No me pude despedir. Las noticias horrendas llegaron en plena estadía en La Rioja en busca de una alegría que también iba a ser para ellos. Y la vorágine, el día a día, genera que uno adormezca los sentimientos cuando hay que seguir obligado, cuando no se puede parar a pensar, a meditar, a llorar.
Fue julio un mes de contrastes para el básquet rosarino, porque trajo la enorme alegría del ascenso de Provincial a la Liga Argentina, pero dejó pérdidas irreparables, tan profundas que dejarán por siempre una cicatriz, una huella de dolor que, aunque el tiempo intente aplacar, permanecerá en la memoria.
Claro que la vida le da a muchos la virtud de transformar ese recuerdo en una mueca de felicidad, en apostar a los momentos de plenitud para escaparle a las ausencias y realizar esa metamorfosis que transforma el dolor en homenaje.
Las muertes de Nico Funes y el Negro Arcari generaron tanta sorpresa como desconsuelo en el básquet de la ciudad, pero cada una de las acciones que los clubes realizan en su memoria no sólo reconfortan a sus familias, sino que interpelan a todos y nos dan la chance de atravesar el duelo como se debe, como se siente.
En este caso es escribiendo, contra todo principio, en primera persona, para recordar a ese entrerriano amable que a pesar de luchar una pelea casi imposible, lo hizo con la fe y la pasión que le puso al básquet en cada uno de los roles que ocupó, nunca escatimó esfuerzo y se mantuvo hasta último momento cerca del proyecto que soñó e impulsó en Central. Ese abrazo en el Cruce, ese festejo del ascenso, esas lágrimas de alegría y dolor, esos sueños compartidos, esa familia que gozaba y sufría al mismo tiempo, en sentimientos que sólo pueden comprender los que los atraviesan, pero que de tan sólo imaginarlos erizan la piel.
Y como no evocar al querido Negro, el tipo de la sonrisa permanente, ese amante del básquet de la vieja escuela, del club, de los amigos, de los jugadores hechos en casa. Generoso en su rol de jugador, de entrenador o en el menos conocido puesto de comentarista radial, en los que nunca negó un consejo, una mano.
El recuerdo es siempre con sus pibes, hoy hombres, ayer indómitos niños que revolucionaban cada partido o transmisión a pura travesura cuando llegaban con su viejo.
Charlamos hace un tiempo en la tribuna de Náutico. Jugaba su nieta y le brillaban los ojos. Hoy esa charla me sabe a poco, a nada, y será uno de los tantos arrepentimientos que sumamos cuando ya son inexorables.
El homenaje de Alba Argentina de Maciel, el de Central, el de cada uno que los quería, apreciaba, permiten acercarnos otra vez, a que nos duela, pero también para comenzar a sanar y a extrañarlos con una sonrisa.