Por: Elisa Bearzotti
El domingo de elecciones se anunció generoso: sol a rabiar para atemperar el frío de un invierno caprichoso, y urnas portando el renovado traje de la esperanza. Las largas colas frente a las aulas de la escuela pública donde voto habitualmente, desprovistas de confort pero ataviadas con las tiernas gráficas de la infancia, se iban matizando con charlas de poca urgencia, y recetas para el almuerzo. Un cartel con dibujo de flores sobre cartulina celeste y la inscripción “Seño Moni: 2° C” adornaba el “cuarto oscuro” de la mesa 6605, recordándome viejas épocas de amores y alegres comienzos. Que la escuela sea la misma donde inicié mi actividad docente hace 40 años, con la salita de prescolar que ayudé a equipar, el vidrio roto de un pelotazo, las cortinas de lienzo con manitas estampadas, el patio estrecho y alargado, era sólo un detalle menor de ese domingo engalanado por el ejercicio democrático: el “mandala” de la vida dibujando sus misteriosos trazos. Después, la tarde se estiró con su displicente modo de feriado electoral a la espera de los primeros resultados… y al final la angustia atravesada en la garganta demoró el sueño más de la cuenta, porque me resultaba imposible franquear el umbral de la vigilia y atreverme a penetrar en esta pesadilla.
Aclaro, por si hiciera falta, que lejos estoy de cuestionar el soberano derecho de cada uno a poner en el sobre la boleta que mejor le cuadre, pero permítaseme al menos en estas crónicas trasnochadas, expresar el desasosiego que me provocan los líderes violentos, gritones, desencajados, desaforados, altivos que, en sus modos de decir y hacer, parecen siempre estar al borde del umbral de la cordura. Será que ya conocimos a varios: Donald Trump, Silvio Berlusconi, Jair Bolsonaro, Boris Johnson -casualmente todos ultra nacionalistas, antiglobalizadores, antiprogresistas, xenófobos y ultraconservadores- que no hicieron otra cosa más que agudizar el malestar del pueblo que los votó creyendo en sus escandalosas promesas. Algunas muestras, a saber: Boris Johnson fue uno de los principales impulsores del Brexit -la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea- decisión que ha provocado una de las crisis económicas más perdurables del Reino Unido: falta de trabajadores capacitados, desabastecimiento inusual en supermercados, aumento de precios de la canasta básica (incluso antes de que se desatara la guerra en Ucrania) y una inflación en alza, con su correlato de empleados descontentos, paros y gremios alertas. A esto se sumó la desastrosa gestión de la pandemia de coronavirus que provocó más de 180.000 muertes (una de las tasas más altas del mundo por detrás de países como Estados Unidos, Brasil e India), y su secuela mediática -el famoso “partygate”- que salió a la luz al filtrarse imágenes con funcionarios de Downing Street en fiestas, cuando el gobierno prohibía reuniones de más de dos personas. El desastre se vio consumado con una estrepitosa salida del poder luego de la renuncia de más de 50 integrantes de su gabinete que, viendo las cosas demasiado oscuras, temieron salpicarse con tanta mugre. Claro que el daño ya estaba hecho, y algunos de sus efectos aún hoy resultan irreversibles.
Siguiendo con el desafortunado muestrario de líderes negativos, podemos viajar un poco más cerca y centrarnos en la reciente experiencia brasilera con Jair Bolsonaro. Según una nota publicada en el portal de la CNN y firmada por la colega Sofía Benavides, incluso desde antes de asumir la presidencia, Bolsonaro se complacía en atacar a las mujeres y a la comunidad LGBTQ+. En 2003, por ejemplo, le dijo a la congresista Maria do Rosário, del Partido de los Trabajadores, que “no merecía” ser violada, dichos que fueron reiterados por él en 2014; y en una entrevista con la revista Playboy, en el 2011, dijo que sería incapaz de amar a un hijo gay, añadiendo que preferiría que sus hijos “muriesen en un accidente” a que sean homosexuales. Por otra parte, al igual que su par británico y el entonces presidente estadounidense Donald Trump, minimizó la gravedad del coronavirus, al que definió como un pequeño resfrío, una “gripezinha”. El resultado fue que Brasil acumuló casi 700.000 muertos durante la pandemia, lo que lo colocó en el podio de los países con más contagios y fatalidades en el mundo, junto a Estados Unidos y la India, de acuerdo con los datos de la Universidad Johns Hopkins.
Además, al igual que Donald Trump, Bolsonaro ha sembrado dudas sobre la transparencia del sistema electoral de Brasil a lo largo de la campaña por su reelección. Y en esto se verifica la mayor contradicción de estos personajes: si bien son las virtudes del sistema democrático las que les permiten acceder al poder, no dudan en desacreditarlo cuando los beneficiados son sus competidores, tildándolos de “lacras” o “casta”. Citado por la fuente antes mencionada, Federico Finchelstein -experto en populismo, profesor de la New School for Social Research de Nueva York, y autor del libro “Del fascismo al populismo en la historia”- dice que el núcleo de la ideología de estos líderes es esencialmente antidemocrático. Según el historiador, Bolsonaro no es un populista clásico, sino que comparte varios de los elementos con el fascismo. “Uno de esos elementos es la mentira. Mienten desaforadamente, no utilizan sólo exabruptos, sino que hacen de la mentira un instrumento de propaganda. Y apelan a las grandes mentiras para demonizar a lo distinto”, indica el catedrático. Agrega también que el expresidente brasileño no es original, sino que “comparte el estilo con (Viktor) Orban en Hungría, (Javier) Milei en Argentina, (Antonio) Kast en Chile, e incluso con (Giorgia) Meloni en Italia, quien en su cierre de campaña comparó su apellido con dos melones, acercándolos a una parte de su cuerpo”, asumiendo un estilo que utiliza el lenguaje procaz y directo como parte de una estrategia de fingido acercamiento a la gente “común”.
Quizás fui demasiado ingenua, pero siempre creí que “Peluca” no llegaría. Debo reconocer mi error y mi escasa capacidad predictiva. Porque años de “grieta” y agresiones cruzadas que generan cansancio y decepción; con una clase política enquistada en sus privilegios, “tolerante” con la corrupción y el delito en ocasiones, y en otras francamente cómplice; una justicia burócrata que se vuelve inoperante o definitivamente criminal; y medios de comunicación ligados a la causa de su conveniencia, no podían menos que crear este “Frankestein”, el impensado monstruo que quizás guíe nuestros destinos en los próximos años. No hay modo de ocultar el terror profundo que me provoca esta pesadilla… sólo resta despertar.