En 1944, hace ya ochenta años y con el mundo en ebullición por la Segunda Guerra, se filmaron en Estados Unidos algunos de los policiales negros que impregnarían el imaginario de varias generaciones con su impronta de originalidad y calidad y que apuntaban a develar algo de lo tenebroso de las acciones humanas, sobre todo de aquellas que a veces surgen de una realidad aparentemente dócil y tranquila. Ya la maquinaria del film noir estaba puesta en marcha desde mediados de los años 30, con la depresión causada por la crisis financiera de Wall Street y sus consecuencias sociales como huelgas, desocupación, depresión y se agrupaban en los seriales llamados pulp fiction o folletines literarios (Black Mask fue el pulp magazine más leído), de destacadas plumas aunque todavía no demasiado conocidas como, entre otros, Dashiell Hammet, James Cain, Raymond Chandler, Jim Thompson, Horace McCoy, quienes tenían una visión de la sociedad como conspiración criminal.
El hecho de que hubieran surgido de una cultura puritana los situaba en un destacable lugar para retratar la tensión entre culpa y pecado o rencor y violencia, siempre a partir de personajes perturbados, tramposos o sociópatas. Así el cine pronto se hizo eco de estas variables, sobre todo algunos –aunque no los únicos– de los realizadores alemanes que huyendo del nazismo se afincaron en Estados Unidos y en la meca del cine particularmente, que durante ese año produciría una gran cantidad de películas.
Por eso es oportuno revisitar, con la excusa de una cifra redonda de ¡8 décadas!, tres de esos títulos filmados durante ese año en Estados Unidos – mientras, como parte de los aliados y para combatir al llamado eje del mal, ese país bombardearía indiscriminadamente a población civil de varios países europeos–, que marcan un momento clave del cine negro porque se corren un poco del canon y tocan alturas impensadas en el despliegue argumental y visual. Hubo muchas películas durante ese promisorio año para la industria fílmica norteamericana –como La dama desconocida, de Robert Siodmak; El enigma del collar, de Edward Dmytryk; Tener y no tener, de Howard Hawks, y La venganza de la mujer pantera, de Robert Wise, por citar otros grandes títulos–, en su mayoría deudoras de componentes que delinean lo que se conocería como film noir, sobre todo en lo que atañe a la determinación y la causalidad, algo que las aparta del policial clásico o de enigma, donde el crimen aparecía separado de cualquier motivación social.
Estos tres films son Laura, de Otto Preminger; La mujer del cuadro, de Fritz Lang, y Pacto de sangre, de Billy Wilder y en ellos pueden encontrarse ya esos elementos mencionados, pero además hay otras cuestiones en juego, como las pasiones irrefrenables, la ambición y la miserabilidad humanas, la misoginia, la inocencia siempre sacrificada y el sueño y la fascinación como elementos clave del desarrollo del suspenso, presente esto último en las tres de manera coincidente.
Todos son sospechosos
Laura, de Otto Preminger, un realizador nacido en el entonces imperio austro-húngaro y emigrado a Estados Unidos en 1935, fue uno de los films más taquilleros de 1944 y quizás una verdadera obra maestra en el cine de esa procedencia. Basada en la novela homónima de la escritora y guionista Vera Caspary, en la película actúan Gene Tierney –tal vez una de las más bellas actrices norteamericanas de ese periodo–, Dana Andrews, Clifton Webb, Vincent Price y Judith Anderson. En el relato, Laura, que aparece primero pintada en un cuadro antes que en persona, fue asesinada. Hay un detective que investiga el crimen y que de a poco se irá obsesionando con la belleza incuestionable de la mujer retratada en el cuadro; una mujer que por lo que averigua el investigador fue víctima de traiciones, celos y mentiras por parte de su entorno, y que, además, ejerce un inevitable hechizo después de muerta.
El film resultó casi un paradigma en el contexto del cine negro puesto que va deslizando la intriga hacia el interrogante de quién es realmente el/la protagonista, si la víctima, el asesino o el mismo policía. El espectador develará lo que Laura encierra al mismo tiempo que el detective y a través de la voz de otro de los personajes, todos fascinados bajo sus encantos. El film se centra fundamentalmente en la víctima, cuando en el cine negro es mucho más frecuente que sea el detective privado, o el policía y sus investigaciones, o el asesino y sus motivaciones, quienes atrapan la mirada y conducen la acción.
Por lo tanto aquí ya desaparece el motivo fundamental para el crimen, aunque es probable que este exista y la sospecha recae en cualquiera de los personajes. La fascinación del detective por Laura no le impide sentir pena por no haberla conocido en vida y tiene que admitir por momentos que resolver este crimen, donde dos hombres y dos mujeres tenían claros motivos para matarla, estará por encima de sus fuerzas.
Por lo tanto, es la fascinación absoluta que se desprende de la figura de Laura lo que mueve las pasiones, lo que exaspera las acciones, y no tanto su corporalidad, que llegará después, cuando esa ensoñación se difumine definitivamente. Ni hablar del impecable blanco y negro del fotógrafo Joseph La Shelle (Laura conseguiría un Oscar por mejor fotografía) que funciona como una alegoría plástica del atrapante relato dirigido con mano dúctil y exquisita por Preminger.
El fin de la ilusión
La mujer del cuadro, de Fritz Lang, quien llegó a Estados Unidos con un back de formidables títulos filmados en su Alemania natal, en su mayor parte enrolados en lo que se conoció como expresionismo alemán, entre los que se encuentran Metrópolis (1921), M, el vampiro de Düsseldorf (1931) y El testamento del Dr. Mabuse (1933). Cuando el mismo Joseph Goebbels le ofrece la dirección del Instituto de Cine Alemán, Lang trata de zafar diciendo que su madre era una católica conversa pero que en realidad su origen es judío, a lo que el jerarca nazi responde que son ellos quienes deciden sobre la pureza aria de los alemanes. Esa misma noche, Lang abandona Alemania rumbo a París para luego viajar a Estados Unidos. La mujer del cuadro fue su tercera película en Estados Unidos y está entre sus mejores títulos de cine negro, lo cual es una virtud superlativa puesto que tiene tres o cuatro películas indispensables para entender las formas del thriller como quintaesencia de este género.
La fatalidad y la lucha inútil contra el destino y su obligado tránsito hacia desenlaces infelices, son temas que atraviesan la obra de Lang; su mirada ácida y pesimista le permitieron indagar a fondo en la materialidad del crimen en un país donde el poder y el dinero son máquinas perfectas para aniquilar “indeseables”. The Woman in the window, como se llamó originalmente, aborda también otro de los temas recurrentes en la filmografía de Lang: el dilema al que se enfrenta cualquiera a la hora de elegir entre una vida convencional, ingrata o insoportablemente aburrida, u optar por una existencia al margen de las normas establecidas, de la ley sistemáticamente injusta que parece regirlo todo.
Hay en La mujer del cuadro –protagonizada por Edward G. Robinson, Joan Bennett, Raymond Masse y Dan Duryea, en los roles principales– un sutil pero inequívoco tono onírico que impregna la mayoría de las imágenes. Lo de la fatalidad del destino tiene en este relato un peso específico que orbitará sobre cualquier otro elemento en juego, ya que lo que el protagonista desea, una mujer llamada Alice, permanecerá indefectiblemente en el mundo de los sueños, un sueño por momentos con los estigmas de una pesadilla, pero otros perfectamente deseable, con ese objeto anhelado al alcance de la mirada o las caricias.
En el film, el protagonista transmite eficazmente la vulnerabilidad que vive casi todo el tiempo, a la vez que rezuma un ambivalente sentimiento de miedo y atracción hacia la lo desconocido, materializado aquí también –como en Laura– por el retrato de una bella mujer. Lang trabaja con delicada precisión lo que va imponiéndose como doble moral del protagonista, su consideración de lo ético, y aquello que lo pone a dudar sobre si lo dictado por la ley y el orden se contrapone con los deseos internos, los que se confiesan y los que no tanto. En La mujer del cuadro el sueño también cristaliza todo el desarrollo del thriller e interviene sobre los factores exógenos incontrolables, los que harán actuar al protagonista con un impulso hasta ahora desconocido, porque se trata de un camino que podría apartarlo para siempre de su confortable vida burguesa. Esa fascinación por la mujer del cuadro puede corromper su moral y contaminarlo y en el fondo él buscará que ese “gran sueño” termine de una vez.
Y acá el film de Lang pone en discusión la integridad del “héroe” y su temple para corromperse –a partir de una corrosiva carga irónica– para luego hacer prevalecer el inexorable triunfo del destino en una de sus posibilidades más acabadas, el despertar de un sueño y el fin de la ilusión de cambio, de otra vida.
Relaciones de interés
Pacto de sangre, de Billy Wilder –austríaco que huyó también del nazismo–, es ya un clásico insuperable del cine negro. Tiene un tratamiento sumamente virtuoso y fue claramente desafiante –aunque no tan a fondo como hubiera deseado– a la censura emanada del siniestro Código Hays. Double Indemnity, tal su título original adapta una novela de James M. Cain, uno de los más destacados escritores de novela negra que lleva a la ficción un caso real sobre una mujer condenada a muerte por seducir y convencer a un vendedor de asesinar a su marido para obtener una póliza millonaria por accidente. Wilder tuvo un guionista de lujo, nada menos que Raymond Chandler, otro insigne escritor de thriller negro, y lo que se conoció más tarde del trabajo conjunto delató una relación difícil, aunque terminaría dando como resultado uno de los films mejor “esculpidos” en lo que refiere a guion y tratamiento.
“Lo maté por dinero y por una mujer. Perdí el dinero y la mujer. Qué lindo, ¿no?”, dice un vendedor de seguros a un dictáfono en una oficina a media luz, haciéndose responsable de la muerte de un acaudalado empresario de automóviles. Como ocurre en Laura y en La mujer del cuadro, en este relato es también una mujer la que levantará la presión de una pasión irrefrenable, pero a diferencia de aquellas, de presencia evanescente, aquí se corporiza una verdadera mujer fatal, no tanto por sus cualidades físicas, que también las tiene, sino por su sagacidad para planear aquello que irá a librarla de una aburrida vida como esposa de un hombre que podría ser su padre. Por lo que el crimen, en Pacto de sangre –estelarizada por Barbara Stanwyck, Fred MacMurray y Edward G. Robinson– también funciona como espejo de la sociedad en donde ocurre; la sociedad es vista desde el crimen porque las relaciones entre los hombres, o entre los hombres y mujeres, han perdido cualquier sentimentalismo y son ahora relaciones de interés; la moral y la dignidad se han convertido en valores intercambiables.
El contrapeso ético se dará a partir de la relación entre el vendedor y su jefe, respetuosa y honesta, pero incapaz de detener la maquinaria criminal que se ha puesto en marcha y que resultará implacable. El grado de empatía que la pareja asesina despierta en el espectador es impresionante y Wilder sabía cómo lograrlo a través de diálogos chispeantes y ricos en ambigüedades, en un contexto de imágenes opresivas, oscuras, con sombras que potencian lo siniestro del plan urdido. El asesinato de la víctima por estrangulamiento es todo un dechado de composición escénica, con un primer plano de la mujer mirando fijo a cámara mientras disfruta del hecho criminal, donde no puede dejar de verse cierta inspiración expresionista sobre lo inevitable de los hechos.
El hombre sometido al capricho de una mujer que le quita el sueño y lo ha fascinado al punto de hacer lo que tal vez alguna vez soñó, hacerse millonario y conquistar una mujer hermosa, las dos cosas al mismo tiempo. Aquí también la fatalidad del destino, el fracaso del plan urdido –siempre posible pese a que Wilder pretendía dejar indemne a la pareja asesina–, desde la injerencia de la realidad a través del mencionado Código Hays, debía concluir con los culpables pagando su transgresión. Un sueño que termina mal, pero que seguramente fomentará muchos más, en pos de hacerse de la materia prima, el poder y el dinero, que compone la estructura férrea sobre la que se montan las relaciones de las sociedades occidentales modernas. Los realizadores de film noir lo sabían perfectamente y dieron buena cuenta de ello.