Miguel Passarini
Con las calles y la plaza principal de la ciudad como el gran escenario, el Festival de Teatro de Rafaela (FTR) puso en marcha su vigésima edición. Son veinte años con cientos de funciones y espectáculos programados de distintos puntos del país y en algún momento también del exterior, y un saludable debate acerca de las problemáticas que fueron apareciendo en cada una de esas propuestas a lo largo del tiempo, que posicionaron a este encuentro en lo más alto de la escena nacional contemporánea, con una generación que creció al calor de un espacio para el arte que se piensa y repiensa de forma permanente.
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Una plaza copada por gente bailando entre artistas urbanos y con el imponente Museo Aéreo a la vista no sería nada extraño si no se tratara de una propuesta que acontece en un país donde no está bien visto manifestarse y donde la cultura está siendo atacada de forma permanente, lo que convierte a esta edición del FTR en un verdadero polo de resistencia cultural en la Argentina.
Esa misma marea de gente que participó este martes por la tarde de la fiesta de apertura, se dirigió luego al acto inaugural en el Teatro Belgrano donde poco después de los discursos de rigor, la icónica y fundacional compañía La Arena, con treinta años de trayectoria, bajo la dirección de su mentor, el maestro Gerardo Hochman, mostró la reposición de Fulanos, alguien, algunos, nadie, ninguno, un impactante espectáculo estrenado hace veinte años, basado en la destreza física puesta al servicio de un universo en el que se cruzan una serie de relatos acerca de los vínculos entre los seres humanos y algunas de sus posibles derivas, donde entran a jugar los sueños y la literatura, entre otros posibles territorios de indagación.

Escaleras y más escaleras en un espacio escénico de enorme belleza donde todo fue resignificado, el material sumó uno de los más bellos finales de la presente edición, donde aparece una especie de «balsa» que termina salvándolos a todos, una poderosa metáfora que en este presente adquiere una connotación diferente a la de otros épocas.
Más tarde fue el tuno de Muerde. Un texto ríspido, por momentos incómodo, que va de lo austero a lo inasible, teñido de un inevitable rojo sangre, es el que transita el actor Luciano Cáceres en esta propuesta, un material con autoría y dirección de su colega porteño Francisco Lumerman, ambos al frente de un gran equipo.

Muerde es el resultado de un realismo metaforizado, con un texto cuya potencia desafía, desde su lógica de pequeño thriller, el trabajo de un actor que elige correrse del mainstream para confiar y zambullirse en un material que, entre más, ganó el 2º premio de obras inéditas del Fondo Nacional de las Artes 2015, y que en el presente gira por el país. Pero sobre todo, es un texto que viene de la pluma de Lumerman (El amor es un bien, El río en mí), uno de los creadores más interesantes, sensibles, originales, siempre corrido de modas o formas de lenguaje, de su generación.
Para cerrar la noche, tuvo su estreno el primero de los Laboratorios de Creación Escénica, otro de los grandes logros del este encuentro de los últimos cinco años, donde directores consagrados llegan a la ciudad para montar, en unos pocos encuentros, lo que podría entenderse como trabajos en proceso.
Esta vez se trató de Casa de pájaros, un disparate muy bien urdido por el talentoso Toto Castiñeiras, entre muchas otras cosas uno de los referentes del Cirque du Soleil con el que recorrió el mundo, con la asistencia de dirección de Isabella Lorenzetti, donde una veintena de actores y actrices de formaciones muy diversas dan vida a una comedia performática donde una serie de cuestiones vinculadas al imaginario rafaelino aparecen estalladas en una oficina donde los roles empiezan a mezclarse y a perderse.

En ciernes, por momentos convertidos en pájaros, el material toma entre otros elementos como disparador la presencia de los famosos Negruchos, unos pájaros de plumaje completamente negro que hace muchos años coparon Rafaela y que más allá de los sucesivos intentos por querer controlarlos porque van camino a ser una plaga, son parte de un paisaje que atraviesa los cielos del centro rafaelino al mismo tiempo que crean un universo sonoro que es propio del lugar y que también fue un disparador para montar Casa de pájaros, sin ninguna duda un material que está destinado a continuar su recorrido más allá de este encuentro.