Gustavo Grazioli / Especial para El Ciudadano
Esta semana se conmemoraron cincuenta años de la llegada de Cesar Luis Menotti como entrenador de la Selección Argentina. El homenaje adquiere una sumatoria de logros que no solo contemplan las conquistas a nivel deportivo, también es la excusa ideal para reconstruir la figura de una persona que estableció principios estéticos y filosóficos dentro del fútbol.
“A mi me emociona cuando veo autenticidad cultural en algún jugador. Eso se advierte en los mínimos detalles, la forma de dar un pase, por ejemplo, de controlar la pelota o de resolver una jugada”, escribió en el prólogo de Fútbol y política: conversaciones desde la izquierda, el libro donde dialogan Ángel Cappa y Marcos Roitman. “Lo que predomina hoy es otra cosa. Los jugadores se forman con la consigna de que hay que ganar como sea, sin respeto por la pelota ni por el juego. Sin estilo. Todo es rápido. Todo es vertiginoso. Es definitiva, es lo que impone el negocio”.
En los números, al frente de la Selección, se le cuentan 78 partidos, 42 victorias y dos trofeos. El Mundial de 1978 y el Juvenil de 1979. Pero los datos estadísticos no engloban lo que fueron sus principios con la vida y el deporte. Comprometido con las ideas de izquierda y con la cultura popular, expandió conceptos existenciales que alumbraron el sótano de un fútbol orientado al silencio y cercano a la idea de que la acción de pensar obstaculizaba el “camino al éxito”.
En la Selección alteró los principios de un enquistado derrotero sin basamentos morales. Antes de su arribo, el camino deportivo y simbólico de la Albiceleste era pura desidia y de paso acelerado hacia al abismo. Daba lo mismo vestir la camiseta argentina. Bajo su mandato hubo un cambio de paradigma y el desinterés se convirtió en sentido de pertenencia. Instaló el concepto de “La Nuestra”, con el que definió y defendió un estilo de juego elegante, con mezcla de potrero, bohemia y cultura callejera. Potenció al jugador pensante, distinto, que se animaba al firulete, el caño y la gambeta y construyó marco teórico. “Me gusta pensar que Menotti dignificó con sus ideas lo que Maradona defendió con la pierna izquierda”, decía Jorge Valdano.
Fue cultor de una revolución y enseñó que, además de ganar o perder, existe un fuerte componente social en el fútbol y de transformación. “Me autorizó a llevar al profesionalismo los sueños de mi infancia, me dio consejos que fueron antídotos para mis defectos y me enseñó a amar el fútbol y a defenderlo con orgullo como parte de nuestra herencia cultural”, escribió Valdano en su habitual columna de El País, al recibir la noticia de su fallecimiento en mayo de este año. “Solo me queda decir, con emoción, lo mejor que se puede decir de un maestro: si Menotti no se hubiera cruzado en mi vida, yo no sería la persona que soy”.
“El que toca bien el violín si tiene un buen profesor va a tocar en una sinfónica; en cambio, si tiene a un pelotudo, va a tocar bien y nada más. Esto pasa en la música, en el fútbol y en cualquier lado. Las personas se rinden ante el conocimiento. La disciplina no genera respeto: el conocimiento, sí. Cuando un entrenador entra a un vestuario, los jugadores ya saben si no sabe nada o si sabe un montón”, dijo Menotti en una entrevista que aparece en el libro Bilardo-Menotti. La verdadera historia, de Cayetano y Néstor López.
El comienzo de un legado
Pero hablar del ideólogo de La Nuestra sin mencionar uno de sus principales hitos como entrenador es saltearse la etapa que lo condujo a ser considerado un distinto. Una mente alternativa. La historia se empieza a escribir en Parque Patricios, en el famoso Huracán del 73, el equipo de galera y bastón que convocó a todos los hinchas del fútbol argentino y deleitó a los cronistas de la época.
En ese equipo, “un poema con camiseta blanca”, como definió Cappa, se establecieron los principios básicos de su pensamiento. De la mano de Nelson Chabay, Coco Basile, Daniel Buglione, Jorge Carrascosa, Héctor Riganti, Fatiga Russo, el Inglés Babington, Miguel Brindisi, René Houseman, Roque Avallay y Omar Larrosa, empezó a defender el lema de “ganar, gustar y golear”. Fue su laboratorio para desarrollar las formas por encima de los resultados. Fue la tela para que su artista predilecto –el Loco Houseman–, devenido de las profundidades del ascenso y la pobreza, dibuje una sonrisa en los espectadores que se deleitaban con los giros de esas rodillas que parecían no tener meniscos.
“Muchos quisieron copiarnos, pero no llegaron a nada. Hoy no hay más alegría en el fútbol, tirás un caño y el técnico te saca. Nunca vi un jugador que me recordara a mí, porque ahora a los pibes los entrenan para ser robots. Se preocupan más por lo físico que por la pelota. A algunos les falta ponerse el traje de Robocop y salir a jugar. Aquel Huracán era divertimento”, explicó el Loco.
En definitiva, la sola mención de su nombre es sinónimo de fútbol y una forma de explicar un fenómeno que siempre entendió como un “hecho cultural”, en constante puja por resistir a los grandes mercaderes que se esfuerzan por vaciar de contenido el aspecto popular de la diversión. “Hay un fútbol cultural que es el formativo y hay un fútbol profesional que es donde la pelota saltó de la cancha a los grandes negocios. Es lo que hay que vigilar. Cuando hay crisis culturales, el estadio deja de recibir público. Hay que diferenciar entre público y espectadores. Eso ha pasado con el fútbol. Ahora mucha gente va al campo porque es un lugar social. Se reúnen a hacer negocios en los palcos”.