Por Mariángeles Guerrero / Especial para El Ciudadano
Cómo no creerle a Fabiola Yáñez. Cómo no pensar en lo rancio de ciertos cenáculos del poder. Cómo no advertir lo lejos que está un movimiento social del silencio acordado en beneficio de un candidato. En este mismo momento, en algún hotel porteño, en la Casa Rosada, en la Quinta de Olivos o en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires se están tejiendo secretos que estallarán mañana, demasiado tarde para subsanarlos pero demasiado puntuales para la primicia amarilla.
Es parte de la dinámica anquilosada que ya no seduce al electorado y que deja los instrumentos del Estado a disposición de los empresarios o banqueros de turno, ventrílocuos del muñeco del momento. Pongamos, en este caso, que hablo del presidente actual, Javier Milei. Un hombre sin partido político y sin experiencia que hoy preside un país con 46 millones de habitantes. Un hombre que hizo de la violencia verbal su caballito de batalla contra la supuesta casta, en la que incluyó primero a un gobierno, y ya en el poder, a periodistas y a opositores.
El objetivo político de la nueva embestida neoliberal siempre fue claro: había que achicar el Estado, porque tanta gente pobre no puede vivir como si no lo fuera. No se puede soñar, en una tierra nacida para colonia, con tener derechos. Por eso el feminismo es un enemigo para ese programa. Por eso si el ex presidente Alberto Fernández golpeó a su entonces pareja, Yáñez, hay que generar un chivo expiatorio colectivo que sustente el uso político que se está haciendo del escándalo. Hay que endilgarle esa vergüenza a las enemigas: a las feministas, a las que no despegan la idea de libertad de la defensa de la dignidad humana. Hay que instalar que fueron ellas las que llevaron al violento a la presidencia y lo vistieron de verde.
“Vestidos de verde”, así dijo el presidente Milei. Como si todo fuera (sólo) una cuestión de escenografías. De los movimientos feministas surgió un consenso que impregnó la vida política a nivel internacional. Porque las llamadas políticas de género no son ni un invento argentino ni una creación con cinco años de vida. Desde los primeros movimientos por el derecho al voto en todo el mundo, a la actualidad, se sucedieron diversas generaciones y acuerdos jurídicos —más o menos consensuados— para garantizar un piso mínimo de derechos a las mujeres y disidencias sexuales.
Ese andamiaje político y jurídico, generado a nivel internacional desde mediados de los años 70, motivó a diversos países a adecuar sus leyes. Mostró que la mitad de la población estaba sufriendo violencia constante por el hecho de ser mujer o trans. Los supuestos voceros de la libertad, que en verdad odian la libertad de las mujeres, dirán que eso es una falacia porque la tasa de homicidios es superior en el caso de varones respecto a las mujeres. Es cierto. Pero también es cierto que son más los varones que matan, y que en el caso de las mujeres asesinadas, en la mayoría de los casos, los victimarios fueron sus parejas, familiares o personas de su círculo íntimo. Hay una buena parte de la violencia que vivimos como sociedad que se cocina puertas para adentro y cuyas víctimas son las mujeres. Sea en la Quinta de Olivos, en la casa de tu amigo, o tu propia casa.
Por eso fue tan importante —al inicio de este siglo— salir a tomar las plazas, las calles: gritar que estábamos hartas. Hacia 2020, ya se contaba con tres hitos de movilización feminista masiva: Ni Una Menos, en el 2015, el Paro de Mujeres en 2016 y las marchas por el derecho al aborto en 2018. Salir a la calle en masa fue nuestro signo de época. Pero eso no quiere decir que el feminismo haya sido siempre masivo, siempre performático, ni mucho menos que haya comenzado con el gobierno de Alberto Fernández.
Pero ese es el relato que pretende instalar el actual gobierno para desfinanciar toda posibilidad de ayuda a las mujeres violentadas sexual, psicológica o físicamente. Al anunciar el cierre definitivo del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, desde el ministerio de Justicia alegaron que dicha institución fue “creada y utilizada por la administración anterior con fines político-partidarios”. Ignoraban así casi cuatro décadas de cumplimiento del país de los compromisos asumidos en el ámbito internacional. Ningún presidente, desde 1983 a hoy, había osado dejar al país sin esas políticas.
Ni bien se conoció la denuncia de Yáñez, la respuesta del gobierno fue anunciar la venta del edificio del ex ministerio. La secuencia argumentativa: Alberto Fernández=violencia=feminismo: los reclamos del feminismo carecen de legitimidad.
Pero el feminismo no es un ex presidente. El feminismo, como todo movimiento social, son sus militantes. No solamente las militantes peronistas, aunque buena parte del movimiento feminista esté integrado por militantes peronistas, peronistas de Evita, de Perón, de Cristina, de Néstor, de Massa, de Áxel. Las hay también anarquistas, socialistas, radicales, troskas, desilusionadas, internacionalistas, peleadas para siempre con la política institucional. El feminismo es tan diverso que quizás sea esa la primera dificultad para domesticarlo.
Porque en definitiva esa es la raíz del movimiento antigénero que gobierna Argentina hoy. Antigénero es el nombre que reciben en distintas partes del mundo las expresiones políticas que toman los instrumentos del Estado para dinamitar toda protección institucional hacia las mujeres, para promover leyes antiderechos, para diseminar discursos de odio contra todo lo que no encaje en la norma de lo que es un varón hecho y derecho y una mujer dispuesta a renunciar a su propia vida para servirle.
En el afán de domesticación, el disciplinamiento. Tirar a nuestra cancha la pelota del Alberto Fernández violento. En esa operación de identificación entre un movimiento social y lo que hace un presidente, está la culpabilización y por ende la intención de callarnos. Decir que alguien golpea a una mujer, asesina, mata “vestido de verde” en alusión a nuestro pañuelo es incluso peor que decir que fuimos una moda, una tendencia en indumentaria.
Es desconocer que el feminismo fue el movimiento que pudo conquistar una ley impensada hace sólo unos pocos años, una ley escrita desde las bases que no fue sólo acompañada por el kirchnerismo, sino por el amplio arco partidario. Fue el movimiento que supo instalar un tema tabú en la agenda pública y movilizar una red de diputadas —Las Sororas— que dejaron a un lado las pertenencias partidarias para aunar fuerzas por algo que las interpelaba en lo más particular de sus vidas. No sé si hubo otro episodio en la democracia argentina en que el Congreso estuvo más cerca de una lógica representativa que esquivara la obediencia partidaria y haya operado con una suerte de interés común identificado con un interés subalterno que clamaba desde afuera, desde las calles.
Lo que significaron esas jornadas frente al Congreso fue que había una manera de hacer política que no era rosqueando entre cuatro o cinco tipos, sino ampliando los límites de la participación, desbordando el ámbito de representatividad del Congreso, incidiendo en lo público desde los cordones de la vereda, desde asambleas plurisectoriales, desde la escucha sin el capanga que diga lo que había que hacer. Fue la demostración de que la democracia, si salía de las lógicas tradicionales, podía hacer realmente feliz a un pueblo.
No es casual que en el gobierno de la violencia como política de Estado, asistamos a la espectacularización de la violencia contra una mujer. Con lo ocurrido con Alberto Fernández se pretende justificar incluso a la ministra que no reparte la comida, Sandra Pettovello. La repetición hasta el hartazgo de las fotos de Fabiola Yáñez golpeada muestra menos la intención de erradicar la violencia de género que el hecho de que los medios de comunicación, por alguna razón, entendieron que ya no es necesario dejar de revictimizar a las mujeres que la sufren.
Se identifica el accionar de un presidente con un movimiento social y se repite monolíticamente que cuando él golpeaba y era infiel, concentraba la “suma del poder público”. En ese planteo cuasi monárquico, que resuena a toda hora en televisión, en el presidencialismo exacerbado y en un Congreso que este año delegó facultades y privilegios a los privilegiados de siempre, lo que queda claro es que si algo necesita esta institucionalidad viciada es más feminismo, no menos.
El feminismo no es un movimiento sin errores, pero sí muestra un camino para hacer política que está muy lejos de la forma que replican los varones que llevan varias generaciones de elecciones, rosca y acuerdos entre pocos para sostenerse en el poder. En esa lógica, la violencia de género y la violencia sexual no es excepcional ni difiere demasiado de lo que hacen otros varones en otros ámbitos de poder. El escándalo de Dominique Strauss-Kahn, ex presidente del FMI que debió renunciar a su cargo en 2011 por una denuncia de abuso sexual, muestra que el muerto en el placard es una moneda bastante corriente, que se vale del blindaje de impunidad de quienes saben y callan y que salta cuando alguien más necesita que salte.
Ningún partido, ninguno, está exento de eso que después se presenta como secreto develado. Es necesario quebrar de verdad esas lógicas abusivas —que también aprenden algunas mujeres— para refundar la política nacional.
De lo contrario, que no nos sorprenda en cuatro años la reelección del outsider, otro outsider o el candidato ungido, bajado del archivo del partido tradicional entre gallos y medianoche, porque nadie más que él puede cortar los tentáculos del odio.