Elisa Bearzotti / Especial para El Ciudadano
Estamos en épocas de elecciones y, por lo tanto, es necesario decir que habitamos momentos difíciles. Miembros de la raza política de todos los colores nos interpelan (siempre en modo imperativo) desde cada una de las plataformas disponibles, con la intención de conseguir el regalo más preciado: nuestro voto. Para lograrlo, trabajan junto a analistas, comunicadores, publicistas, expertos en estadísticas y análisis de datos, militantes territoriales y un enorme equipo dedicado a diseccionar al votante (es decir a cada uno de nosotros) mediante parámetros que incluyen raza, edad, género, condición social, espacios que visitamos, estilo de vida y varios etcéteras más. El objetivo es adoctrinar al candidato para que nunca se salga del cuadrante indicado y diga la palabra precisa, en el momento justo. Sí, porque el voto, como todo elemento preciado, es bastante esquivo. Más allá de las miles y miles de páginas escritas por expertos en opinión pública, de la utilización de un análisis cada vez más exhaustivo para determinar la intención de voto, y la sujeción de los candidatos a las variables estadísticas que ofrecen las mediciones, al final todo se reduce al momento en que el votante se encuentra en el cuarto oscuro con la papeleta entre sus manos y se dispone a marcar el casillero correspondiente. Y allí, cada uno está sólo con su corazón.
Y, a pesar de la gran cantidad de parafernalia puesta en juego, lo que están evidenciando las tendencias actuales es un claro rechazo hacia el sistema político, bastardeado en el preciso instante en que los medios de comunicación se transformaron en poderosas máquinas de propaganda y manipulación. Y en ese sentido, es necesario hacer referencia a un ícono mundial, alguien que logró poner un pie en ambos espacios y acceder a las más altas cumbres del poder, sin haber perdido nunca su jopo engominado: il cavaliere Silvio Berlusconi, fallecido esta semana, y a quien el gobierno italiano decidió despedir con funerales de estado, a pesar de las varias denuncias en su contra realizadas por mujeres con las que estuvo vinculado. El arzobispo de Milán (ciudad donde vivió toda su vida), Mario Delpini, sin lograr adivinar si estaba destinado al cielo o el infierno decidió utilizar un artilugio dialéctico y dijo: “Silvio Berlusconi fue sin duda un político, sin duda un hombre de negocios, sin duda una figura en el candelero de la fama, pero en este momento de despedida y oración, ¿qué podemos decir de Silvio Berlusconi? Era un hombre: un deseo de vida, un deseo de amor, un deseo de alegría”.
¿Habrá sido ese deseo de amor y alegría lo que lo llevó a organizar esas grandes fiestas con menores y prostitutas donde el “bunga bunga” corría por doquier? Sin embargo, pareciera que todo ello carece de importancia frente a los brillos del poder, el carisma y la fama porque más de 10.000 personas recibieron con un aplauso al féretro con el cuerpo del expremier al llegar al Duomo de Milán, luego de recorrer 33 kilómetros desde su residencia de Arcore con una multitud al costado de las rutas deseosa de darle el último adiós.
Lo más triste es que hoy por hoy, la fascinación que ejerce este tipo de líderes potentes y manipuladores sobre las multitudes ha vuelto a encender la chispa de las intolerancias y agresiones en muchas partes del mundo. En Europa, por ejemplo los partidos de ultraderecha aumentaron su presencia en Francia, Suecia, Alemania, Italia, Finlandia, Bulgaria, Hungría y España, mientras que en Alemania al menos cinco personas por día fueron blanco de violencia de extrema derecha, racista o antisemita durante 2022. Según Robert Kusche, miembro de una de las asociaciones que monitorea el incesante aumento de este tipo de agresiones (un 15% más que el año anterior), se trata de “un nuevo máximo”. Especialmente alarma el hecho de que los ataques por motivos antisemitas se hayan cuadruplicado, de 54 en 2021 a 204 en 2022, principalmente amenazas a las que por regla general siguen en poco tiempo delitos de violencia graves, según advirtió Kusche. En tanto, los ataques a personas del colectivo LGTBIQ+ registrados por los centros de asesoramiento se duplicaron, cobrándose una vida el año pasado. Claro que todo ello parece contar con la benevolencia de una parte importante de los alemanes que han decidido manifestar su aprobación al partido ultraderechista Alternativa para Alemania o AfD, de acuerdo a lo que evidencia una reciente encuesta.
De hecho, es la primera vez que el partido que lidera la coalición de gobierno, en este caso los socialdemócratas, tiene el mismo nivel de aprobación que el AfD. Y es que el partido ultraderechista ha sabido capitalizar tres temas: la incertidumbre económica derivada de la guerra en Ucrania, el caos de la coalición en materia de lucha contra el cambio climático, y el aumento en la llegada de migrantes. Pero lo que resulta un tremendo llamado de alerta para los partidos llamados “tradicionales” es que la mayoría de quienes ahora considerarían un voto por el AfD no lo hacen porque ofrezca mejores soluciones o porque estén convencidos de su programa, sino porque están decepcionados de los otros partidos. Por lo visto, se trata del famoso “voto castigo” que, unido a la dificultad para afrontar (y muchas veces incluso comprender a un nivel de implicancias profundas) los enérgicos, frecuentes e inevitables cambios que se suscitan actualmente en el estilo de vida de las personas en cualquier parte del planeta, éstas optan por seguir a líderes con propuestas sencillas, claras, fácilmente digeribles y sobre todo que contienen demasiadas promesas.
Personalmente continúo firmemente adherida a la idea de que “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía” y, frente a ciertos planteos (sobre todo aquellos que tienen un claro tinte “mediático”, por ejemplo en nuestro país la dolarización, o la eliminación de la inflación y la inseguridad) suelo preguntarme: ¿pero, cómo lo van a hacer? Y si lo hacen ¿qué cambios implicaría en nuestra vida cotidiana? Y si resulta tan sencillo… ¿por qué nadie lo hizo antes? Preguntas simples, que ayudan a pensar un poco y a cuestionar tanto discurso vano y maloliente, tanta “mentira organizada” como rezaba la vieja canción de Pedro y Pablo, unos chicos visionarios que, hace casi cincuenta años supieron escribir un hit que jamás perdió vigencia y que simplemente llamaron “Marcha de la bronca”. Esa bronca que hoy encarnan los políticos “antisistema”, y que expresa la desazón por los sueños perdidos, por el planeta arrasado, por el dinero que no alcanza acá ni en Berlín, por la gente que arriesgando todo, también pierde la vida en el medio del mar…bronca, mi bronca, mi bronca… marcha de la bronca y de la fe.