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Levantamos orgullosos nuestras banderas sin claudicar ante las imposiciones del contexto

Dar testimonio o disputar sentido. Tirar piedras desde el margen o plantarse en otro lugar del ring y elegir contar desde nuestro punto de vista para llegar a cada vez más lectores. Difundir proclamas sectoriales o buscar tamizar –que no matizar– esas miradas, esos reclamos con la postura editorial que cada medio elige –sobre todo los autogestivos– para construir su identidad. Incluso en algunos casos tomando esas banderas como propias.

Cuando hace siete años nos convertimos en un medio cooperativo estas dicotomías se saldaron pronto: imaginamos un futuro de lucha, sufrido, como toda nuestra historia de trabajadores, pero venturoso. Un medio competitivo, que llegue a cada vez más lectores/usuarios/públicos en cualquier plataforma que esté disponible en el momento, y que levante orgulloso sus banderas sin claudicar ante las imposiciones del contexto.

Los cambios en el sistema de producción, que a partir del salto tecnológico y de la crisis de la industria periodística son una constante al interior de El Ciudadano –los que hemos llevado adelante incluso con dificultades–, también se reflejan en el afuera, no sólo por una cuestión etaria: unos pocos confunden seriedad con solemnidad y acartonamiento, o bien creen que el verdadero enemigo de un periodismo de calidad es el teléfono celular.

Podríamos exhibir las métricas, los clics en nuestras páginas web, de los seguidores en redes sociales, las views de nuestras producciones audiovisuales: cada sistema puede mostrar números diferentes, que en todo caso jamás nos alejan demasiado de los grupos multimediáticos concentrados que aglutinan la mayoría de las audiencias, pero no logra desentrañar cómo es que una marca, El Ciudadano, saca pecho en cualquier terreno.

Y no es muy difícil la respuesta: por un lado trabajadoras y trabajadores de prensa al mando de un medio que supieron construir, y no sólo desde hace siete años, sino desde el inicio mismo de los tiempos, 26 años atrás, sea quien fuese el dueño de turno. Y por el otro una sociedad ávida de sostener otra voz, una mirada distinta, dejando en claro que libertad de expresión y derecho a la información no son sólo frases vacías.

Por supuesto que las trabajadoras y los trabajadores de prensa a los que hacemos referencia son también los aglutinados en nuestro gremio, que se desempeñan en cada medio de la ciudad. Y por supuesto que parte de esa sociedad a la que hacemos referencia son las empresas privadas; y parte es el Estado en sus diferentes niveles.

Pero como en toda historia suele haber villanos, también hay gobernantes que pueden en algún momento de euforia pensar: el Estado soy yo. Han sido muy pocos los que en este cuarto de siglo no consideraron a El Ciudadano como lo que es, una parte inescindible de la ciudad y de la provincia, una voz que no dice lo que algún poder piensa que tenemos que decir, o una voz que no tolera que nos digan qué tenemos que obviar.

Si el camino elegido para intentar borrarnos del mapa es la asfixia económica, sepan esos gobernantes que nuestra historia está repleta de momentos incluso más complicados que éste. Épocas de vaciamiento empresarial, de expoliación de nuestros derechos, o de una pandemia de covid en la que los medios concentrados pagaban salarios con fondos del Estado mientras los autogestivos quedábamos a la deriva.

La misma sociedad que nos ha sostenido, le pese a quien le pese, es la que no permitirá que decisiones arbitrarias la priven de un medio consolidado y competitivo.

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