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Un rugbier entre las olas

Daniel Pezzente jugó al rugby en Mar del Plata, Italia, Estados Unidos y Francia. Encontró su lugar en el mundo: las olas del mar en Miramar. Instaló su parador, su escuela de surf y la naturaleza volvió a ser su vida

Por Alejandro Duchini (@aleduchini)

Daniel Pezzente jugó al rugby en Mar del Plata, Italia, Estados Unidos y Francia. Había empezado por el fútbol pero quebró a varios. Se ve que no era “su” deporte. Una vez vio la posición en la que quedó el pie quebrado de una de sus víctimas y se impresionó tanto que desistió. Entonces un amigo le recomendó que juegue al rugby: “Tenés que agarrar la pelota y correr a la otra punta; llegá como sea”, le aconsejó su primer entrenador. Como de chico corría liebres en el campo, notó que no le sería difícil. Le encontró la vuelta y viajó por algunos países hasta que halló su lugar en el mundo: las olas del mar en Miramar. Instaló su parador, su escuela de surf y la naturaleza volvió a ser su vida.

Decimos “volvió” porque su infancia fue salvaje, como le cuenta al periodista Julián Varsavsky en su reciente libro Viaje a los paisajes invisibles – De Antártida a Atacama (editorial Adriana Hidalgo). Libro sobre una Argentina contada por un periodista viajero, la historia de Pezzente se destaca porque demuestra que el deporte está en todos lados. Por ejemplo, en las canchas de fútbol que Varsavsky observó entre los pueblos de Jujuy. O en las historias que le cuentan sobre Maradona, Messi y Boca o River algunos de los fieles del Gauchito Gil, en Corrientes.

Pezzente inició su trayectoria de rugbier en el Biguá Rugby Club de Mar del Plata. El primer año, suplente. Eso no era lo peor. Lo peor era que como no tenía plata para ir a entrenar caminaba 16 kilómetros desde el casino a Camet. Y hay más: en el camino solía encontrar a su entrenador, que se negaba a llevarlo. Un día lo puteó y ahí lo hizo entrar. “Ese hombre me civilizó”, le contó a Varsavsky. Pezzente no la tuvo fácil. Huérfano de chico, se crió solo en el monte. A lomo de su caballo, cazaba patos junto a sus nueve perros. Al que más recuerda es a Falucho, un galgo con una pata rota que se convirtió en su amigo. Algunos familiares quisieron “readaptarlo” a cambio de trabajo. Pero él prefirió escapar y dormir con sus perros que le daban calor en las noches de invierno. Pasaba hambre pero se las rebuscaba. “Abrazado a mis perros, era como que papá y mamá estaban conmigo”, recuerda.

Su vida cambió cuando aceptó el ofrecimiento de unos tíos para ir a conocer el mar. Llegó a Miramar y sus primos le prestaron una tabla de surf. En su primera incursión le fue tan bien que se sintió jinete del agua. Se quedó en esa ciudad y pronto comenzó su periplo rugbier. Jugando en Estados Unidos trabajó de lavacopas y jardinero. El ataque a las Torres Gemelas lo encontró en el subte. “Mi vida salvaje sirvió para moverme en el mundo y sobrevivir”, cuenta sobre ese andar en el “hormiguero pateado”, como define a Nueva York. Continuó en el rugby francés pero regresó a Miramar para instalar su escuela de surf. Vivió en la playa, junto a Laura, su pareja. Se compró un auto y nunca dejó de codearse con el mar ni con la vida salvaje. Caballos, perros y pingüinos. Alguna vez hizo surfear -con éxito- a su ovejero Moi; y otra, surfeó junto a una ballena franca con su cría: “No sabés la serenidad que me dieron. Me quedé una hora con ellas”. Con los años fue armando el rompecabezas de su vida. Se reconcilió con tíos que fueron como padres y supo un poco más quién era él.

Para ese rompecabezas también aportó Varsavsky, quien se entrevistó con aquel entrenador del Baguá que no lo quería llevar a los entrenamientos en su auto. “Esfuerzo y humildad”, dice Alberto Contardi que vió en Pezzente. “El equipo con el que ganó la final de 1988 (15-13 contra el Mar del Plata Club) le enseñó lo que son los horarios, el respeto, las cenas, el estar con un compañero al lado”, agrega.

Además de la de Pezzente, están las historias de los científicos de la Antártida que tienen una cancha de fútbol para el invierno pero que en verano se derrite y es ocupada por pingüinos. También las de la Difunta Correa, a quien le dejaron a cambio de milagros concedidos guantes de boxeo de Carlos Monzón y hasta botines de fútbol. No faltan las historias de aquellos que con poco sienten mucho: “Fui un changuito muy feliz sin un solo juguete; esto no es pobreza sino riqueza”, le dice alguien que vive en las salinas jujeñas. Y todos, de una u otra forma, refieren que el bienestar, la alegría, la satisfacción, están en lo colectivo y no en lo individual.

Pezzente tiene aún adentro al pibe que fue y que todavía le pregunta sobre el rompecabezas que no se termina de armar. Le gusta mirar al cielo desde la playa, donde las estrellas se ven mejor. Quiere viajar, dice, sobre alguna estrella. Pero lo que más le encanta es ver estrellas fugaces. Su tía le dijo que las estrellas fugaces eran señales de sus padres. “Acostado ahí, abrazado a mis perros, era como que papá y mamá estaban conmigo”, recuerda.

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