Mucho –tal vez demasiado– es lo que ha cambiado en 25 años en cuanto a los modos en que circula la información en cualquier comunidad más o menos impactada por el imperio de las nuevas tecnologías aplicadas a la interacción social. En este primer cuarto de siglo desde que asomara por primera vez a la calle el 7 de octubre de 1998 con su edición papel, El Ciudadano ha transitado no sólo los terremotos propios de todo colectivo periodístico sujeto a vaivenes empresariales, sino el desafío de reinventarse y adaptarse a tamañas transformaciones en los usos y costumbres de la producción y transmisión de “noticias”, por así decirlo, si es que aún vale el propio concepto que históricamente caracterizó al oficio, sometido como nunca a límites cada vez más difusos entre información, datos, opinión, chivos, fakes, fuckings y tantos etcéteras con los que se pueda asociar a cada uno de los múltiples contenidos editoriales que ofrece el entorno cultural en el que (sobre)vivimos.
En tiempos en que toda “noticia” comunicada en el modo textual de la prensa gráfica conlleva el inexorable destino de morir por “vieja” o ya conocida, hubo que barajar y dar de nuevo en múltiples aspectos, entre ellos el rediseño conceptual de la tapa del diario, aquella que en su estilo histórico resumía en orden jerárquico las principales informaciones del día, y ahora obliga a jugársela a todo o nada por algo más que la enumeración de temas, algo que adquiera vida propia por fuera del papel, en un formato apto para recircular –con chances de perdurar y ser interpretado– en el universo digital, donde nadie parece dispuesto a dedicar lecturas que impliquen más de un puñado de segundos.
Por un motivo u otro, o por ambos, “la tapa” de este medio (ya no entendida sólo como la primera plana de la edición papel) mutó por impulso colectivo a lo que –con aciertos y errores– es hoy en día una construcción simbólica entre título e imagen capaz de condensar no sólo la “noticia” sino la mirada, valoración, análisis o posicionamiento editorial acerca del suceso en cuestión, con todas sus implicancias y consecuencias.
La apuesta tuvo y tiene sus riesgos: comunicar noticias de tal modo obliga a sintonizar con códigos interpretativos de una comunidad receptora cuya “lectura”, en el mejor de los casos, puede suponerse, nunca predecirse sin margen de error. Y también, porque apelar a la dosis de humor que impone el nuevo formato recrea día a día una vieja polémica: ¿es posible reírse de todo? ¿De qué cosas está permitido reírse, o al menos abordar con picardía?
El dilema no es nuevo, claro está. Desde sus propios orígenes, buena parte de la ya prehistórica prensa gráfica utilizó el humor como herramienta de posicionamiento editorial, particularmente en lo referido al ámbito de la política, aquél que le dio origen y razón de ser al primitivo “periodismo”, aunque a algunos les siga conviniendo sostener la cándida mirada acerca de la “objetividad” en el oficio.
En esto la biblioteca está repartida: si para algunos el abordaje picaresco de acontecimientos “serios” conlleva a la banalización o “adormecimiento social” frente a sucesos que deberían conmover, exaltar o sublevar, para muchos otros la sátira es un buen camino para compartir o invitar a una reflexión crítica acerca de las conductas y decisiones de quienes ejercen el poder (ya no sólo político) para dominar e imponer sus intereses. Desde esta perspectiva ya se ha dicho una y mil veces: el humor es cosa seria.
Preferimos entenderlo así, aceptando las excepciones que confirman la regla, y gozando del menor nivel de condicionamiento que otorga el hecho de ser –en la actual etapa– un emprendimiento autogestivo que permite zafar de convertirse en escribas a sueldo de empresarios o poderes económicos que “bajan línea” en una agenda informativa formateada y verbalizada de acuerdo a sus negocios o intereses corporativos.
Como sea, la propia realidad cotidiana –con los desquicios y desventuras que implican para la gran mayoría las novedades de la política y la economía– suele presentarse a la vista de todos de manera trágicamente irrisoria, lo que allana la tarea para la producción de contenidos en línea con lo que podría llamarse la cultura de los “memes”.
Tampoco en esto hay mucho nuevo, más allá de lo tecnológico. Valga tener en cuenta que el propio concepto “meme” –al que podría asociarse el modo ciudadano de comunicar– surgió de una investigación científica acerca de la genética de la transmisión cultural entre humanos, entendido tal vocablo como una célula de información capaz de ser interpretada como mínima unidad significante.
Vale entonces el recurso al “chiste” (digamos) en tiempos en que las cuestiones de la política asoman como algo ajeno al gran público, paradójicamente como tema de gran interés para el micromundo de comunicadores, analistas y decisores, y de ínfimo atractivo para quienes más padecen los actos de los mandantes, sean éstos electos (a nivel político) o no (como acontece desde los poderes económicos).
Es entonces cuando el guiño cómplice hacia “la calle”, alguna humorada, el recurso multimedia para abordar coyunturas y conflictos muchas veces explosivos conlleva el compromiso editorial de dejar en claro –por decirlo en jerga ricotera– de qué lado de la mecha te encontrás.