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Detrás de un cisne oscuro

Con “El cisne negro”, Darren Aronofsky consiguió cinco de las principales nominaciones al Oscar sin dejar de lado su particular visión del desequilibrio mental que muestra con crudas imágenes de flagelo. Por Juan Aguzzi.

Cuatro films le bastaron a Darren Aronofsky para ser nominado por la Academia a cinco de los principales rubros. Dicho así, podría
pensarse que el realizador se corrió del aura de enfant terrible con que lo miraba Hollywood luego de Pi (1998) y Réquiem
para un sueño (2000) mostrando algo más de piedad por sus personajes en La fuente de la vida (2007) y El luchador (2009), con
la que comienza a ser considerado por los grandes estudios, aunque si se las mira bien tampoco resultan tan prístinas a los requerimientosde la industria.

Ahora, en El cisne negro, Aronofsky se las arregló para sostener algunos de sus recursos favoritos a la hora de poner a funcionar los desequilibrios de su protagonista, una bailarina de ballet arrojada a la encrucijada de “tener que ser” la figura principal de una versión de El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, que un férreo regisseur de origen francés planeó como una puesta sublime para levantar la temporada en un teatro neoyorkino. Es decir, con un tema caro a Hollywood –de allí pueden intuirse las nominaciones– Aronofsky logró colar algunas de sus obsesiones ceñido a un lenguaje personal en el que se mueve cómodo.

Al modo de un thriller, y sin preocuparse por situar de entrada las coordenadas que para algunos harían previsible el relato –se ve más como una elección que como una ligereza– El cisne negro deambula, con mucho aprecio por la ambigüedad, entre la
herida psíquica y profunda que Nina Sayers carga a partir de una madre que transformó fracaso en proyección filiar y una lúdica
especular donde todo lo que comienza a ocurrirle a la protagonista puede factiblemente pasar la frontera de su mente. O no, en todo caso no importa mucho, porque el acierto de Aronofsky reside en convertir los tormentos y fantasmas de Nina en un thriller paranoide, obsesivo e indiscreto donde la flagelación y los estertores de placer van conformando un mosaico de zonas
erróneas con mucha sordidez. Su compulsiva madre, el creído coreógrafo Leroy que le enrostra su imposibilidad de ser el
cisne negro –ya que con involuntaria seducción se ha ganado el rol del blanco–, una compañera de elenco todoterreno a la que
ve como quien le robará el lugar al menor descuido y su perturbada cabecita encorsetada en una perenne adolescencia acosan a Nina al punto de no distinguir la realidad de sus fantasías asfixiantes y sangrientas.

La permanencia en un estado de exaltación y depresión conduce a la joven bailarina –para la que el displacer es la medida
de todos sus actos– por un derrotero de castigos autoimpuestos, de un dolor sin consuelo que sólo sobre el final, ya cuando
Nina asuma su transformación con la impudicia de la muerte pisándole los talones, se volverá voluntad de someterse al destino.
A un destino cuya acumulación progresiva de desaciertos fue descarnando su propio cuerpo, que acusó la frustración y
es a la vez objeto de escarnios que remiten a la primera etapa de Cronenberg o Polansky, por citar algunas deudas visibles.

Es a partir de la espalda sangrante de Nina, de las tijeras que podan sus uñas y las yemas de sus dedos –utilizadas por su madre
y también por ella– para no dañarse cuando se rasca, de las uñas de sus pies cortadas al medio y a todo lo largo cuando sostiene
sus puntas de pie más allá de todo esfuerzo posible, de sus cruces aterradores con la espectral figura de su doble, cuando El cisne negro adquiere una estatura retorcida que pone en jaque todo aquello que en el universo de la danza clásica –y de todas
las disciplinas podría decirse sin exagerar– embarduna a sus integrantes: el egoísmo, la competencia, la traición, la falsa
humildad.

En este sentido, con una imagen de grano grueso, cámaras en mano, espontaneidad y desusado dinamismo, Aronofsky hace visible su inconformismo con las historias aceptadas por la conciencia masiva del público; por el contrario, en El cisne negro eleva su apuesta para que la explosión del trauma y el trastorno arrasen con la compasión que pudiera despertar su protagonista.

Es en el tenor de esta oscuridad, plagada de evidencias en un insistente juego de espejos, que consigue un relato donde la anormalidad parece una versión renovada de la angustia severa que somete a los espíritus débiles.

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