las fuerzas armadas», describen.
Incluso, revela el libro, Tortolo buscó información para asesorarse respecto a «los métodos que eran moralmente lícitos de aplicar en el caso de una ‘guerra interna’ o ‘represión violenta de la sedición criminal'».
En una siniestra revelación, el libro cuenta que a fines del 77, luego del secuestro de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, Tortolo propuso a los obispos estudiar «la ética de la represión de la guerrilla».
«Aquí se trata de un enemigo que no está siempre en acto; no es un enemigo potencial, sino que está dispuesto siempre a acometer; y, si la moral nos autoriza a matar al que nos puede matar, yo creo que en cierto sentido el gobierno (militar) puede aplicar estos principios», dijo el vicario castrense interpelado por Primatesta y Aramburu sobre el accionar de la junta.
La investigación explica que el vicariato castrense «tenía acceso a información privilegiada respecto a los procedimientos que se llevan adelante en los ámbitos de las fuerzas armadas».
Tanto Tortolo como otras autoridades del Episcopado, al igual que el Nuncio apostólico, estaban al tanto de que «no se trataba de conductas aisladas o de abusos, sino que esa violencia podía deberse a una política de Estado», como consta en los diálogos que se desarrollaron, por ejemplo, en el ámbito de la comisión permanente de la CEA a principios del ’77.
Sobre el destino de los desaparecidos y de los niños apropiados, los autores indican que en los archivos que consultaron «no encontramos documentación que permita resolver la deuda pendiente con la sociedad para dar con el paradero de los desaparecidos, de los niños apropiados y aún en búsqueda».
Con «dolor», los autores del libro dejan en las últimas páginas algunos interrogantes: «¿Cómo algunos obispos tan experimentados en la conducción no fueron capaces de darse cuenta? ¿Por qué el Episcopado no logró dar una mayor acogida a los allegados de las víctimas del terrorismo de Estado? ¿Cómo fue posible dejar esta herida abierta en la Iglesia y la sociedad argentina?».
Preguntas que, a 47 años de ocurridos los hechos, aún no tienen respuestas.